La fiesta terminó casi sin que me diera cuenta. Los últimos invitados se despidieron entre risas y abrazos, dejando tras de sí copas vacías, flores caídas y una pista de baile que todavía olía a vino, perfume caro y decisiones impulsivas.
Nos quedamos solo los de casa: mis padres, Saiddy, Antonella, Martina… y mi ahora esposo, el hombre con el que, técnicamente, acababa de casarme por accidente.
Estábamos todos en la sala, aún con la música de fondo, cuando Saiddy se levantó con una sonrisa traviesa.
—Bueno —dijo, mirando a su hijo y luego a mí—, creo que ya es hora de que nos vayamos. Los esposos necesitan privacidad.
—Yo solo quiero decir —intervino mamá, visiblemente emocionada— que estoy muy feliz de que mi hija se haya casado con un buen hombre. Se nota que Demetri es responsable y que la ama de verdad.
—Se lo prometo, señora Tomasa —respondió él, con esa voz firme que parecía convencer hasta las paredes—, siempre haré que la vida de Regina a mi lado valga la pena.
Papá asintió con los brazos cruzados, pero con una sonrisa que me delató lo orgulloso que estaba.
—Eso espero, muchacho —dijo, y me guiñó un ojo.
Antonella se acercó y abrazó a su hermano.
—Estoy feliz, en serio —dijo, con la voz entrecortada—. Por fin vas a ser feliz, Demetri.
Nos abrazamos todos. Un abrazo grupal caótico, lleno de perfume, emoción y risas contenidas. Luego empezaron a marcharse uno por uno, dejando la casa en un silencio extraño.
Martina fue la última en salir, pero antes se devolvió, corriendo hacia mí.
—Nos vemos en unos días, señora de Demetri —me susurró, apretándome fuerte—. No te desaparezcas.
—Ni que fuera tan fácil —le respondí, riendo mientras la veía alejarse.
Cuando quedamos solos, el silencio fue tan rotundo que casi escuché mis propios pensamientos gritando “¿qué hiciste, Regina?”.
—Voy a la habitación a quitarme el vestido —dije, soltando un suspiro.
—Yo también voy a cambiarme —respondió Demetri con calma.
Subí despacio las escaleras, todavía sintiendo el peso de la tela, los nervios y el vino. Al llegar al cuarto, me quedé mirando al espejo. Me quité el velo con cuidado, dejando que mi cabello cayera sobre mis hombros.
—No puedo creerlo —murmuré—. Estoy casada… con un hombre que, aunque es fingido, es demasiado maravilloso.
Intenté bajarme el cierre del vestido, pero aquel maldito zíper decidió que no quería cooperar. Tiré, giré, me contorsioné como una acróbata frustrada y nada.
—Perfecto —refunfuñé, sentándome en la cama—. Casada, sí, pero prisionera de un vestido.
El cansancio me ganó. Me recosté, sin fuerzas, y debí quedarme dormida porque cuando escuché los golpes en la puerta ya había pasado más de una hora.
Al abrir, me encontré con Demetri en la entrada, con el cabello un poco despeinado y una expresión mezcla de sorpresa y risa.
—¿Qué pasó? ¿Por qué sigues con el vestido?
—No puedo quitármelo —confesé, señalando el cierre con resignación.
—Ven, te ayudo —dijo entrando.
Me agaché un poco para ponerme a su altura, y él comenzó a bajar con cuidado el zíper. Cuando terminó, me incorporé y… bueno, el vestido decidió rendirse completamente, deslizándose hasta el suelo.
El silencio fue inmediato.
Demetri carraspeó y giró la mirada hacia la ventana.
—Ejem… te espero en el balcón de mi habitación. Tenemos que hablar de los próximos pasos.
—S-sí, claro —balbuceé, mientras él salía apresuradamente del cuarto.
Cerré la puerta con el corazón latiéndome como si hubiera corrido un maratón, me puse una bata ligera y respiré hondo.
Unos minutos después, fui hasta la habitación de Demetri. La puerta estaba entreabierta y desde el balcón se veía la silueta de su silla. Me acerqué despacio.
—¿Interrumpo? —pregunté.
—Para nada —dijo, ofreciéndome una copa de vino—. Ven, siéntate conmigo.
Tomé la copa y me senté a su lado. El aire de la noche era fresco y el cielo parecía un manto lleno de estrellas que nos observaban con curiosidad.
—No creí que llegarías a la boda —me dijo, mirándome de reojo—. Me sorprendiste… y no solo por lo hermosa que te veías con ese vestido.
—No iba a presentarme —confesé—, pero cuando vi tanta gente, no pude dejarte mal parado. Después de todo, si mis padres nos encontraron juntos, también fue culpa mía.
—Te entiendo —asintió—, pero no debiste pensar en mí, sino en ti.
—Eso sería muy egoísta —le respondí con una sonrisa triste—. Tú has sido maravilloso conmigo, y no podía olvidarme de eso.
Él dio un sorbo de vino y exhaló despacio.
—Ahora tenemos que pensar en el divorcio. En cómo hacerlo, y cómo haremos para que nuestros padres lo entiendan.
—Podemos esperar unos meses —propuse—. Luego lo hacemos sin que ellos sepan. Les daremos la noticia cuando el documento esté firmado.
—Eso suena a un buen plan —admitió, y chocó su copa con la mía.
Seguimos bebiendo, conversando, riéndonos de lo absurdo que era todo. A media noche ya estábamos entre risas recordando que habíamos pasado seis meses planeando una boda que no iba a suceder… y míranos ahora, casados.
—Es una locura —dijo él, aún riendo—, pero dentro de esta locura hay algo de cordura.
—Tienes razón —respondí, levantándome para ir a descansar.
Di dos pasos… y el mundo empezó a girar. El vino, el cansancio y la emoción hicieron su trabajo. Terminé cayendo justo sobre sus piernas, otra vez.
—Definitivamente —dije entre risas—, estoy destinada a caer siempre en tus piernas.
Demetri sonrió, mirándome con ternura.
—Y yo siempre estaré listo para llevarte en ellas.
Lo miré… y sin pensarlo, me incliné y lo besé. Un beso tierno, sincero, de esos que no se planean, pero que llegan cuando el corazón ya no puede fingir más.
Sentí como su mano se entrelazó en mi nuca, me hizo sentir frío en la piel,, me giré hacia él y lo bese con más fuerza.
Me levanté y me senté de frente, lo rodeé con mis piernas, desabroché su zíper, y sin pensarlo mucho, empecé a moverme sobre él.
Después de unos minutos de movimiento y gemidos, me levanté de sus piernas y fui directamente a su cama, cerré los ojos, y no supe más de mí.
Desperté con la sensación de que el sol me estaba haciendo un interrogatorio. Parpadeé varias veces, tratando de recordar por qué mi cabeza pesaba tanto y, sobre todo, por qué mi almohada respiraba.
Giré lentamente y ahí estaba. Demetri. Dormido. Sereno. Tan cerca que podía contarle las pestañas si quería.
Me incorporé de golpe, tapándome con la sábana como si eso borrara los hechos de la noche anterior.
—Ay, no… —susurré, llevándome las manos al rostro—. No puede ser.
Demetri abrió los ojos justo en ese momento, con esa calma suya que parecía hecha a propósito para hacerme sentir peor.
—Buenos días —dijo, con voz ronca y una sonrisa apenas visible.
—Buenos días… —respondí torpemente—. Eh… lamento mucho lo de anoche. Creo que tomé de más y no pensé bien lo que hacía.
Él soltó una pequeña risa.
—Yo también tengo parte de culpa. Supongo que debo aprender a no beber tanto.
—No, no —dije levantando una mano—. El que debe dejar de beber soy yo. Bueno, soy yo. Siempre termino haciendo algo estúpido cuando tomo.
Demetri se recostó un poco, mirando al techo.
—Tienes razón —admitió—. Pero creo que los dos hemos hecho cosas estúpidas.
—¿Ah, sí? —pregunté, arqueando una ceja.
—Sí —continuó él con tono serio—. Fingir que esto es real, por ejemplo. Desde ahora, nuestras vidas serán más… delimitadas.
Tomó aire antes de seguir—: Solo hablaremos de trabajo. Delante de nuestras familias seremos el matrimonio perfecto, pero cuando estemos aquí, cada quien tendrá su espacio.
Sentí como si me hubieran echado un balde de agua fría. Me forcé a sonreír.
—Tienes razón —respondí, intentando sonar natural—. Es lo mejor para ambos.
Me levanté de la cama con el corazón apretado y fui directo a mi habitación. Apenas cerré la puerta, las lágrimas salieron sin pedir permiso. Me recosté contra la pared, cubriéndome la boca para no sollozar en voz alta. No quería que él lo supiera, pero Demetri acababa de romperme el corazón.
Pasaron unos días. Nos comportamos como dos extraños educados que compartían agenda y silencios. Hasta que finalmente regresamos a la ciudad.
Al llegar a la mansión de los Salazar, Saiddy salió al recibimiento con una sonrisa sorprendida.
—¡No los esperaba tan pronto! —exclamó.
—Viviremos aquí por un tiempo —respondió Demetri, bajando del auto—. Aún no encuentro la casa de mis sueños.
Yo asentí, forzando una sonrisa amable.
—Prometo no molestarla, señora Saiddy.
Antonella soltó una risita traviesa.
—Nosotras somos las que no la molestaremos a usted.
—Les agradezco que sean tan receptivas con mi esposa —dijo Demetri, con ese tono diplomático suyo.
—Regina ya es parte de esta familia —añadió Saiddy, dándome un abrazo cálido.
—Gracias —respondí con sinceridad—. Haré lo posible por estar a la altura.
Antonella chasqueó los dedos para llamar a uno de los empleados.
—Lleven las maletas a la habitación de Demetri, por favor.
Sentí su mirada cruzarse con la mía, y ambos sonreímos con esa incomodidad cómplice de quien sabe que acaba de escuchar algo que preferiría evitar.
—Gracias, Antonella —dijo él.
Subimos juntos hasta la habitación. Cuando entramos, todo estaba impecable: la cama perfectamente tendida, un gran ventanal abierto y el sofá que claramente ya estaba destinado a ser su territorio.
—Puedes dormir en la cama —dijo Demetri—. Yo me quedaré en el sofá.
—No es necesario —respondí enseguida—. Pondremos una almohada en medio y asunto resuelto.
Demetri rió, negando con la cabeza.
—Como siempre, ingeniosa.
—Y práctica —le dije, intentando mantener la ligereza en la voz, aunque por dentro todavía dolía el recuerdo de la mañana.
Sonreí, fingiendo que todo estaba bien, mientras en mi interior solo pensaba en que ojalá las almohadas pudieran dividir también los sentimientos.
A la mañana siguiente bajamos a desayunar. El olor a café recién hecho me hizo sentir un poco más humana después de la noche anterior, aunque todavía tenía el cabello medio enredado y los ojos pidiendo otros cinco minutos de sueño. En la mesa ya estaban Saiddy y Antonella, ambas demasiado arregladas para esa hora.
—Buenos días —saludé, tratando de sonar más despierta de lo que realmente estaba.
—¡Buenos días! —respondieron al mismo tiempo, con un entusiasmo que me hizo sospechar que algo tramaban o que quizá habían desayunado azúcar pura.
Demetri se sentó a mi lado, serio como siempre.
—Vamos a desayunar rápido, tenemos que ir a la empresa —dijo, sin siquiera probar el jugo.
Antonella lo miró como si acabara de confesar que odiaba los días soleados.
—¿Tan pronto? Deberían haberse tomado unos días más.
—No es necesario —contestó él, cortante, como si unas vacaciones fueran una ofensa personal.
Yo simplemente seguí untando mantequilla en mi pan, porque ya había aprendido que discutir con él antes del café era como pelear con una pared.
Unos minutos después, salimos rumbo a la empresa. Todo el camino fue un silencio absoluto. Ni la radio se atrevió a romperlo. Solo el sonido del motor y, de vez en cuando, el roce de su reloj contra el volante. Yo miraba por la ventana, fingiendo interés en los árboles que pasaban, mientras pensaba en lo mucho que necesitaba un café número dos.
Al llegar, los empleados que estaban en la recepción se quedaron mirándonos unos segundos… y de pronto empezaron a aplaudir. Sí, aplaudir. Como si acabáramos de ganar un premio o algo así.
—¡Felicidades, señor Demetri! —gritó uno.
—¡Felicidades, señora Regina! —dijo otro, con una sonrisa tan amplia que me dio ternura.
Yo sonreí, medio incómoda, mientras Demetri solo asentía con esa expresión suya de “ya, suficiente”.
—Gracias —respondió él, y tomó mi mano para guiarme hacia su oficina.
Apenas la puerta se cerró detrás de nosotros, soltó un suspiro.
—No les prestes atención a esas cosas —dijo, mientras se quitaba el saco y lo dejaba sobre el sillón.
—Trataré de obviarlo —respondí, aunque todavía escuchaba los aplausos desde afuera.
Antes de que pudiera agregar algo más, la puerta se abrió de golpe y una voz entusiasmada llenó la habitación.
—¡No puedo creerlo! ¡Después de tanto tiempo, por fin te vuelvo a ver! —exclamó un hombre alto, con una sonrisa tan amplia que hasta la planta del rincón pareció alegrarse.
Demetri se giró, sorprendido.
—¡Fabricio! No puedo creer que hayas vuelto.
—Ya era hora, amigo —respondió el tal Fabricio, dándole una palmada en el hombro con esa energía que uno solo tiene después de tomar tres cafés.
Entonces sus ojos se posaron en mí.
—¿Y ella? ¿Es tu secretaria?
—Mi nombre es Regina —respondí con una sonrisa educada—. Y sí, soy la secretaria de Demetri.
—No solo mi secretaria —intervino Demetri, con ese tono suyo que mezcla seriedad y orgullo—, también es mi esposa.
Fabricio parpadeó dos veces, como si hubiera escuchado mal.
—¿Tu esposa? Vaya… no esperaba verte casado con alguien que no fuera… ya sabes quién.
Yo reí, tratando de aliviar la tensión.
—Bueno, la vida de las personas cambia —dije jocosamente, encogiéndome de hombros.
Fabricio me miró con simpatía y asintió.
—En eso tienes toda la razón. Es un gusto conocer a la esposa de mi mejor amigo.
—Fue un gusto conocerlo, Fabricio —le dije con una sonrisa amable, mientras me giraba hacia la puerta.
—El gusto es mío, Regina —respondió él con una cortesía encantadora.
Salí de la oficina tratando de mantener la compostura, aunque todavía me costaba procesar que aquel hombre tan entusiasta fuera el mejor amigo de Demetri. Llegué hasta mi escritorio, respiré hondo y me dejé caer en la silla. Fue entonces cuando lo vi: un enorme arreglo de flores justo frente a mí. Rosas rojas, lirios blancos y un lazo que gritaba “perdóname” desde kilómetros de distancia.
—¿Qué… es esto? —murmuré, arqueando una ceja.
Martina se acercó casi corriendo, con esa sonrisa traviesa que siempre la delataba.
—¡Ah, por fin llegas! Te las trajeron hace un rato. Un mensajero dijo que eran para ti.
—¿Para mí? —pregunté, incrédula—. No me digas que a casi fue Demetri quien me mandó flores…
—Mmm… yo que tú leería la nota rápido antes de emocionarme —dijo ella, cruzándose de brazos.
Levanté la tarjeta con cierta curiosidad, y mientras la abría, una mezcla de sorpresa y fastidio me recorrió entera.
“Perdóname, fui un tonto. Jamás debí dejarte y menos exponerte ante todos. Te amo, Regina. Y hasta hace poco me di cuenta de lo importante que fuiste y sigues siendo para mí. —Yeison.”
Me quedé mirándola en silencio, con una expresión que probablemente mezclaba horror con sarcasmo.
—Ese Yeison sí que es un tonto —dijo Martina, frunciendo el ceño—. Ahora viene a mandarte flores, como si nada hubiese pasado.
—Exacto. Un estúpido, por eso mismo —respondí, dejando caer la nota sobre el escritorio.
Justo en ese momento, la puerta de la oficina de Demetri se abrió, y su figura apareció imponente, con esa mirada que parecía ver más de lo que uno quería mostrar.
—¿Y esas flores? —preguntó, deteniéndose frente a mi escritorio.
—No tienen importancia —respondí rápidamente, fingiendo una calma que no sentía—. ¿En qué puedo ayudarle?
Martina, inteligente como siempre, entendió el ambiente y tomó el ramo.
—Yo me las llevo, no se preocupen —dijo con una sonrisa nerviosa, desapareciendo con las flores rumbo a su escritorio.
Demetri me miró fijamente unos segundos, luego dijo con voz baja pero firme:
—Acompáñame a mi oficina.
Sentí un leve temblor en el estómago. No sabía si era nervios o simple instinto de supervivencia, pero me levanté de la silla y lo seguí sin decir palabra.
Al entrar, cerré la puerta detrás de mí. Él se giró, apoyándose en su escritorio, y sin rodeos soltó:
—¿Quién te mandó flores?
—Mi ex —contesté, intentando que mi voz sonara natural.
—¿Aún lo frecuentas? —preguntó con ese tono entre celoso y calculador.
—Para nada —dije enseguida—. Y no pienso hacerlo.
Demetri asintió despacio, con una expresión imposible de descifrar.
—Puedes verlo y frecuentar a quien desees —dijo al fin—, siempre y cuando lo mantengas oculto.
—¿Perdón? —pregunté, cruzándome de brazos—. No entiendo a qué viene ese comentario.
—Es claro, Regina —contestó, con la misma frialdad de siempre—. En poco tiempo nos vamos a divorciar, y tendrás que seguir con tu vida.
Sentí cómo algo en mí se encendía, una mezcla de rabia y decepción.
—Tiene razón —dije con voz cortante.
Me giré y salí de la oficina sin esperar respuesta, con la cabeza en alto y el corazón hecho un nudo.
La noche finalmente cayó sobre la empresa, y con ella llegó ese momento glorioso en el que los empleados suspiran al ver la hora y empiezan a empacar sus cosas como si se tratara del fin del mundo. Yo no era la excepción. Guardé mis documentos, apagué el computador y me dirigí hacia la oficina de Demetri para avisarle que ya me iba.
Al entrar, lo encontré revisando unos papeles con su típica concentración casi teatral. Alzó la mirada apenas crucé la puerta.
—Regina —dijo, dejando el bolígrafo sobre la mesa—. Me iré con Fabricio a tomar algo. Pero llamaré al chofer de la casa para que te lleve.
—No es necesario —respondí enseguida, apoyándome en el marco de la puerta—. Iré con Martina. Ella y yo también saldremos un rato.
Demetri asintió con una leve sonrisa, aunque esa expresión suya siempre tenía un aire entre serio y encantador.
—Está bien. Pero no tomes mucho.
—No lo haré —dije, devolviéndole la sonrisa con un toque de ironía.
Estaba a punto de girarme para salir cuando escuché su voz de nuevo.
—Regina.
Me detuve y me giré.
—¿Sí?
—¿Estás enojada conmigo? —preguntó, con ese tono de duda que pocas veces usaba.
—¿Debería estarlo? —repliqué, cruzándome de brazos.
—No… pero si hay algo que te molesta, preferiría que me lo dijeras —respondió, mirándome directo a los ojos.
Suspiré, porque si algo tenía, era que no sabía callarme cuando algo me hervía por dentro.
—Sí, estoy enojada. Por lo que dijiste hoy —le solté, sin rodeos—. Eso de que puedo estar con alguien más, pero que debo ser cautelosa.
Demetri bajó la mirada por un momento y luego me dijo con calma:
—Solo lo dije porque no quiero que te sientas cohibida de continuar con tu vida.
—¿Y de verdad crees que yo tendría otra relación mientras estoy casada contigo? —pregunté, alzando una ceja—. No soy así, Demetri. Esa no es mi naturaleza.
Él me observó un instante, con un gesto que parecía un intento de disculpa.
—Lo siento. No fue mi intención hacerte enojar.
—Lo pensaré —dije simplemente, dándome media vuelta antes de que pudiera responder.
Y salí de la oficina, con la sensación de que, aunque había dicho poco, había dicho exactamente lo necesario.
Martina y yo llegamos a un restaurante al aire libre, de esos que parecen sacados de una postal con lucecitas colgando y mesas de madera perfectamente decoradas. Nos sentamos, pedimos dos copas de vino y, apenas el camarero se fue, ella me miró con cara de sospecha.
—Tienes una cara seria —me dijo, arqueando una ceja—. ¿Qué pasó ahora, señora recién casada?
Suspiré, porque lo que tenía atravesado no me cabía en el pecho.
—¿Puedes creer que Demetri me dijo que puedo tener una relación con alguien más, pero que sea cautelosa?
Martina abrió los ojos como platos y luego soltó una risita.
—Bueno, no tiene nada de malo, ¿no? Al final ustedes se van a divorciar, y no se casaron porque se amen. O al menos no porque él te ame a ti.
—Lo sé —respondí, bajando la mirada hacia mi copa—. Pero lo que me molesta es justamente eso. Saber que él no me ama y que podría soportar verme con alguien más.
Martina se inclinó hacia mí, con ese tono de amiga metiche pero bien intencionada.
—¿Y si le hablas de lo que sientes? Quizás él siente lo mismo.
Solté una carcajada nerviosa.
—¿Decirle que lo amo? No, gracias. Ya tengo suficiente con mi título de señora fingida como para agregarle el de “señorita sin dignidad”.
Martina rodó los ojos, justo cuando una voz masculina interrumpió nuestra conversación.
—Al fin te encuentro.
Levanté la mirada, y casi escupo el vino. Era Yeison.
—¿Qué haces aquí? —pregunté, más molesta que sorprendida.
—Vengo todas las noches con la esperanza de verte —dijo con una sonrisa patética—. Y finalmente te encontré.
—Pues qué bueno —le respondí, cruzándome de brazos—. Porque espero que sea la primera y la última vez que me envías flores al trabajo.
—Lo hice porque quería disculparme —dijo, dándose aires de mártir—. Fui un tonto.
Martina no perdió el tiempo.
—Recapacitaste tarde, porque ahora Regina está felizmente casada.
Yeison me miró incrédulo.
—Escuché sobre ese matrimonio, pero no creo que hayas podido olvidarme tan rápido.
Solté una risa que hizo volar a un par de pajaritos del árbol más cercano.
—Por favor, Yeison. No fuiste un novio tan bueno como para recordarte más allá de dos días.
Martina se rio también, dándole un sorbo al vino.
—Después de eso, espero que no vuelvas a acercarte —añadió ella.
Pero Yeison, en lugar de retirarse con dignidad, frunció el ceño, me tomó del brazo y me obligó a caminar hacia el estacionamiento.
—¡Suéltame! —le grité, intentando zafarme, pero no lo hizo.
Y antes de que pudiera reaccionar, me robó un beso. Un beso asqueroso, sin permiso, sin sentido y sin el más mínimo derecho.
—¡Eres un idiota! —le grité, dándole una bofetada tan fuerte que hasta me dolió la mano. Intenté irme, pero volvió a sujetarme.
De repente, una voz grave y autoritaria resonó detrás de nosotros:
—Te dije que la soltaras.
Giré, y ahí estaba Demetri. Mi corazón dio un vuelco. Yeison, al verlo, soltó una carcajada cruel.
—Otra vez tú. El hombre en silla de ruedas… incapaz de levantarse a defender a una mujer.
—Él es más hombre que muchos que pueden caminar —le dije con rabia.
Yeison se rio, burlándose.
—Por favor, mejor dile que se largue.
—No, él tiene todo el derecho de estar aquí. Es mi esposo —le respondí, alzando la voz.
Yeison me miró sorprendido y luego estalló en una risa burlona.
—¿Tu esposo? No me digas que estás tan desesperada como para casarte con un inválido.
No lo pensé. Le solté otra bofetada, esta vez con toda la furia que me quedaba.
—¡Nadie va a ofender a mi esposo!
Yeison, furioso, avanzó hasta donde estaba Demetri y lo empujó, haciéndolo caer de la silla.
—Vamos, levántate y defiéndete… ah, cierto, no puedes.
Y antes de que yo pudiera gritar algo, apareció Fabricio, tan rápido que ni lo vi venir.
—Él no puede, pero yo sí —dijo, y le propinó un golpe tan certero que el idiota casi se desmaya.
—¡Fabricio, basta! —le grité, corriendo hacia ellos—. No vale la pena discutir con personas como él.
Yeison, adolorido, se levantó del suelo tambaleando.
—Esto no se quedará así. Me las van a pagar.
Fabricio ayudó a Demetri a incorporarse y lo sentó de nuevo en la silla.
—¿Estás bien? —le preguntó.
Demetri respiró profundo.
—Sí… estoy bien. Vámonos a casa.
—Yo me voy contigo —le dije de inmediato, sin pensarlo dos veces.
—Yo tomaré un taxi —dijo Martina, pero Fabricio la detuvo.
—No, yo te llevo.
Y así, entre un silencio tenso y el sonido de los motores arrancando, nos marchamos de aquel restaurante que había empezado siendo una cena tranquila y terminó siendo una telenovela al aire libre.
Veinte minutos después de ese desastre de restaurante, llegamos por fin a la mansión. El trayecto fue un silencio incómodo, de esos que parecen eternos, donde uno hasta puede escuchar sus propios pensamientos gritándole: “bien hecho, Regina, otra escena más digna de telenovela venezolana”.
Apenas cruzamos la puerta, Demetri dijo con voz seca:
—Me voy a mi habitación.
Le tomé del brazo antes de que avanzara más.
—¿Estás enojado? —pregunté, aunque la respuesta era más que obvia.
Él me miró sin intentar disimular nada.
—Sí, Regina, estoy enojado. Estoy furioso porque por estar en esta maldita silla no puedo defender a mi esposa. Porque otro tuvo que hacerlo, y porque tú misma tuviste que ponerte en riesgo.
—Demetri… —me acerqué un poco más, intentando que me mirara—. No pienses así. Aunque no puedas levantarte de esa silla, puedes hacer muchísimas cosas. No necesitas pararte para demostrar lo fuerte que eres.
Él negó con la cabeza, frustrado.
—No es cierto —murmuró, con la voz cargada de impotencia. Y sin decir más, se marchó hacia el pequeño ascensor que lo llevaba al segundo nivel.
Me quedé quieta, mirándolo mientras subía, sintiendo una punzada en el pecho. No era rabia. Era tristeza. Y culpa, porque por más que intentara convencerlo, él seguía viéndose a sí mismo como un hombre incompleto.
De repente, escuché pasos detrás de mí. Al girar, Antonella estaba en el pasillo, observándome con una expresión apenada.
—Perdona la actitud de mi hermano —me dijo suavemente.
—No hay nada que perdonar —respondí, suspirando—. Solo me duele que piense que no puede defenderme, cuando lo hace todo el tiempo. Tal vez no levantándose de la silla, pero sí de otras formas.
Antonella asintió despacio.
—Él tiene mucho sufrimiento por eso… —dijo—. La mujer que alguna vez amó lo dejó justo después del accidente. Lo hizo sentir que ya no valía lo mismo, y temo que crea que tú también terminarás haciendo lo mismo.
Me quedé helada.
—¿Qué? ¿Cree que yo podría dejarlo por eso? —pregunté, completamente sorprendida.
—No lo culpes por pensarlo —respondió ella, con un suspiro—. Es difícil. No sabes lo que ha tenido que soportar.
Guardé silencio unos segundos, mirando hacia el segundo piso.
—Debo ir con él —dije finalmente.
Subí las escaleras despacio, con el corazón latiéndome rápido, sin saber exactamente qué iba a decirle, pero sí sabiendo que no podía dejarlo así.
Llegué hasta la puerta de su habitación y toqué suavemente.
—Pasa —escuché su voz desde adentro.