Maya observó disimuladamente a la elegante mujer en el restaurante del aeropuerto. Su corazón dio un vuelco cuando un joven apuesto se acercó y la saludó con un beso en la mejilla. El parecido con Marcus era asombroso, tenía la misma mirada penetrante, el mismo porte altivo... Tenía que ser su hermano.
La chica fingió estar concentrada en una revista que hojeaba frente a su rostro, observó discretamente a aquellas dos personas, decidida a investigar qué es lo que había sucedido, la mujer se mostraba muy cariñosa con su hijo.
Un par de horas después, salió de ahí para tomar el vuelo, se sentía confundida por lo sucedido.
Las siguientes horas en el avión se le hicieron eternas, pero su mente estaba en otro lado, recordando su último encuentro con Marcus días atrás.
Había sido una noche cargada de tensión s****l tras semanas de miradas intensas y roces accidentales que hacían arder su piel. Marcus la había acompañado hasta su habitación, y de pronto, todo se desató en un apasionado beso que encendió la chispa entre ambos.
Maya recordaba vívidamente cómo sus manos recorrieron la musculosa espalda de Marcus, mientras él la apretaba con fuerza contra su cuerpo. Sus besos eran exigentes, desesperados, como si buscaran beber del otro todo el deseo que habían estado conteniendo.
Gimió contra los labios de Marcus cuando él deslizó una mano atrevida bajo su vestido, acariciando sus muslos desnudos con sus dedos. Maya se arqueó contra él instintivamente, deseando más.
Lo que sucedió después quedó grabado en la memoria de Maya, sus cuerpos desnudos entrelazados, las caricias, los gemidos ahogados, Marcus tomándola con una pasión ardiente, llevándola una y otra vez a la cima del éxtasis.
Un escalofrío la recorrió de solo recordar esa noche. Se había jurado no caer en las redes de la seducción de Marcus... y había fallado estrepitosamente. Negarlo era inútil, había algo en ese hombre que encendía un fuego imposible de apagar dentro de ella. Un fuego que amenazaba con consumirla por completo.
Días después, la Catedral de Palermo lucía resplandeciente, decorada hasta el último rincón con hermosos arreglos florales y llamativas guirnaldas doradas.
El ambiente era opulento y ostentoso, reflejando el poder y riqueza de los clanes mafiosos que se daban cita para celebrar la boda del año.
Marcus esperaba frente al altar, su mandíbula estaba tensa, su expresión dejaba notar su incomodidad mal disimulada, vestía un elegante traje a la medida en color negr* que no lograba ocultar la rigidez de sus hombros ni la frialdad de su mirada.
La marcha nupcial anunció la llegada de la novia, todos los invitados se giraron hacia la entrada, Miranda apareció del brazo de su padre, lucía un vestido de princesa que rayaba en lo grotesco.
El corpiño estaba completamente cubierto de cristales de Swarovski que destellaban cegadoramente, mientras la falda estaba formada por capas de tul y encaje. El velo de seda caía hasta el suelo desde una diadema de brillantes que resaltaba entre sus rizos rojizos.
Miranda avanzó por el pasillo contoneándose de manera exagerada, agitando su ramo de orquídeas importadas y regalando sonrisas a diestra y siniestra. Sus ojos brillaban de vanidad al saberse el centro de todas las miradas. Junto a ella, Dianco se sentía orgulloso, satisfecho de ver cumplido su capricho de casar a su hija con un hombre tan codiciado.
Al llegar al altar, Miranda prácticamente se arrojó sobre Marcus, colgándose de su brazo con una risita empalagosa.
—¡Marcus, amor mío! ¿No estoy absolutamente divina? ¡Soy la novia más hermosa que ha pisado Sicilia! —exclamó con voz chillona.
Marcus se mantuvo rígido, tratando de forzar una sonrisa.
—Claro, querida. Luces... encantadora —masculló entre dientes.
La ceremonia dio comienzo, cuando llegó el momento de los votos, Miranda tomó la palabra con entusiasmo:
—Marcus, mi amor, prometo serte fiel y complacerte en todo como la esposa perfecta que soy. Juro amarte y adorarte hasta que la muerte nos separe, y hacerte el hombre más feliz del mundo con mi belleza y elegancia.
Se oyeron risitas disimuladas entre los invitados ante semejante cursilería. Marcus puso los ojos en blanco imperceptiblemente antes de decir sus votos con desgana:
—Yo, Marcus, te tomo a ti, Miranda, como mi legítima esposa, prometo serte fiel y protegerte con mi vida ante cualquier adversidad. Acepto amarte y respetarte todos los días de mi existencia —tuvo que hacer un gran esfuerzo para que salieran esas palabras.
El sacerdote los declaró marido y mujer, y Miranda se abalanzó sobre Marcus para darle un beso ansioso que provocó más de una mueca entre el público.
Él se mantuvo serio, dejándose besuquear con resignación mientras su mente volaba inevitablemente hacia Maya y los recuerdos de su apasionado encuentro.
La fiesta que siguió fue un derroche de lujo y extravagancia, había fuentes de champán, mesas repletas de manjares exóticos, una orquesta en vivo y hasta un espectáculo de fuegos artificiales.
Miranda se paseaba entre los invitados luciendo su anillo de bodas de diamantes como si fuera un trofeo, mientras se colgaba del brazo de Marcus posesivamente.
—¡Marcuuuus, cariño! ¿No es todo simplemente perfecto? ¡Somos la pareja ideal! —Exclamaba Miranda, dándole besos en la mejilla.
Marcus frunció el ceño, intentando zafarse de su agarre.
—Sí, querida, es una fiesta preciosa —dijo entre dientes.
Pero Miranda no captaba las indirectas, y seguía acosándolo con su pegajosa presencia.
—¡Oh, Marcus, no puedo esperar a que estemos solos en nuestra noche de bodas! Te demostraré lo buena esposa que puedo ser —insinuó, guiñándole un ojo.
Marcus sintió ganas de salir huyendo ante la sola idea de estar solo con ella, la sola idea de consumar ese matrimonio le provocaba náuseas.
Cada vez que Miranda lo tocaba, no podía evitar compararla con Maya.
La fiesta se alargó hasta altas horas de la noche, para satisfacción de los invitados. Marcus, en cambio, contaba los minutos para poder irse de una vez.
Cuando al fin pudo escaparse a la habitación nupcial con la excusa de cambiarse, dejó escapar un suspiro de agotamiento.
Se miró al espejo, desanudándose la corbata.
—¿Qué demonios estoy haciendo con mi vida? —murmuró para sí mismo —casarme con esa niña mimada... ¿En qué estaba pensando? Esto es un completo circo.
Cerró los ojos con fuerza, imaginando el rostro de Maya, su mirada cálida, su sonrisa traviesa, la suavidad de su piel bajo sus manos... La echaba tanto de menos que dolía.
—Maya... Ojalá fueras tú quien estuviera a mi lado en este momento, daría cualquier cosa por tenerte entre mis brazos una vez más...—susurró con voz quebrada.
Pero había sido él quien la alejó de manera fría, no quería exponerla a lo que se avecinaba, además, de no casarse con la hija de Dianco De Luca, le hubiera cobrado una muy cara factura, necesitaba esa alianza.
Unos golpes en la puerta lo sacaron de sus pensamientos
—¡Marcus, cariño! ¿Estás listo para mí? —preguntó Miranda desde el otro lado.
Marcus respiró profundamente, armándose de valor.
—Ya voy, querida, solo dame un minuto —respondió con un falso entusiasmo.
Esa noche sería muy larga... Y él sólo podía pensar en cuánto deseaba que fuera Maya quien estuviera esperándolo al otro lado de esa puerta. Pero ya era demasiado tarde para lamentarse. Ahora debía seguir adelante con el plan trazado y aferrarse a la esperanza de que algún día, quizás, podría volver a estar con ella…
—Ojalá puedas perdonarme algún día, Maya...— murmuró para sí mismo.
Marcus abrió la puerta de la habitación nupcial, encontrándose con una imagen que le hizo parpadear incrédulo.
Miranda lo esperaba con una sonrisa seductora, vestida con un revelador negligé de encaje rojo, con encajes y transparencias por doquier.
Su cabello estaba recogido en un moño rodeado por una mini tiara de cristales, y su rostro estaba maquillado en exceso con labial rojo y sombras brillantes.
—¡Sorpresa, mi amor! ¿Qué te parece tu ardiente esposa? —ronroneó Miranda, contoneándose exageradamente.
Marcus tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no soltar una carcajada ante semejante espectáculo. Carraspeó incómodo, desviando la mirada.
—Vaya, Miranda... Eso es... Muy atrevido de tu parte —balbuceó, buscando desesperadamente una forma de escapar.
Miranda se acercó a él de manera seductora, o al menos eso intentaba. Sus tacones de aguja se enredaron en la alfombra, haciéndola trastabillar, Marcus la sujetó por reflejo, encontrándose con el rostro de Miranda a escasos centímetros del suyo.
—¡Oh, Marcus! ¡Mira cómo me pones con tu virilidad! Estoy tan excitada… —susurró ella con voz que pretendía ser sensual.