Amar a Marcus Arched

1270 Palabras
Maya se acurrucó en un rincón, abrazándose las rodillas mientras las lágrimas le mojaban la cara, se sentía agotada, con una presión enorme dentro de su pecho. Deseaba poder salir corriendo de ahí, alejarse, quería dejar atrás a Marcus, a su madre, y todo ese dolor que no la dejaba respirar. Pero no había manera, sabía que estaba atrapada, pagando por lo que había hecho, y lo peor era que, en el fondo, sentía que se lo merecía. Mientras tanto, Marcus llegaba a la mansión donde vivía con Miranda, ella lo esperaba en la entrada, con esa sonrisa empalagosa que siempre ponía cuando quería algo. Se le acercó, pegándose a él como siempre lo hacía. —Bienvenido, amor —dijo con voz melosa, dándole un beso en la mejilla— te extrañé demasiado. ¿Qué tal si subimos y nos ponemos cómodos? Marcus sintió un asco que apenas pudo esconder, pero se obligó a sonreír, aunque le costara. —Dame un segundo para lavarme la cara, y voy contigo —dijo, buscando cualquier excusa para alejarse. Se metió al baño y cerró la puerta sintiendo alivio, se sentía cansado, y sus pensamientos estaban revueltos, se echó agua fría en la cara, esperando que eso le ayudara a pensar claro, pero no sirvió de nada. La verdad era que no podía sacarse de la cabeza a Maya, ¿Cómo iba a meterse en la cama con Miranda cuando todo en él quería estar en otro lado? ¿Cómo iba a fingir que sentía algo cuando solo había un hueco en su pecho? Suspiró, sintiéndose atrapado, resignado se dirigió hacia el dormitorio, tal vez estar con Miranda lo distraería, aunque fuera por un rato. Ella lo esperaba en la cama, completamente desnuda, sonriendo, de una manera que pretendía ser sexy, pero no lo era. Marcus apretó los labios, se sentía disgustado en lugar de excitado, se quitó la ropa con desgano, y se acostó junto a ella. Mientras la tocaba, cerró los ojos, intentando imaginar qué era Maya la que estaba ahí, pero no había forma de engañarse, los labios de Miranda eran fríos, y su piel no tenía ese calor que él recordaba en Maya. Todo en ella parecía vacío, terminó rápido, sin preocuparse por Miranda, en cuanto pudo, se levantó y se encerró en el baño otra vez. Abrió la ducha y dejó que el agua caliente le cayera encima, frotándose la piel como si pudiera quitarse el olor de su esposa. Se quedó bajo el agua, pensando en qué demonios estaba haciendo con su vida. ¿En qué momento se había convertido en un tipo que fingía amor por una mujer a la que no soportaba, mientras su corazón estaba con otra? En la habitación, Miranda seguía en la cama, sonriendo, satisfecha, estaba convencida de que tendría a Marcus en la palma de su mano. Se acurrucó entre las sábanas, imaginándose a sí misma como la reina de Sicilia, con todo el poder y el dinero que eso traía. Se durmió soñando con ese futuro brillante. A la mañana siguiente, Marcus bajó a desayunar, bajo sus ojos había unas oscuras ojeras que delataban una noche sin dormir, estaba de mal humor, Miranda apareció poco después, sonriendo, se acercó y lo besó en los labios. —Buenos días, amor —dijo, colgándose de su cuello— gracias por lo de anoche, estuvo increíble. Marcus se obligó a sonreír, aunque sentía la necesidad de limpiarse la boca para borrar ese beso. —Me alegra que te gustara —respondió, desviando la mirada. Miranda se sentó a su lado y empezó a hablar sin parar: que si quería invitar a no sé quién a cenar, que si iba a comprar un vestido nuevo, que si tal fiesta. Marcus apenas la escuchaba. Su cabeza estaba en otro lado, en unos ojos llenos de lágrimas que no podía olvidar. De repente, un ruido los interrumpió, una joven sirvienta dejó caer una bandeja con café, y el líquido salpicó la alfombra. Miranda se puso de pie de un salto, con la cara roja de rabia. —¡Estúpida! ¿No puedes hacer nada bien? —gritó, dándole una cachetada a la chica—. ¡Limpia esto ahora mismo y luego lárgate! ¡Estás despedida! La sirvienta, con lágrimas en los ojos, se agachó a limpiar, temblando. Marcus miró la escena con furia, cada segundo que pasaba, sentía más desprecio por Miranda. ¿Cómo podía tratar así a alguien? Pero claro, se recordó, Miranda no tenía corazón. Solo una piedra fría en su lugar. No aguantó más, se levantó de la mesa y salió del comedor sin decir una palabra, ignorando que Miranda lo llamaba, necesitaba salir de ahí, al lado de esa mujer sentía que se asfixiaba. Mientras manejaba hacia la villa donde tenía a Maya y a su madre, intentó poner sus pensamientos en orden, no podía seguir viviendo así, fingiendo que todo estaba bien cuando su alma gritaba por Maya. Pero tampoco podía dejar a Miranda, no cuando había demasiadas cosas que dependían de ese matrimonio. Y aunque amaba a Maya, no podía perdonarla por lo que había hecho. Cuando llegó a la villa, vio a Dan saliendo de la habitación de Maya, por su gesto Marcus supo que había problemas. —¿Qué pasa, Dan? —preguntó Marcus, preocupado—. ¿Tuviste problemas con ellas? Dan apretó los puños, como si quisiera golpear algo. —La madre de Maya es un maldito monstruo, tiene a la chica durmiendo en el suelo mientras ella usa la cama. No para de insultarla, de hacerla sentir como basura, incluso delante de mí. Marcus sintió un pinchazo en el pecho, primero de pena por Maya, luego de rabia contra Rita. ¿Cómo podía una madre tratar así a su hija? —¿Y qué hiciste? —preguntó, aunque ya se imaginaba la respuesta. Dan bajó la mirada, como si le diera vergüenza. —Les traje el desayuno y pedí que trajeran otra cama para Maya. Sé que no fue lo que dijiste, Marcus, pero no podía dejarla así. Espero que lo entiendas. Marcus suspiró, pasándose una mano por la cara, debería estar molesto con Dan por no seguir órdenes, pero no podía culparlo. Si él no estuviera tan cegado por la rabia, habría hecho lo mismo. —Está bien, Dan —dijo al fin—. Hiciste bien, pero que no se repita. No quiero que Maya piense que puede aprovecharse de ti. —No lo hará —dijo Dan, con gesto serio— esa chica está destruida, Marcus. No tiene fuerzas ni para levantarse del suelo. Esas palabras le cayeron como un balde de agua fría. La idea de Maya rota, sufriendo por culpa de su madre, le dolió en el alma. Pero no podía ceder, no podía mostrar que le importaba. —Mantenme al tanto —dijo, cortante, antes de dar la vuelta y alejarse. Mientras caminaba hacia su despacho, un pensamiento llegó a su mente: ¿Qué estoy haciendo? ¿En qué clase de persona me he convertido, dejando que la mujer que amo sufra así? En la habitación en la que estaba prisionera, Maya estaba en la cama que Dan había hecho traer. Miraba el techo, fijamente, a su lado, Rita dormía en la otra cama. Maya no podía creer que su vida hubiera llegado a ese punto. ¿Cómo pasó de ser una escritora exitosa a estar encerrada, prisionera del hombre que debería odiar? Pero, por más que lo intentara, no podía negarlo: lo amaba. Lo amaba con todo lo que era, aunque eso la estuviera rompiendo por dentro.
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