Punto de vista de Charlotte
La cena transcurría entre risas y conversaciones cruzadas. Mis abuelos estaban más animados que de costumbre, y verlos sonreír me llenaba de cierta paz. Scarlet estaba feliz de verlos; hacía meses que no teníamos tiempo para compartir una noche así, sin interrupciones ni asuntos pendientes.
Carl se sentaba a mi lado, hablando animadamente con mi abuelo sobre negocios, mientras yo solo fingía escuchar. Mi atención se perdía entre los sonidos de los cubiertos, las luces cálidas del comedor y las miradas que se cruzaban en silencio.
Por desgracia, también estaba ahí ella Margot, mi prima. Hija de mi insoportable tía. Siempre tan perfecta, tan encantadora a los ojos de los demás, y tan irritante para mí. Cada palabra suya era una mezcla de presunción y falsa dulzura.
Mi abuela, con esa sonrisa entrañable que nadie podía contradecir, rompió el murmullo de la conversación.
—Cariño, por cierto —dijo mirándome con cariño, pero con ese brillo curioso que solo las abuelas tienen.
—¿cuándo tú y Carl se casarán? Ya llevan muchos años juntos… yo quiero bisnietos.
Sentí cómo la sangre me subía al rostro mientras Margot sonreía con evidente satisfacción, disfrutando del momento.
Forcé una sonrisa.
—Abuela… —empecé, buscando palabras que sonaran naturales. —No hay prisa para eso.
Ella rió suavemente, sin notar mi incomodidad, mientras Carl me miraba de reojo con una expresión que no supe descifrar.
Sonreí por cortesía, pero por dentro sentía cómo la incomodidad me apretaba el pecho. Mi abuela seguía hablando, llena de entusiasmo, como si el tema del matrimonio fuera una simple conversación más entre platos y copas de vino.
Sin embargo, cada palabra suya me pesaba. No porque no quisiera verla feliz, sino porque no todo era tan sencillo como ella imaginaba.
Carl seguía conversando con mi abuelo, completamente ajeno al torbellino que me provocaban aquellas preguntas.
A veces me preguntaba si realmente entendía la presión que cargaba sobre mis hombros. Todos esperaban algo de mí una boda, una vida perfecta, la sonrisa constante y yo solo quería un respiro.
Margot, por supuesto, aprovechó el momento para intervenir.
—Bueno, abuela —dijo con esa voz empalagosa que tanto detestaba.
—Quizás Carl todavía no está seguro. Ya sabes, los hombres necesitan su tiempo.
Su sonrisa fue tan dulce como venenosa. Sentí el impulso de responder, pero me contuve. No valía la pena. Solo respiré hondo, manteniendo la compostura.
—No todos medimos el amor con el mismo reloj, Margot —dije al fin, con una calma ensayada que me costó mantener.
—Algunos preferimos construir algo real antes de apresurarnos.
El silencio que siguió fue breve, pero suficiente para marcar una diferencia. Vi cómo mi abuela cambiaba de tema, riendo, intentando suavizar la tensión, mientras Margot me lanzaba una mirada que entendí a la perfección esto no había terminado.
Bajé la vista hacia mi plato, fingiendo interés en la comida. Sentí la mano de Carl sobre la mía. Su toque fue suave, firme, y en ese instante todo el ruido de la mesa pareció desvanecerse.
—No hay prisa, Margot —dijo con su voz tranquila, esa que siempre lograba calmarme.
—Cuando sea el momento, será. Amo mucho a Charlotte, y ella es una excelente abogada. Todo llegará a su tiempo.
Levanté la mirada hacia él. Su sonrisa era serena, pero conocía bien ese brillo en sus ojos, el de alguien que sabe exactamente lo que quiere, incluso si no lo dice en voz alta.
Por eso lo amaba. Porque sabía leerme sin necesidad de palabras, porque me defendía sin convertirlo en un espectáculo. Era comprensivo, paciente… pero también determinado. Y aunque su calma me reconfortaba, a veces esa misma seguridad me recordaba lo distinto que éramos.
La conversación en la mesa retomó su curso, pero yo ya no escuchaba nada. Solo sentía el calor de su mano aún entrelazada con la mía, y esa certeza silenciosa de que, tarde o temprano, algo tendría que cambiar entre nosotros.
Después de la cena, todos nos trasladamos a la sala. El ambiente estaba lleno de risas y comentarios alegres; mis abuelos parecían más animados que nunca.
De pronto, mi abuelo se levantó con una sonrisa cómplice y sacó un pequeño estuche de su bolsillo.
—Scarlet, querida —dijo con ese tono amoroso que siempre usaba con nosotras, —esto es para ti.
Le entregó un juego de llaves. Scarlet lo miró confundida por un segundo, hasta que mi abuela añadió, emocionada.
—Es tuyo, cariño. Un apartamento, para que empieces tu propio camino.
Por un instante, el silencio se llenó de asombro, y luego Scarlet estalló en gritos de felicidad. Saltó del sofá, abrazó a nuestros abuelos con fuerza y comenzó a reír, incapaz de contener su emoción.
Yo sonreí, contagiada por su alegría. Estaba genuinamente feliz por ella… pero al mismo tiempo, una pequeña punzada de tristeza me atravesó.
Mi hermanita. La misma que se quedaba dormida a mi lado viendo películas, que me pedía ayuda para todo, que juraba que jamás crecería… ahora estaba lista para vivir sola.
Supongo que debía aceptarlo Scarlet había crecido, y yo debía aprender a soltar un poco.
Carl, que observaba la escena con una sonrisa discreta, se acercó a ella.
—Y de mi parte —dijo, sacando un sobre blanco, —un pequeño obsequio.
Scarlet lo abrió y, al ver el contenido, soltó un grito aún más alto.
—¡Un viaje a Grecia!
Reí al verla tan emocionada.
—Grecia… claro que sí —murmuré con cariño. — Desde pequeña te obsesionaba Hércules y toda esa historia mitológica.
Ella me abrazó con fuerza, los ojos brillándole de emoción.
—Lo sé —dijo riendo, —pero esta vez lo veré con mis propios ojos.
Y en ese instante, mientras todos reían, comprendí que ese momento quedaría grabado en mi memoria. Un cierre silencioso de una etapa… y el comienzo de otra, para ambas.
La emoción seguía flotando en el aire. Scarlet no dejaba de sonreír, abrazando a nuestros abuelos una y otra vez, agradecida, radiante. Todos la mirábamos con cariño, celebrando su alegría.
Esperé a que el bullicio bajara un poco antes de acercarme con mi propio obsequio. Llevaba días pensando en qué podría darle algo que realmente significara algo más que un objeto.
Saqué de mi bolso un pequeño paquete envuelto en papel azul, con un lazo blanco.
—Este es de mi parte —dije suavemente, entregándoselo.
Scarlet me miró con curiosidad y comenzó a desenvolver con cuidado. Dentro encontró un marco con una fotografía papá, mamá, ella y yo, en nuestro parque favorito. Fue tomada unos meses antes de… aquello.
A un lado, un viejo oso de peluche descansaba sobre el papel. El mismo que ella solía abrazar cada noche cuando los recuerdos se volvían demasiado duros.
Por un momento no dijo nada. Solo miró la foto, sus labios temblando ligeramente, hasta que las lágrimas comenzaron a caerle por las mejillas.
—Es el mejor regalo de todos, hermanita —susurró, abrazando el oso con fuerza. —Gracias.
Sentí que algo se me quebraba por dentro, pero la abracé con una sonrisa.
—Solo quería que tuvieras un pedacito de ellos contigo —le dije, conteniendo mi propia emoción.
—No importa dónde vayas, siempre estarán contigo… y yo también.
Nos abrazamos en silencio, aferrándonos una a la otra como cuando éramos niñas. El resto de la familia nos miraba sin decir palabra, respetando ese instante.
Incluso Margot guardó silencio, como si comprendiera que no había espacio para nada más que ese recuerdo compartido.
Y por un momento, sentí paz. Una paz dulce y frágil, como si nuestros padres, de algún modo, siguieran allí con nosotras.
La noche fue apagándose poco a poco. Las risas se fueron mezclando con bostezos y despedidas, hasta que la casa volvió a llenarse de ese silencio amable que solo queda después de un día largo.
Scarlet se había ido a dormir temprano, todavía abrazando el oso que le regalé. La escuché reír entre sueños al cerrar la puerta de su habitación, y no pude evitar sonreír.
Me quedé en la sala, con las luces bajas y una copa de vino entre las manos. Todo estaba en calma, pero dentro de mí, algo se movía con la delicadeza de un recuerdo.
Tomé la fotografía que había impreso para Scarlet, había hecho una copia para mí y la observé bajo la tenue luz de la lámpara.
Papá sonreía como si el mundo le perteneciera, mamá tenía esa mirada serena que podía calmar cualquier tormenta, y nosotras, pequeñas, reíamos sin saber lo frágil que era la felicidad.
Pasé el pulgar sobre el rostro de mi madre en la imagen, sintiendo ese nudo familiar en la garganta.
—Ojalá pudieran vernos ahora —murmuré.
El silencio me respondió. Solo el tic-tac del reloj llenaba la habitación, recordándome que el tiempo no se detiene por nadie.
Me recosté en el sofá y dejé que los pensamientos me envolvieran. Scarlet estaba creciendo, construyendo su propio camino… y yo, por más que intentara no admitirlo, me sentía un poco vacía sin ella.
Pero también orgullosa. Orgullosa de lo que éramos, de cómo habíamos sobrevivido a tanto.
Apagué la lámpara y, por un instante, juraría que escuché la risa de mamá en algún rincón de la memoria.
Cerré los ojos y dejé que la nostalgia me arrullara, con la certeza de que, aunque el tiempo nos cambiara, seguiríamos siendo familia.
Siempre...