Capitulo V

1311 Palabras
Punto de vista de Giovanni Lucrecia cruza los brazos, visiblemente molesta por mi rechazo. —De acuerdo —dice con voz tensa, —pero ¿cuándo les dirás a todos que soy tu mujer? Levanto el rostro, arqueando una ceja.Una sonrisa apenas perceptible se dibuja en mi rostro antes de soltar una breve risa incrédula. —¿Qué acabas de decir? —respondo. Me incorporo de la silla, guardando las manos en los bolsillos mientras camino hacia ella. Cada paso resuena en el silencio que nos rodea. Cuando quedo frente a frente con Lucrecia, puedo ver la tensión en sus ojos, esa mezcla de orgullo y vulnerabilidad que siempre intenta disimular. —Sabes perfectamente cómo es esto —digo en voz baja, sin apartar la mirada. —Además... tú misma te encargaste de que fuera así, ¿o no? Por un instante, ella duda. Sus labios se entreabren, pero no dice nada. Solo se queda ahí, con los brazos aún cruzados, sosteniendo mi mirada como si buscara una respuesta que ya conoce. —No todo depende de mí, Giovanni —murmuro finalmente, apenas audible. —No esta vez. Sus palabras apenas rozan el aire, pero el peso que cargan es innegable. No esta vez. La observo en silencio. Hay algo en su mirada que no había visto antes… una mezcla de cansancio y desafío. No es la Lucrecia que suele buscar tener la última palabra; esta vez parece sostenerse solo por orgullo. Doy un paso hacia ella, lento, medido. No la toco. No aún. —Siempre dices eso —murmuro, —pero cuando llega el momento, eres tú quien se adelanta a decidir por los dos. Ella desvía la mirada apenas un instante, lo suficiente para confirmar lo que sospecho no tiene una respuesta. El silencio vuelve, pesado, espeso. Podría decirle muchas cosas reproches, verdades, o incluso lo que realmente me pasa por la cabeza cada vez que la veo así, pero no lo hago. En cambio, respiro hondo y me obligo a mantener la distancia. —No todo se resuelve con querer tener razón, Lucrecia —digo finalmente, con voz baja pero firme. —A veces… simplemente se acaba. No hay gritos, ni lágrimas. Solo ese silencio entre ambos que dice mucho más de lo que cualquiera de los dos se atrevería a admitir. Lucrecia abre la boca, a punto de decir algo, pero la puerta se abre de golpe. Marcelo aparece en el umbral, con el rostro tenso y el aliento corto. —Disculpe, señor… pero tengo malas noticias sobre el cargamento de drogas (cargamento Ma*****a). El silencio se corta en seco. Siento cómo la tensión me recorre los hombros, helándome la sangre. No era el momento, y sin embargo, sabía que tarde o temprano algo así pasaría. Respiro despacio, intentando contener el impulso de reaccionar. —Por favor, sal ahora —le digo a Lucrecia sin mirarla. —Necesito arreglar algo con Marcelo. Mi tono no deja espacio para réplica. Ella me observa unos segundos, intentando descifrar qué tanto hay de ira y qué tanto de preocupación en mi voz. Lo sabe. Sabe que estoy furioso. Sin decir una palabra más, se da la vuelta y sale de la oficina. El sonido de la puerta al cerrarse resuena como un eco de lo que acaba de quedar entre nosotros: una conversación suspendida, una herida más sin cerrar. Me paso una mano por el rostro antes de mirar a Marcelo. —Bien —digo con voz controlada, —dime exactamente qué pasó. Marcelo baja la mirada apenas un segundo antes de hablar, como si temiera la forma en que reaccionaría. —El cargamento fue interceptado antes de llegar al puerto —dice con voz baja. —Perdimos contacto con el equipo que lo escoltaba, y... todo indica que alguien filtró la ruta. Aprieto la mandíbula. Siento la sangre latir en mis sienes, pero mantengo el rostro impasible. —¿Cuándo ocurrió? —pregunto, midiendo cada palabra. —Hace unas tres horas, señor. Ya enviamos hombres a rastrear, pero.. Levanto una mano, y él calla de inmediato. Camino lentamente hasta el ventanal, observando la ciudad que se extiende bajo la lluvia. El reflejo en el vidrio me muestra a Marcelo, inmóvil, esperando una orden o una sentencia. —No necesito intentos —digo al fin, con voz fría. —Necesito resultados. Si hubo una filtración, alguien hablará… y quiero saber quién. —Sí, señor. Me giro hacia él, la calma aparente más peligrosa que cualquier grito. —Y Marcelo... —añado, deteniéndome un segundo antes de terminar la frase. —Si descubres que alguien de los nuestros estuvo involucrado… elimínalo. Marcelo asiente con un leve movimiento de cabeza antes de salir de la habitación. Cuando la puerta se cierra, el silencio vuelve a ocuparlo todo. Me quedo solo, mirando el vacío. Ahora no solo habían atacado el cargamento de armas sino de drogas también. Las cosas se estaban complicando y no era bueno. Cierro los ojos un instante, sintiendo cómo la rabia me quema por dentro. Todo se está complicando demasiado rápido, y eso nunca es buena señal. El sonido del teléfono interrumpe mis pensamientos. Miro la pantalla y el nombre que aparece me hiela más que cualquier amenaza mi padre. Contengo un suspiro antes de responder. —Padre, ahora no es el momento —digo, intentando mantener la calma. Pero su voz, grave y autoritaria, me corta de inmediato. —Necesito hablar contigo, hijo. Es algo importante. Me quedo en silencio unos segundos, la mirada fija en el vacío. Cada vez que dice esas palabras, algo cambia. Nunca es un aviso sin peso. —¿De qué se trata? —pregunto finalmente. —De lo que te mencioné antes —responde con esa calma inquietante que siempre utiliza cuando está planeando un movimiento grande. —Hay una nueva ficha en nuestro tablero. Su tono no deja lugar a dudas no habla de negocios, sino de poder. Aprieto el teléfono con fuerza. —¿Y qué papel juega esa ficha, exactamente? Escucho una breve pausa del otro lado, luego un suspiro. —Uno que podría cambiarlo todo, Giovanni. Pero para eso… tendrás que decidir qué estás dispuesto a perder. La llamada se corta antes de que pueda responder. Miro el dispositivo en mi mano, el eco de sus palabras aún resonando en mi cabeza. Por primera vez en mucho tiempo, siento que algo grande se aproxima, algo que ni siquiera yo podré controlar por completo. Tomo mi abrigo y salgo de la oficina. Como siempre, mis hombres me siguen a unos pasos de distancia, silenciosos, moviéndose como sombras bien entrenadas. El eco de sus pasos acompaña el murmullo de mis propios pensamientos. ¿Qué más podía querer mi padre? Ya había tomado el control, ya era el líder. Había hecho todo lo que él me pidió... y más. ¿Qué podía exigirme ahora que no hubiera sacrificado ya? Miro la pantalla de mi tablet mientras el auto avanza. Los informes llegan uno tras otro, llenos de cifras, pérdidas y rutas comprometidas. Intento ordenar el caos, pero cada nuevo dato confirma lo mismo: nos atacaron con precisión quirúrgica. Alguien sabía exactamente dónde golpear. Paso una mano por el rostro y exhalo despacio. No puedo permitirme distracciones. No hoy. Cuando levanto la vista, el vehículo ya se ha detenido. Afuera, la imponente villa de la familia se alza entre las sombras del atardecer. Las luces del pórtico se reflejan en el metal n***o del auto, y por un instante, siento el peso de todos los años que esa casa ha cargado sobre mis hombros. La puerta se abre. —Señor, hemos llegado —dice uno de mis hombres. Asiento en silencio y bajo del vehículo. El aire frío me golpea el rostro, y con él, esa sensación conocida de que lo que me espera adentro no será una simple conversación familia.
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