Punto de vista de Giovanni
El aire de la noche olía a metal y sal. Afuera del almacén, el ruido lejano del puerto seguía su ritmo constante, indiferente a todo lo que acababa de ocurrir.
Encendí un cigarro. La brasa iluminó mis manos por un segundo y el humo se perdió en la oscuridad.
“Il Dottore.” El nombre seguía repitiéndose en mi cabeza, una y otra vez. No era solo un apodo. Era una sombra. Una que creí haber enterrado años atrás.
Saqué el teléfono del bolsillo interior del abrigo. No usé el número habitual. Había un aparato, uno viejo, con línea encriptada, que solo servía para una cosa: llamar a él.
Marqué lentamente.
Uno… dos… tres tonos...
Luego, una voz grave, distorsionada, contestó.—No esperaba tu llamada, Giovanni.
Me quedé en silencio un momento. Era curioso escuchar ese tono de calma. Esa calma que siempre antecedía al caos.
—No esperaba tener que hacerla —respondí, dejando caer la ceniza.
—Pero hay un nombre que volvió a la mesa.
—Déjame adivinar —dijo la voz, casi divertida.—.Il Dottore.
Me tensé.—Así que tú también lo sabías.
—Yo sé muchas cosas —replicó con tranquilidad.—Lo que tú no sabes es por qué está de vuelta.
Guardé silencio, esperando. Él siempre disfrutaba tener la ventaja.
—El juego cambió, Giovanni. No es solo una traición. Es una reorganización. Los Varela no se mueven solos. Y si “Il Dottore” volvió a actuar, significa que alguien dentro de tus filas lo dejó entrar.
Miré hacia el almacén. Podía oír los murmullos de mis hombres adentro, el sonido de las cadenas moviéndose.
—¿Estás insinuando que tengo otro traidor?
—No lo insinúo —respondió. —Lo afirmo. Y no está tan lejos de ti como crees.
El silencio se extendió. Solo el murmullo del viento entre los contenedores lo rompía.
—¿Qué quieres a cambio de la información? —pregunté finalmente.
La voz soltó una risa breve.
—Lo mismo que siempre, Giovanni. Tu palabra.
Apreté la mandíbula. Hacía años que no le debía nada a ese hombre. Y ahora, con solo una llamada, el pasado estaba de vuelta.
—Tendrás lo que pidas —dije, antes de colgar.
El cigarro se había consumido por completo. Lo dejé caer, observando cómo la brasa se apagaba en el suelo húmedo. En el reflejo del vidrio del auto, pude ver mi propio rostro cansado, endurecido, pero más decidido que nunca.
Su voz seguía ahí, en mi cabeza. “Tu palabra.” Solo una persona en este mundo usaba esa frase como moneda.
Matteo Ricci. El nombre todavía tenía peso. Había sido mi hermano no de sangre, pero sí de vida. Crecimos juntos, ambos nos entrenaban con los mas fuertes de la organización, donde no fue nada fácil para ninguno, soñando con un futuro donde el poder nos perteneciera. Y por un tiempo, lo logramos.
Hasta que él me traicionó. O al menos eso creí. Hace cinco años, durante la guerra con los DeLuca, Matteo desapareció después de filtrar información que nos costó a tres hombres. Juré que, si algún día lo volvía a encontrar, no habría palabras, solo balas.
Y sin embargo… cuando su voz sonó esta noche, no sentí odio. Sentí el regreso de algo más peligroso la duda.
Encendí otro cigarro y subí al auto. La lluvia comenzaba a caer, golpeando el parabrisas con la misma cadencia que mis pensamientos.
¿Era posible que Matteo no hubiera sido el traidor?
¿Y si “Il Dottore” había estado detrás desde el principio, moviendo las piezas para enfrentarnos?
Tomé el teléfono otra vez. Había un mensaje nuevo, sin remitente visible:
“El juego no terminó, fratello. Nos vemos donde empezó todo.”
El mensaje venía acompañado de una dirección. La vieja bodega de Via Torino, donde Matteo y yo hicimos nuestro primer trato hace más de una década.
Apreté el volante. El pasado me estaba llamando, y no era algo que pudiera ignorar.
El motor rugió mientras la ciudad dormía bajo la lluvia. En el reflejo del retrovisor, las luces se alargaban como cicatrices luminosas.
Sabía que si iba, no habría vuelta atrás. Pero si no lo hacía, seguiría siendo el hombre que permite que el pasado lo domine.
Matteo Ricci. El hombre que me enseñó a confiar…y el primero en demostrarme que no debía hacerlo jamás.
La lluvia caía con furia cuando llegué a Via Torino. El pavimento brillaba bajo las luces mortecinas de los postes, y el olor a humedad y óxido me devolvió de golpe a otra época.
La bodega seguía allí, envejecida pero firme, como si esperara mi regreso.
Cada paso que di dentro del edificio resonaba entre las paredes desnudas. El eco de mis botas se mezclaba con el goteo del agua filtrándose por el techo.
Allí, en aquel mismo suelo, Matteo y yo habíamos sellado nuestro primer pacto: “Nada por encima de la palabra.”
Una promesa que ahora pesaba como una maldición. —Llegas tarde, Giovanni.
Su voz surgió de la penumbra. Grave, rasposa… familiar. Giré lentamente.
Matteo estaba de pie junto a una columna, envuelto en un abrigo oscuro. Su rostro tenía más líneas, más sombras. Pero sus ojos… esos seguían siendo los mismos astutos, calculadores, peligrosos.
—Cinco años no son nada, ¿eh? —dije, con una media sonrisa amarga.
Él dio un paso al frente.
—Cinco años son una eternidad cuando te persiguen tus propios fantasmas.
Nos quedamos frente a frente, midiendo el peso del silencio. Por un instante, el pasado se superpuso al presente dos jóvenes con hambre de poder, riendo, soñando… y luego, la traición.
—“Il Dottore.” —Solté el nombre sin rodeos. —Sabes por qué estoy aquí.
Matteo asintió.
—Lo sé. Y también sé que no fui yo quien vendió tus rutas a los DeLuca.
Lo observé con cautela. —Tienes pruebas.
Sacó de su abrigo un sobre manila, manchado por la lluvia.
—Tenía que desaparecer, Giovanni. Si me quedaba, me mataban. “Il Dottore” me usó como señuelo. Quería que desconfiaras de mí… y funcionó.
Tomé el sobre. Dentro había fotografías, nombres, documentos con sellos que reconocí al instante mi propio consejo interno, los que juraron lealtad eterna.
—No… —murmuré, sintiendo el peso de cada imagen. —Esto no puede ser.
—Lo es —respondió Matteo con voz firme.—No tienes un enemigo afuera, Giovanni. Lo tienes sentado a tu mesa.
El silencio volvió a caer. Solo el viento silbando entre las grietas.
—¿Por qué ahora? —pregunté al fin. — ¿Por qué regresar después de todo?
Matteo sonrió apenas, una sonrisa cansada.
—Porque el infierno que ayudamos a construir se está derrumbando… y alguien tiene que decidir si lo dejamos caer o lo volvemos a levantar.
Nos miramos en silencio. No había perdón, pero había entendimiento. Y eso, en nuestro mundo, era más valioso que cualquier disculpa.
A lo lejos, se escuchó un ruido metálico. Ambos giramos al mismo tiempo. El sonido no provenía de la lluvia. Alguien más estaba allí. Y no había venido a conversar.
El sonido volvió. Un golpe seco, metálico, desde la parte trasera de la bodega. Matteo levantó la mirada al mismo tiempo que yo. No dijo nada, pero su mano ya estaba sobre el arma.
—No venías solo, ¿verdad? —murmuré, sin apartar los ojos de la oscuridad.
—No esta vez —respondió él. Su tono era bajo, pero en él había una certeza que me heló la sangre.
El siguiente ruido fue distinto pasos. Múltiples. Rápidos. Luego, el estallido del primer disparo.
Las balas rebotaron en las paredes de concreto, rompiendo los vidrios viejos y llenando el aire de polvo. Me lancé tras una columna mientras Matteo rodaba hacia una caja oxidada. El eco de los disparos era ensordecedor.
—¡Maldita sea! —grité, cargando mi arma.
—¡Te dije que esto no era una reunión social! —respondió Matteo desde el otro lado.
Asomé la cabeza justo a tiempo para ver dos figuras entrar por el pasillo lateral. Disparé. Uno cayó de inmediato, el otro se ocultó tras una viga.
El olor a pólvora se mezclaba con el de la humedad, creando esa atmósfera familiar que solo aparece cuando la vida pende de un hilo.
Matteo corrió en diagonal, cubriéndome. Su precisión era la misma de siempre tres disparos, tres cuerpos en el suelo.
Por un segundo, nuestras miradas se cruzaron en medio del caos. No había tiempo para hablar, pero ambos sabíamos que algo en nosotros la vieja sincronía seguía viva.
El tiroteo duró apenas unos minutos, aunque se sintió como una eternidad. Cuando el último cuerpo cayó, el silencio volvió con un zumbido en los oídos.
Respiré hondo. El piso estaba cubierto de casquillos y polvo. Matteo se apoyó contra la pared, con una línea de sangre bajándole por el antebrazo.
—¿Estás bien? —pregunté, todavía apuntando al fondo por instinto.
—He tenido peores reuniones —dijo con una mueca que parecía una sonrisa.
Me acerqué a uno de los cuerpos y revisé el cuello. Una insignia. El símbolo era inconfundible la serpiente dorada, el emblema de mi propio consejo interno.
—Mierda… —susurré.
Matteo se inclinó para mirar.
—Te dije que era alguien dentro. Y si mandaron hombres aquí… significa que ya saben que tú y yo volvimos a hablar.
Me enderecé despacio, el arma aún firme en la mano. El eco de la lluvia seguía cayendo, ahora mezclado con el sonido distante de sirenas.
—Entonces ya no hay vuelta atrás —dije.
Matteo asintió, limpiando la sangre de su brazo con un trapo viejo.
—Nunca la hubo, fratello. Solo caminos distintos hacia el mismo infierno.
Nos miramos en silencio. Por primera vez en años, no éramos enemigos. Éramos supervivientes. Y lo que venía después… requeriría algo más que lealtad...