—Yo creo que... ¡Me vas a tirar al suelo! —exclamé, con voz temblorosa y cargada de miedo, cuando me encontré suspendida de la cama, entre sus brazos. —Leyla, se te olvida que soy tu esposo —dijo, como un sabelotodo, añadiéndole una pizca de arrogancia a sus palabras—. No es la primera vez que te cargo en brazos y no soy un debilucho. Inconscientemente, mis ojos fueron a dar sus brazos; grandes, gruesos, con músculos en la medida perfecta para poner a suspirar a cualquier mujer y dejarla pensando en qué cosas podrán hacer. Comenzó a caminar y yo cerré los ojos con fuerza y afinqué mis manos enroscadas a su cuello. —Dios... ¡Vas a botarme y voy a caer de culo en el suelo! —exclamé con dramatismo. —Qué boquita más sucia —replicó, divertido—. ¿Y con ella besas a tu esposo? Puse los ojos

