Parte 2
La noche cayó como una losa sobre Valdheim.
Elena despertó en la madrugada con una extraña sensación en el pecho. No sabía cuánto tiempo había dormido, pero la casa se sentía más fría, como si algo —o alguien— hubiese abierto todas las ventanas y dejado entrar el invierno.
Se levantó y bajó las escaleras. A cada paso, el crujido de la madera parecía más fuerte de lo que recordaba, como si los sonidos no pertenecieran a la casa, sino a otra cosa. La chimenea aún ardía con fuerza, pero el fuego no calentaba.
El cuaderno seguía sobre la mesa. Lo abrió otra vez.
A la luz del fuego, se detuvo en una página que la noche anterior no había notado: un diagrama de Valdheim, con marcas en puntos específicos —el bosque al norte, la colina del cementerio, el pozo seco cerca del molino, y su propia casa— todos conectados por líneas que formaban un símbolo: un ojo con tres pupilas.
“Los cuatro sellos de sangre guardan el límite. Si uno cae, el resto se debilita. Si todos caen, Él despierta.”
La nota estaba escrita con tinta negra, y debajo, con letra distinta —más temblorosa— un nombre: “Sombra de la boca abierta”.
Elena se frotó los brazos, sintiendo la piel erizarse. Todo aquello parecía sacado de un libro antiguo, pero cada palabra tenía un peso extraño, como si su madre lo hubiera escrito no para explicarse, sino para dejar una advertencia cifrada. Un mapa hacia algo oculto.
Cuando el reloj marcó las seis, se vistió y salió. Necesitaba respuestas.
El pueblo estaba cubierto de neblina, pero ahora parecía más espesa, como si tuviera voluntad. La gente la miraba al pasar. Algunos se apartaban, otros simplemente fingían no verla. No se oía música en ninguna casa. Ni risas. Solo puertas cerradas y pasos arrastrados.
La primera en hablarle fue la señora Branka, una anciana de cabello blanco que había sido amiga de su abuela. La encontró en el mercado, recogiendo raíces y pan.
—No deberías haber vuelto, niña —dijo sin mirarla—. Las Kovac no traen más que muerte.
—Mi madre murió —respondió Elena, conteniendo la rabia—. Y nadie me ha dicho cómo ni por qué.
—Porque no quieres saberlo —murmuró Branka, y le puso una mano en el brazo—. Hay verdades que te rompen los huesos desde dentro.
Antes de que pudiera preguntar más, la anciana se fue, desapareciendo entre la niebla como un susurro.
Elena siguió caminando. Las casas estaban llenas de símbolos extraños: pequeñas figuras de sal en los alféizares, ramas atadas con hilo rojo, puertas marcadas con cruces torcidas. No eran decoraciones. Eran protecciones.
—¿Contra qué? —susurró.
Al pasar frente a la iglesia antigua, el padre Marek apareció en la puerta. Su rostro, largo y pálido, se iluminó al verla.
—Elena Kovac… como el río que regresa a su cauce —dijo, con una sonrisa tensa.
—¿Sabe algo de la muerte de mi madre?
—Tu madre sabía demasiado. Por eso murió. —El tono era seco, como si repitiera una verdad incontestable.
—¿Y qué sabía?
El cura miró al cielo gris y murmuró una oración.
—Hay cosas que el Señor no perdona, niña. Pactos hechos en noches sin nombre. Tu madre cruzó una línea. Quiso protegerte, pero… todo tiene precio.
—¿Qué línea?
Él bajó la voz.
—Tu madre era la última guardiana. Pero falló. Y ahora tú llevas su sombra.
Elena sintió un nudo en el estómago.
—¿Guardiana de qué?
Marek la miró a los ojos por primera vez, y por un momento, el miedo puro cruzó su rostro.
—De lo que duerme bajo Valdheim.
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Más tarde, ya en casa, Elena se encerró en el estudio de su madre. Empezó a buscar entre los libros, los frascos, los cajones. Encontró cartas rotas, mapas de la región con anotaciones, páginas arrancadas de grimorios antiguos. Algunos hablaban de “El Umbral”, otros de “la r**a Vieja”, una mención a “los Devoradores de luz”.
Pero hubo un hallazgo que la hizo detenerse.
Un espejo.
Parecía ordinario, pero tenía símbolos grabados en el marco —los mismos del cuaderno. Cuando se miró en él, vio algo que la dejó sin aire.
Ella misma… pero con los ojos completamente negros. Sin pupilas. Sin alma.
Retrocedió, cayó al suelo, y el espejo se hizo añicos.
—¿Qué me está pasando? —susurró.
Esa noche no pudo dormir. Afuera, el viento ululaba entre los árboles, y los aullidos ya no eran lejanos.
Valdheim estaba despertando.
Y con él, algo más.