🌕El regreso de Elena – Parte 1
Parte 1
Valdheim olía a tierra mojada, a leña encendida y a secretos antiguos.
Ese olor, tan familiar como inquietante, golpeó a Elena Kovac en cuanto bajó del tren.
Era una estación diminuta, apenas un andén de madera vieja cubierta por un tejado a dos aguas. Las vigas crujían como si susurraran advertencias. El cartel oxidado que decía “Valdheim” colgaba torcido, y una neblina densa reptaba entre las tablas del suelo. No había nadie más allí. Ni un empleado. Ni un alma.
Sostenía una maleta gastada y una carta arrugada en la otra mano. La carta no tenía remitente, pero ella reconocía la caligrafía sin esfuerzo. Su madre. Un mensaje simple y urgente:
“Vuelve. Todo se repite. Hay cosas que debes saber.”
La nota había llegado tarde. Cuando Elena decidió hacer el viaje, ya le habían informado que su madre estaba muerta.
Habían pasado siete años desde que se fue del pueblo. Siete años desde la pelea, desde que juró no volver jamás. Y sin embargo, allí estaba. De pie en la estación donde nada había cambiado, salvo ella.
El camino hacia el pueblo era estrecho y serpenteaba entre árboles húmedos que parecían inclinarse para observarla. Las ramas se mecían suavemente, aunque no había viento. A cada paso, los recuerdos se amontonaban: los inviernos en casa, la voz de su madre pronunciando conjuros suaves como nanas, los amuletos colgando en las ventanas, los susurros de los vecinos, los ojos curiosos, a veces temerosos.
Elena era hija de “la bruja”.
Así le llamaban a su madre, Alina Kovac. Nunca con respeto, siempre con desconfianza. Porque Alina hablaba con plantas, curaba con infusiones, y sabía cosas que no debía saber. A veces, se decía, sabía cuándo alguien iba a morir.
La casa se alzaba al borde del bosque, tan apartada del centro como la familia Kovac siempre había estado del resto. Las mismas enredaderas cubrían los muros de piedra gris. La puerta chirrió igual que antes. Dentro, el olor a lavanda seca, madera vieja y cera de velas sin encender la envolvió como una manta pesada. Todo estaba exactamente donde lo recordaba. Pero se sentía… vacío. No solo por la ausencia de su madre. Algo más. Como si algo hubiera sido arrancado con violencia.
Revisó la cocina primero. Aún quedaban frascos de vidrio etiquetados con nombres en latín, hojas secas, raíces envueltas en tela. Luego, el salón. En una repisa, los retratos seguían intactos: su madre de joven, su abuela con ojos intensos, y una imagen en blanco y n***o que mostraba a mujeres de cabello oscuro en fila —todas parecidas entre sí, como ecos de un linaje ancestral.
Pero fue en el estudio donde lo encontró.
El escritorio, tallado a mano, tenía un doble fondo que solo se abría con una presión en el lugar correcto. Su madre se lo había mostrado una vez, cuando ella era niña, y lo había jurado olvidar. No lo había hecho.
Dentro, envuelto en tela roja, estaba un cuaderno grueso de tapas gastadas. Las páginas hablaban de lunas rojas, símbolos que se parecían a runas nórdicas, rituales bajo árboles marcados y pactos sellados con sangre. No eran supersticiones. Eran instrucciones.
La última página estaba escrita con rapidez, con trazos temblorosos.
“Si estás leyendo esto, ya me habrán matado. No confíes en nadie. Ni siquiera en los vivos.”
El corazón de Elena latió con fuerza. Afuera, un aullido lejano rasgó el aire como una cuchilla. Se acercó a la ventana. No había luces en las casas vecinas. Solo oscuridad. La niebla seguía allí, más espesa.
Un trueno retumbó en la distancia. La tormenta se avecinaba.
Elena cerró el cuaderno con manos temblorosas. No era solo el contenido. Era el hecho de que su madre, tan previsora, tan fuerte, hubiera escrito eso sabiendo que no sobreviviría. ¿Por qué no huyó? ¿Por qué la esperó a ella?
Encendió la chimenea con esfuerzo. La madera húmeda tardó en prender. Se envolvió en una manta y se quedó sentada en el suelo, frente al fuego, leyendo el cuaderno desde el principio.
Había fechas, nombres, símbolos dibujados a mano. Algunos se repetían con inquietante insistencia: una figura parecida a una luna dividida en cuatro partes; una especie de ojo con garras; palabras como “Alvarien”, “la Marca”, y lo que parecía una advertencia:
“Cuando la sangre mancha la nieve, el pacto exige un nuevo heredero.”
Elena levantó la vista. ¿Qué pacto? ¿Qué heredero?
El cuaderno no decía más. O no todavía. Saltaban páginas vacías, otras con manchas de tinta que parecían lágrimas. Y un dibujo en particular le provocó un escalofrío: un círculo con un triángulo invertido dentro, atravesado por tres líneas. Lo había visto antes. En sus sueños.
El reloj marcaba las dos de la madrugada cuando decidió subir a su antigua habitación. Cada paso en la escalera crujía como un susurro en la noche. La habitación estaba intacta: su cama, su escritorio, una lámpara de aceite que aún funcionaba. Pero en la pared, sobre la cabecera, alguien había dibujado el mismo símbolo del cuaderno. No estaba allí cuando era niña.
La ventana estaba abierta, aunque juraba haberla cerrado.
Un nuevo aullido se escuchó, más cerca esta vez.