Descubrió que muchas mujeres sumisas no sentían la necesidad de ceder el control a un hombre que iba a ser una parte importante de sus vidas. Un dominante profesional, en cambio, podía hacer su trabajo y desaparecer. La mujer podía continuar con su vida normal sin peligro, conservando solo los recuerdos más preciados de su experiencia s****l sumisa.
Muchas de las mujeres que conoció se encontraban en situaciones que les impedían buscar la relación que realmente deseaban. Quizás estaban casadas y no podían separarse. Quizás su carrera o imagen pública estaban en riesgo. Otras deseaban aprender de forma segura sobre sus sentimientos de sumisión. Parecía que cada mujer tenía sus propias razones para buscar sus servicios.
Abandonó la escena SM de Seattle al darse cuenta de que no encontraba lo que necesitaba. Al evitar las reuniones públicas de la comunidad SM, también era menos probable que su vida secreta fuera conocida por sus amigos y colegas más convencionales.
De vez en cuando, aún se reunía con sus amigos más pervertidos en el Beyond the Edge Cafe, el punto de encuentro no oficial de la comunidad leather. Solo unos pocos de sus amigos más fieles de la escena conocían su doble estilo de vida y, ocasionalmente, le enviaban a alguna mujer que necesitaba sus servicios.
Una reunión del club local de SM debía ser algo especial para él últimamente. Podría ir si una figura de renombre nacional hablara. Laura Antoniou había estado en la última y Cole la había disfrutado muchísimo. Se sentó atrás y saludó cortésmente a viejos amigos que lo reconocieron. Después de la reunión, en lugar de unirse a la multitud ansiosa por conocer a posibles compañeros de juego, esperó solo el tiempo suficiente para que Laura le autografiara un libro. Luego desapareció silenciosamente de la sala.
Ahora, con la mirada fija en el monitor, leyó rápidamente y descartó las tres respuestas. —No soy mi tipo —suspiró. Les envió a cada una una respuesta cortés, diciéndoles que no estaba disponible. Luego respondió a un correo electrónico de dos días de una clienta anterior que quería programar otra sesión. Sus dos primeras sesiones habían sido en su casa, pero esta vez estaba interesada en ser —secuestrada— y llevada para ser violada por Cole.
Rápidamente escribió un mensaje de correo electrónico:
—Querida Victoria,
Me encantaría proporcionarle una escena de secuestro el domingo 18. Se aplicarán las reglas habituales, excepto que esta vez no especificaré una tarifa. Después de que haya tenido unos días para pensar en la experiencia, simplemente envíeme la cantidad que considere apropiada.
Necesitaré todos los detalles de tu horario ese día. Asegúrate de estar disponible al menos hasta las 22:00.
Cole envió el mensaje y apagó la computadora.
Pensó en el cariño que sentía por Victoria. No se trataba solo de su cuerpo sexy y maduro. Bajo su apariencia demasiado perfecta y su actitud presuntuosa se escondía una niñita que necesitaba ser dominada. También le tenía un gran respeto. Victoria no era una jovencita sadomasoquista en busca de emociones fuertes como Kristina. Era la mujer madura de la especie, experimentada y formidable.
Qué lástima que su obsesión por su apariencia y su estilo de vida social fueran tan molestos, pensó. Aun así, había respondido muy bien durante sus sesiones y sentía que había potencial para más juegos. A diferencia de algunos de sus clientes, a ella no parecía importarle las marcas ni los moretones, siempre que pudieran cubrirse con la ropa. De hecho, había indicado que le gustaría que fuera mucho más duro, si era posible. Cole sonrió al pensarlo.
En ese momento, en el elegante baño de mujeres de un hotel histórico del centro de Seattle, Victoria Windham-Jenkins se revisó el maquillaje por cuarta vez. Tenía cuarenta y dos años, pero aparentaba treinta. —Unos treinta jóvenes —se dijo mientras se retocaba el contorno de su lápiz labial, un poco demasiado intenso. La hizo sentir mejor después de su intercambio de insultos con una pareja presuntuosa en el gran comedor unos minutos antes.
Era consciente de que tanto su humor como su comportamiento habían ido empeorando en las últimas semanas. —Me estoy volviendo una zorra —pensó—, me recuerda a esa película rara que vi la semana pasada. ¿Cómo se llamaba en navajo —vida desequilibrada—? ¿Koyaanisqatsi o algo así?
Intentó recordar exactamente cuánto tiempo había pasado desde su última sesión con Howard Cole. ¿Había sido hacía cuatro o cinco meses?, se preguntó. Su secretaria le había señalado en broma uno de los anuncios de Cole en internet el año pasado, y desde entonces Victoria había tenido dos sesiones exitosas con el dominante profesional.
El adinerado esposo de Victoria había muerto hacía una década, dejándola con una empresa que controlaba doscientos mil acres de terrenos madereros de primera calidad y dos fábricas de papel de primera clase. Había más dinero del que podía gastar. Sin embargo, aún echaba de menos a ese viejo cabrón. Era deliciosamente rudo y siempre parecía saber cuándo lo necesitaba. Lo ponía a prueba constantemente y aún recordaba cómo su enorme mano le magullaba el trasero desnudo cuando lo presionaba demasiado. De hecho, pensó, me vendría bien un poco de eso ahora mismo.
Aunque técnicamente era la presidenta del consejo de administración, rara vez se requería su presencia en la sede de la empresa. Un verdadero ejército de gerentes y contables se encargaba de todo bastante bien sin ella. Cuando no asistía a eventos sociales, pasaba el tiempo en el gimnasio y en varios spas, envolviéndose en extrañas sustancias que garantizaban la conservación de un tono de piel juvenil. Hasta entonces, había evitado al cirujano plástico. Era una cuestión de orgullo, del que tenía en abundancia.
Pagó una pequeña fortuna para tener una peluquera de guardia a toda hora para mantener su elaborado peinado rubio decolorado. Lo copió de Farrah Fawcett hacía casi veinte años, pero lo consideraba su sello personal y jamás consideraría cambiarlo. Mirándose al espejo una última vez, admiró sus brillantes ojos verdes, luego se dio unas palmaditas en el pelo y alisó el escotado vestido de terciopelo alrededor de sus curvas femeninas.
Al salir del baño de mujeres, se alegró pensando que siempre había hombres en abundancia. Competían entre ellos para ver quién la atendía con más sinceridad. Recordó la reciente inauguración de una galería de arte, donde contó a cuatro hombres atractivos de distintas edades que la rodeaban ofreciéndole copas de champán, cócteles de cangrejo y rábanos tallados en florecitas perfectas.
Para intimidar a las demás mujeres esa noche, se había puesto un ajustado vestido de noche rojo que dejaba al descubierto sus grandes pechos y su estrecha cintura. —Esa sexy artista italiana me dijo que me parecía a Marilyn Monroe —recordó con una sonrisita de suficiencia. Recordó cómo se llevó al afortunado a casa esa noche y lo desechó a la mañana siguiente como si fuera una botella de vino vacía.
Sus recuerdos se desvanecieron al regresar a la fiesta y observar a la multitud. Esa noche le había echado el ojo a un joven y apuesto doctor. Lo vio mostrar una boca llena de dientes blancos perfectos al sonreír ante un chiste. —Lo hará bien —pensó mientras se preparaba para matar e intentaba, sin éxito, reprimir una sonrisa de tiburón. El resultado era indudable. Salieron temprano de la fiesta y su chófer los llevó a ambos a su casa. El pobre doctor fue utilizado y enviado a casa a medianoche.
Después, sola en su gigantesca cama, pensó en su difunto esposo, Eric, y deseó que estuviera allí para darle lo que realmente necesitaba. Sexo rápido y fácil era mejor que nada, pensó, pero aún sentía una tensión interior que sería imposible de describir a nadie más. Reflexionó brevemente sobre su relación con Howard Cole y pensó: —Supongo que sí tengo algo que esperar, si tan solo puedo aguantar hasta la semana que viene.
Cuando Victoria despertó el domingo siguiente por la mañana, recordó que le había dado el día libre a la criada. Estaba sola en su enorme casa. Tenía veintitrés habitaciones, una piscina exterior de poca utilidad en Seattle y una casa más pequeña para el servicio. Cole no le había dicho cuándo la secuestrarían, pero como le había preguntado adónde iría y cuándo, esperaba que ocurriera al salir de casa para almorzar en su restaurante dominical favorito. Le dijo a su chófer que se tomara el día libre para poder salir sola.
Tras un desayuno muy ligero, se metió en la ducha y empezó a afeitarse. Siempre se afeitaba los labios vaginales y dejaba solo un pequeño triángulo de vello encima. Después, pasó varios minutos acariciándose y pensando en lo que podría pasarle más tarde ese día. Estaba bastante segura de que Cole había entendido sus peticiones de juegos más bruscos. Justo cuando estaba a punto de correrse, detuvo la autoestimulación erótica para dejarse un buen momento. —Oooh, tengo que parar ya —se dijo.
Como tenía un estilista de guardia, normalmente no se lavaba el pelo. Por desgracia, el estilista no estaba disponible hoy y se resignó a no tener su peinado perfecto hasta mañana. Esperaba que se estropeara de todas formas. Tomó el champú y procedió a lavarse su larga melena rubia. Le alegró ver que recordaba cómo.
Con los ojos bien cerrados, metió la cabeza bajo el chorro de la ducha y se enjuagó el champú con aroma floral. Sin previo aviso, un brazo fuerte se extendió por encima de la cortina de la ducha y la rodeó por la cintura. La sacaron completamente de la bañera y le colocaron una bolsa de tela negra sobre la cabeza antes de que pudiera identificar al intruso. Esperaba que fuera Cole, pero no lo esperaba hasta dentro de unas horas. Con el corazón latiéndole con fuerza, dijo con humildad: —Howard, ¿eres tú?.
El intruso le estaba poniendo los brazos a la espalda y esposando sus muñecas. Una voz apagada simplemente dijo: —¡Cállate, zorra! —. No sonaba para nada como Howard. Estaba completamente aterrorizada.
Aún húmeda por la ducha, desnuda, esposada y temblando de miedo, la obligaron a atravesar la casa hasta el garaje. El intruso la subió a un vehículo que parecía una furgoneta y la empujó sobre el suelo alfombrado. La sujetó firmemente al suelo con varias correas anchas de nailon que parecían cinturones de seguridad ásperos, y luego la cubrió con una colcha gruesa y suave. No podía moverse ni ver, pero oyó que alguien se subía al asiento del conductor. Entonces se abrió la puerta del garaje y salió la furgoneta.
Cuando su pánico se calmó un poco, le gritó al conductor: —¿Quién eres? ¿Adónde me llevas? —. Él la ignoró por completo.