La mudanza
Chicago, la ciudad que nunca baja el ritmo.
Victoria siempre se había sentido fascinada por esa ciudad desde la primera vez que la visitó siendo apenas una niña de doce años. Algo de su esencia se había quedado marcado en su memoria desde entonces.
Había jurado que al cumplir veintiún años se mudaría definitivamente, pero la vida le jugó un par de retrasos y apenas ahora, con veintidós, estaba cumpliendo esa promesa.
Sus ojos se desviaron hacia su mejor amiga, Nina, quien seguía con una expresión de asombro, como si no terminara de creer que al fin lo habían logrado. Y la verdad, no la culpaba. Aunque para Victoria no era la primera vez en Chicago, mudarse allí era un capítulo completamente distinto.
Tomó una botella de agua y revisó su celular. El nombre de su hermana mayor apareció en la pantalla, provocándole una sonrisa automática y un leve suspiro.
Livia, su versión más adulta y la primera en mudarse a Chicago un par de años atrás, estaba más emocionada por la llegada de Victoria que la propia Victoria. Y eso no era poca cosa, considerando lo emocionada que estaba ella. Tener a su hermana de nuevo cerca era un regalo.
Habían crecido prácticamente juntas, porque su madre había desaparecido de sus vidas cuando Victoria era apenas una niña. Desde entonces, Livia había asumido ese rol protector.
Cuando nació su hermano menor, Ezra, la situación en casa se volvió más caótica. Su madre parecía completamente sobrepasada y, una mañana, simplemente se marchó. Victoria tenía cinco años en ese entonces, y Ezra apenas tres. Les tomó años procesar lo que significaba ese abandono, y el desfile de esposas que siguió en la vida de su padre no les facilitó las cosas. Sin embargo, de algún modo, los tres hermanos habían logrado mantenerse a flote por su cuenta.
Victoria a veces se preguntaba si su madre habría visto sus sesiones de fotos o sus actuaciones en galas, si sentiría algún tipo de orgullo por ellos. Pero en cuanto esos pensamientos asomaban, su mente regresaba a los golpes de la infancia y al vacío de su ausencia. Era como un recordatorio constante de por qué no sentía absolutamente nada por ella.
Con un movimiento decidido, marcó el número de Livia. Apenas un tono y la voz de su hermana, llena de entusiasmo, estalló al otro lado de la línea.
—¡Bienvenida a Chicago!— exclamó Livia, y Victoria pudo imaginar su sonrisa enorme mientras hablaba.
—Gracias, Livia. Llegamos bien. ¿Cuándo nos vemos?— preguntó, pasándose una mano por el cabello mientras cogía un donut del mostrador y le daba un mordisco.
—De una vez. ¿Quieres venir a mi oficina?
Victoria dudó un momento y miró a Nina, quien tenía esos ojos azules brillantes que siempre llamaban la atención.
—¿Puedo llevar a Nina?— preguntó, pero la chica negó suavemente con la cabeza.
—Tengo que terminar de desempacar las últimas cajas, y luego voy de compras. Nos vemos y hablamos más tarde, ¿va?— le respondió su amiga antes de darle un beso en la mejilla y subir corriendo las escaleras.
Victoria volvió al celular.
—Ok, ya está. ¿Dónde está tu oficina?
—Dile a Moreau. El taxista te lleva directo— contestó Livia.
Después de despedirse, Victoria se dirigió a su habitación. Era hora de cambiarse y preparar todo para ese reencuentro tan esperado.
*
Menos de media hora después, Victoria estaba frente al imponente edificio. Llevaba un crop top azul que abrazaba su figura, unos vaqueros negros ajustados y zapatillas deportivas a juego. La construcción era un gigante de vidrio y acero, con más de treinta pisos que parecían tocar el cielo. Se quedó mirando el edificio con asombro antes de entrar.
Al cruzar las puertas, se encontró en un vestíbulo elegante y moderno. Una recepcionista, con una sonrisa educada, le explicó que necesitaba confirmación para poder usar los ascensores. Victoria apenas había mencionado el nombre de su hermana cuando una presencia masculina se colocó a su lado, irradiando una energía intensa, casi abrumadora.
Era como si aquel hombre, quienquiera que fuera, llevara consigo un aura peligrosa y profundamente magnética.
—La señora le está esperando— comentó la recepcionista con amabilidad.
Intentando agradecer con una sonrisa rápida, Victoria trató de abrirse paso por el lobby, que ahora parecía más pequeño con la cantidad de personas que lo ocupaban. Sin embargo, era prácticamente imposible moverse. Había una cola detrás de aquel hombre y, junto a él, un guardaespaldas que intimidaba con su traje a medida, gafas negras y una postura rígida que gritaba autoridad.
Victoria, sintiendo los nervios acumulados, dudó un segundo antes de tocar el brazo del desconocido. Era un gesto mínimo, pero lo sintió como si le quemara los dedos.
—Disculpe, ¿podría darme un momento?— preguntó con educación, aunque evitó deliberadamente mirarlo a los ojos.
El hombre, con una voz que era puro magnetismo, le respondió:
—Si me mira a los ojos y me lo vuelve a pedir, entonces sí.
No era una sugerencia. Era una orden, formulada con tanta cortesía como autoridad.
La voz de aquel hombre parecía la de un dios griego: grave, áspera, profundamente masculina. Un tono que no sólo se escuchaba, sino que se sentía vibrar en el pecho. No importaba si era el tipo de hombre que a Victoria le atraía o no; esa voz por sí sola era capaz de encenderla.
Victoria respiró profundamente y levantó la mirada con cierto esfuerzo. Pero, apenas lo hizo, deseó bajar la vista otra vez.
Los ojos verdes del hombre la atraparon de inmediato, severos y dominantes. Esos ojos no sólo la observaban, parecían analizarla. El poder que transmitía su mirada era abrumador, tanto que Victoria apenas pudo tragar el nudo que se formaba en su garganta.
Su cuerpo reaccionó con un apretón en el estómago.
Era su presencia lo que la atraía, no había otra explicación. Seguro que aquel hombre no la veía ni la mitad de atractiva de lo que ella lo encontraba a él.
—¿De qué rayos estoy hablando?— se dijo a sí misma, intentando controlar la avalancha de pensamientos que la invadían.
Victoria lo deseaba, con todo lo que era y con todo lo que ese hombre podía ofrecerle. Lo quería intenso, salvaje, escuchando su voz grave y provocadora muy cerca de su oído.
—Ahora tienes que pedírmelo otra vez— soltó esa voz de ensueño, interrumpiendo sus pensamientos más oscuros. Ella aclaró su garganta al instante, notando cómo un rubor subía sin control hasta sus mejillas. Sin poder evitarlo, su mirada se desvió a esos labios carnosos que se curvaban en una sonrisa. Tenía una nariz recta que combinaba perfectamente con los ángulos marcados de su rostro. Su cabello rubio estaba atado en un moño relajado y su piel bronceada hacía que esos ojos verdes, brillantes como cristales, resaltaran aún más, aumentando el deseo que Victoria sentía.
—¿Puedo pasar un momento?— preguntó, afectada por la excitación que apenas se reconoció a sí misma.
—Por supuesto— respondió el hombre, con un ligero movimiento que le permitió pasar. Su cuerpo musculoso, de al menos metro noventa.
Victoria bajó la vista al suelo mientras trataba de deslizarse a su lado sin tocarlo, aunque en su mente ardía el deseo de hundir sus manos en su cabello y dejarse llevar por todo lo que él pudiera darle.
Cada paso hacia los ascensores le parecía un reto; las manos le temblaban y las palmas le sudaban. Apenas llegó y las puertas se abrieron, dejando salir a un pequeño grupo de personas. Cuando por fin entró sola al ascensor, se apoyó contra la fría pared metálica, buscando un momento de respiro.
El recuerdo de la intensidad que ese hombre había traído consigo seguía latente. Era como si su presencia permaneciera impregnada en el aire, dificultándole hasta respirar.
Al llegar a la vigésima planta, pudo ver a su hermana a través de la pared de cristal. Livia era un espectáculo en su vestido rojo de Versace, irradiando elegancia con cada movimiento. Ella siempre había sido así: imponente, segura.
Victoria tocó la puerta, pero su atención se desvió por un instante al hombre que estaba dentro de la oficina. Era joven, relativamente alto, con cabello largo y castaño.
—Te has tardado en llegar a la vigésima planta— comentó con una risa ligera antes de abrazarla con calidez.
Soltó un profundo suspiro contra el cuello de su hermana, encontrando consuelo en ese momento de familiaridad.
—Te extrañé— murmuró, sintiendo cómo su cuerpo volvía a relajarse.
—Yo te extrañé más— respondió Livia con una sonrisa antes de besarla en la mejilla.
—Victoria, te presento a Lucien Moreau. Es uno de mis jefes y, además, mi dolor de cabeza favorito—, dijo Livia con una sonrisa que delataba su humor. Luego, se volvió hacia el hombre. —Lucien, ella es Victoria, mi hermana menor. Trabaja en la agencia de modelos de tu madre.
Victoria le extendió la mano al apuesto hombre que ahora tenía frente a ella.
—Encantada de conocerlo, señor Moreau—, saludó con cortesía, acompañando sus palabras con una sonrisa.
—El gusto es mío, Victoria— respondió él, devolviéndole la sonrisa con un toque de ironía. —Llámame Lucien. El señor Moreau es mi hermano y el doctor Moreau, mi padre.
Victoria rió ligeramente ante su comentario mientras Livia intervenía, como siempre tomando el control de la situación.
—Ya pedí algo para nosotros, y si te parece bien, Lucien comerá con nosotras— anunció Livia, guiándola hacia una enorme mesa que dominaba el centro de su despacho.
Victoria asintió y tomó asiento en la mesa negra.
Livia siempre había sido así: la mejor en todo. En el instituto, su nombre encabezaba los listados académicos, y en la universidad, se graduó con honores. Victoria no tenía del todo claro qué había estudiado su hermana o cuál era su función exacta en la empresa, pero sabía algo con certeza: sus jefes no encontrarían, ni querrían buscar, a alguien mejor que ella.
—¿Cómo estás?— preguntó Livia mientras le ofrecía una botella de agua y se recogía el cabello en una coleta alta.
—Bastante bien hasta ahora— respondió Victoria, jugando con la tapa de la botella. —Me he vuelto a enamorar de Chicago, y estoy feliz de que todo siga tal como lo recordaba.
—Chicago es hermosa. Es imposible no enamorarse— comentó Livia. —Me alegra que hayas llegado bien. ¿Has hablado ya con papá o con Ezra?
—Papá estaba en una reunión cuando aterrizó mi avión, y Ezra dormía, así que aún no— contestó Victoria mientras miraba brevemente a Lucien antes de continuar. —¿Cómo están ustedes?
—Estamos bien, gracias— respondió Livia con rapidez, cubriendo la pregunta también por Lucien.
Pero él, con su característico tono irónico, intervino.
—Quizá estoy teniendo un mal día— comentó, levantando una ceja mientras clavaba sus ojos en Victoria.
Livia simplemente rodó los ojos y suspiró.
—Sobrevivirás— replicó ella. Justo en ese momento, alguien llamó a la puerta, interrumpiendo la conversación.
El delicioso aroma de comida llenó la sala, despertando el hambre de Victoria. No se había dado cuenta de lo vacía que estaba su barriga hasta ese instante.