—¡Ayúdenme, perros, CAPERUCITA ES MUY JOVEN PARA MORIR! —grité con dramatismo mientras corría como alma que lleva el diablo, esquivando ramas, risas y cuerpos fornidos—. ¡Protejan a su reina, os lo ordeno! Corría entre los lobos de la manada, con los pies descalzos rozando el suelo húmedo del claro, los mechones de mi pelo bailando como banderas al viento, y la risa de los guerreros resonando a mi alrededor como un coro burlón. Thiago, mi amado y actual verdugo, venía tras de mí con una expresión de loco adorable. Horas antes —¡Thiago! —grité apenas lo vi aparecer en la entrada de la casa, con el rostro endurecido, la ropa manchada de sangre y los ojos oscuros clavados en los míos—. ¿Qué ha pasado? ¿Estás bien? Sin decir palabra, me envolvió en sus brazos y hundió su rostro en mi cuell

