La noche comenzaba a deshacerse en una calma tibia y oscura, como si el cielo se estuviese despidiendo de sí mismo en suaves suspiros. En casa, los sonidos domésticos vibraban en un ritmo familiar: el roce de platos en la cocina, el zumbido del ventilador en la sala, la voz lejana de la televisión encendida sin que nadie la escuchara realmente. Yo permanecía en la esquina del comedor, aún algo somnolienta del esfuerzo que había supuesto atravesar el día.
Entonces, sin previo aviso, papá se paró de la mesa y se fué hacia la sala y con la misma se apareció.
Con pasos medidos y la espalda ligeramente encorvada por los años, mi padre se acercó con esa mezcla suya de solemnidad y picardía. Sus ojos brillaban con una intención de entre mano, y sus dedos sostenían algo pequeño, casi delicado, como si portara un secreto cuidadosamente guardado. Entre sus manos, una hoja doblada y amarrada con una cinta roja que contrastaba con el desgaste del papel. El gesto era preciso. Lo sostenía como quien entrega un regalo sagrado.
-Toma, María Magdalena -dijo con una sonrisa que se me antojó cómplice-. ¿Quién es ese jovencito que vino a visitarte?
Su voz llevaba una vibración lúdica, pero también una curiosidad genuina que parecía más grande que la broma misma. Yo parpadeé, sorprendida por la escena inesperada, con las cejas ligeramente fruncidas por la confusión.
-¿Ah... a mí? -murmuré con cautela, sintiendo el peso del nombre completo que raramente usaba él-. Nadie me ha visitado. ¿Por qué preguntas? ¿Acaso ese papel es algún tipo de mensaje?
Me incliné para tomar la hoja, pero mi padre, en su ritual teatral, la retiró justo antes de que mis dedos la alcanzaran. La llevó hasta la altura de sus ojos y adoptó una expresión exageradamente grave, como si fuera un investigador analizando una pista comprometedora.
-¿Pero qué curiosa se ha vuelto nuestra pequeña, Jessica? -añadió, con una risa que buscaba la complicidad de mi madre, quien en ese momento cruzaba el umbral de la cocina.
Ella miró la escena con una ceja en alto, como si ya supiera que la situación requería de su diplomacia doméstica. Con la tranquilidad de quien ha resuelto mil conflictos antes de que exploten, se acercó y le quitó el papel a papá sin una sola palabra. Él fingió una protesta, extendiendo los brazos como quien sufre una injusticia.
-¡Ey! Solo deseaba jugar un poco con nuestra hija -dijo, levantando los hombros-. ¿Acaso ya no se puede jugar con nuestra trabajadora muñequita?
Mi madre negó con la cabeza suavemente, pero con una sonrisa que no lograba esconder. Luego se giró hacia mí y, con un gesto enternecedor, me entregó la hoja mientras me acariciaba el cabello y depositaba un beso silencioso en mi frente. Fue uno de esos gestos que no necesitan explicación. Su manera de decirme: "ignora sus locuras, este papel es para ti".
Tomé la hoja entre mis manos con la reverencia de quien recibe algo que lleva tiempo esperando sin saberlo. La cinta roja era suave, y al desatarla sentí una especie de electricidad dulce recorrerme. El papel tenía un aroma leve, algo parecido al perfume del tiempo: mezcla de tinta, papel antiguo y un rastro de emoción detenida. Lo abrí con lentitud, tratando de no alterar el orden en que había sido doblado, como si eso asegurara que el mensaje mantuviera intacta su magia.
Adentro, escrito con letra ondulante y clara, había una declaración inesperada:
> En el invierno de tu presencia me siento cálido,
> y el frío de tu soledad es tan acogedor
> que hace que me abrigue a ti hasta quedarme dormido en ti.
>Eres la musa de mi corazón, y la vela de mi alma...
>¡Oh lucero mío! Sin tan solo lo supieras...
Mis ojos recorrieron la frase como quien reconoce el eco de algo familiar y a la vez nuevo. Seguí leyendo, con el pecho apretado y la respiración ligeramente pausada:
> Me haces danzar de un lado a otro,
> ya que tu voz es como la mejor melodía
> que puede existir en este mundo.
> Eres tranquilidad, amor, comprensión, dulzura.
> Tu mirada feroz puede callar hasta a las feroces de las bestias
> y amansar el dolor del más débil.
La letra tenía algo de temblor, como si hubiese sido escrita con emoción urgente. Me quedé en silencio, repasando cada línea con los ojos, y luego con el corazón. No reconocía el autor, pero sí reconocía lo que el texto provocaba en mí: una mezcla de desvelo emocional, gratitud y una tímida alegría que no quise compartir en voz alta todavía.
Papá me observaba de reojo. Noté cómo intentaba disimular el interés, fingiendo leer la parte posterior de un frasco de adobo. Mamá, en cambio, me miraba con esa expresión que sólo tienen las madres: mezcla de ternura, intuición y un gesto apenas perceptible que decía "ya te lo explicarás tú misma cuando estés lista".
No dije nada. Simplemente doblé el papel nuevamente, con la misma delicadeza con la que lo había recibido. Volví a atar la cinta, aunque no con la misma perfección que tenía antes. Lo guardé en mi bolsillo, como si fuera una piedra preciosa que necesitaba estar cerca de mí.
Me giré hacia mi padre.
-¿Sabes quién lo escribió? -pregunté suavemente.
Él sonrió y se encogió de hombros. Su voz fue apenas un murmullo:
-No sé... tal vez alguien que te vio desde lejos y pensó que merecías una noche blanca.
No entendí del todo su respuesta, pero tampoco intenté interrogar más. Me pareció poética, suficiente.
La tarde siguió su curso. Nos sentamos a cenar. Bartolomé apareció, como siempre, justo cuando el primer plato tocó la mesa, y mi padre volvió a discutir con él como si fuera un viejo enemigo. Mamá me sirvió el arroz con la cucharada exacta que sólo ella sabe aplicar para que no parezca ni mucho ni poco. Y yo, por primera vez en días, comí con una sonrisa leve, sostenida, sin que nadie me obligara a fingirla.