El inicio de todo
Recuerdo con una nitidez estremecedora aquel instante en el que entraste por primera vez en mi vida. Fue como si el universo, en un arrebato de generosidad, decidiera regalarme la más hermosa de sus casualidades: tú. No sé si fue el azar, el destino o algún dios caprichoso que, jugando con los hilos invisibles del tiempo, quiso que nuestras almas se rozaran justo en ese momento preciso, irrepetible y casi sagrado. Desde entonces, todo cambió. El aire se volvió más dulce. Las noches adquirieron un fulgor distinto. Incluso el silencio tenía tu forma.
Y luego, esa primera carta. Esa joya escrita con el pulso de tu alma y la delicadeza de tus manos. Sólo evocar el instante en que la recibí basta para agitar el ritmo torpe y acelerado de mi corazón. Fue una noche cálida en apariencia, pero agitada por dentro. Abrí aquel sobre con manos temblorosas, consciente de que estaba a punto de entrar en un paisaje que sólo tú podías construir con palabras. Esa carta estaba perfumada, no solo en aroma físico, sino con tu esencia: cada línea llevaba tu tono, tu aliento, tu luz. La leí una vez y luego otra, y otra más, como quien recorre un camino que no quiere abandonar jamás. Reviví contigo cada rincón, cada nota, cada silencio de aquella velada que, sin tú saberlo, marcó mi alma para siempre.
Tu carta decía así, con voz clara y profunda, como un susurro íntimo entre estrellas:
«Píntame una noche blanca... una de esas que el viento azota sin piedad, en las que el mundo parece querer arrancarnos la piel con su gélida respiración. Y aun así, en medio de la intemperie cruel, nuestros cuerpos se buscaban, se encontraban, se entrelazaban en una danza sutil de calor y refugio. Abrigarnos era más que tacto: era presencia, era sentir que existíamos el uno en el otro.
Píntame una noche blanca... como esas en las que la tormenta parecía que vendría a aniquilarlo todo, que traía consigo el invierno más salvaje, el más impío. El frío era absoluto, letal, y sin embargo, cuando nos refugiábamos en la hondura de nuestras almas, nos convertíamos en abrigo, en hogar, en santuario. Nuestros cuerpos eran trincheras y nuestros suspiros, rezos. Tú y yo escapábamos juntos del fin.
Píntame una noche blanca... aquella en la que el cielo nocturno se cerraba en gris, en nubes veloces que corrían como pensamientos fugitivos. Y nosotros, desde aquel rincón silencioso, las mirábamos pasar con la ilusión de poder tocarlas si tan solo estirábamos los brazos lo suficiente. Aquellas nubes, testigos de nuestros murmullos, parecían querer llevarse nuestros secretos.
Píntame una noche blanca... de esas que sólo tú sabes conjurar con tus manos de porcelana, con la ternura transparente que habita en tus dedos. Recréame ese instante en el que, entre sombras y incertidumbres, tu luz se volvía mi faro, tu amor mi aceite encendido, tu corazón mi mapa para no perderme en la oscuridad del mundo.
¡Oh, lucero! ¡Oh, musa inabarcable! ¡Oh, templo que habito! No sabes cuántas veces, cuántas madrugadas llenas de insomnio y deseo, he implorado al cielo que me permita verte otra vez. Que me conceda aunque sea un destello de tu imagen para poder seguir pintando, seguir escribiendo, seguir respirando a través de ti. Porque cada noche que imagino contigo se transforma en una obra: una pieza única que provoca suspiros, que agita la memoria, que eterniza el instante.
¡Oh, lucero de la mañana! Tú, que alumbras mi camino incluso cuando estoy perdido en mis propios laberintos. Tú, que inspiras cada uno de mis trazos, cada verso que brota entre lágrimas y sonrisas. Eres mi dueña, la guardiana de mis silencios y la voz que les da sentido. ¡Oh, Lucerito! Portadora de la llama que alimenta mi alma, esa vela delicada que oscila con tus caprichos, y que yo abrazo como quien abraza su destino sin temor.
¡Oh, Magdalena! Tú, mi lienzo predilecto, mi inspiración perpetua. Píntame una vez más, como sólo tú sabes hacerlo. Invoca conmigo esa noche blanca que nos pertenece. No sueltes el pincel, amor mío, hasta que la obra esté completa. Deja que los colores broten como lágrimas dulces, que las sombras susurren y que cada detalle sea huella de nuestra historia compartida.
¡Oh, Magdalena! Sólo tú puedes completar este museo incompleto que llevo en el pecho. Sólo tú, con tu mirada precisa, puedes descifrar cada poema que te envío, cada palabra impregnada de aroma y amor. Tú eres la curadora de mi caos, la restauradora de mis ruinas, la única capaz de convertir mi dolor en belleza y mi nostalgia en melodía.
Con amor eterno,
ATT: Tu poeta triste»