La noche avanza implacable, como un río lento y oscuro que no se detiene ante nada. En mi habitación reina una calma peculiar, una de esas que no necesariamente invitan al descanso, sino a una contemplación suspendida en el aire. Después de una jornada que pareció devorarme sin pausa, me rendí al capricho de la quietud. Me tumbé en la cama, con las piernas en alto, apoyadas contra la pared, como si buscara desafiar la gravedad o, al menos, invitar a la sangre a recorrer rutas menos acostumbradas.
Inhalo profundamente y dejo que el silencio me envuelva. Mis ojos se fijan en el techo como si fuera una pantalla infinita, esperando que aparezca una chispa de inspiración o, al menos, alguna figura que me distraiga. No hay sonidos que interrumpan, no hay notificaciones urgentes, no hay tareas esperando en fila como soldados impacientes. Todo ha sido completado. Durante las últimas dos semanas, las exigencias se acumularon como montañas silenciosas, y hoy, finalmente, las he escalado todas. Cuatro horas intensas, casi febriles, de edición, publicación, revisión y coordinación. Ni una sola mano se tendió para ayudarme. Nadie notó el peso que llevé. Pero yo sí. Yo sentí cada carga en las muñecas, cada pulso creativo en la cabeza, cada ajuste minúsculo como si fuera una batalla ganada.
Mi rol como community manager y diseñadora gráfica parece sencillo desde fuera, pero es una danza constante entre planificación, imagen, texto, intuición, algoritmos y humanidad. Establecí el horario de esta semana con disciplina meticulosa, alineando colores, voces y tiempos como quien orquesta una sinfonía que debe sonar bien incluso en la rutina. Y, sin embargo, ahora, frente al techo inmóvil, me siento pequeña. Vacía. Suspendida.
-El tiempo parece transcurrir más despacio de lo habitual -susurro, rompiendo el silencio con una frase que flota más que impacta. Mis ojos se desvían hacia la gran lámpara del techo, que comienza a parpadear con un tono naranja entrecortado, como si titilara en sintonía con mi estado interior. Es curioso cómo la luz, al volverse imperfecta, adquiere una presencia más poética.
Permanezco mirándola como hipnotizada. Cada parpadeo parece un código que aún no sé descifrar. Tal vez es la lámpara la que quiere decirme algo esta noche. Tal vez en ese tono cálido e intermitente hay un mensaje escondido.
El cuarto tiene algo de santuario. No hay correos por contestar, ni diseños que ajustar, ni publicaciones por calendarizar. Sólo está el silencio, la tibieza leve que se cuela por la ventana, y Bartolomé.
Con un ojo entrecerrado, temerosa pero curiosa, extiendo la mano hacia mi linterna. Al encenderla, la luz se gradúa lentamente, como si no quisiera asustar lo que habita en la penumbra. Entonces lo veo. Es él. Bartolomé. Mi gato. Una silueta redondeada, tranquila, ronroneando con parsimonia bajo el escritorio. Sus ojos brillan como dos linternas diminutas en la oscuridad, y me observa con la calma felina que siempre consigue devolverme a tierra. En su vibración hay una especie de gratitud silenciosa, como si también supiera que hoy se ha cerrado un ciclo.
Después de relajarme al ritmo del ronroneo de Bartolomé, miró otra vez hacia el techo y es ahí cuando escucho el mismo ruido otra vez.
Con un ojo entrecerrado, a medio camino entre la curiosidad y ese temor sutil que provoca lo desconocido, enciendo mi linterna. La luz se gradúa lentamente, expandiéndose con timidez por la penumbra como si dudara de su propia presencia. Al disiparse la sombra cercana, aparece él, como siempre, en el momento exacto: Bartolomé. Está enroscado sobre sí mismo, su cuerpo formando un ovillo cálido, pulsante. Ronronea como si la oscuridad le perteneciera y no tuviera nada que demostrarle al mundo.
-Bartolomé, cariño... ven aquí -digo en voz baja, con un tono que mezcla ternura y costumbre. Sé que me escucha, aunque sus ojos permanezcan cerrados. Sus orejas se mueven apenas, como antenas sutiles que registran cada variación en mi voz.
-Barty... ven, pequeño -insisto con un murmullo-, sé que deseas estar en mis brazos, aunque actúes como si no.
Pero no se mueve. Se limita a vibrar con su ronroneo, como si esa fuera su forma de recordarme que está aquí, y que ese aquí también le pertenece. Me rindo. No a él, sino a la noche que se instala lentamente en mis gestos. Apoyo las manos en el suelo y me acomodo de nuevo sobre la cama, envolviéndome con las sábanas como si fueran una trinchera contra el mundo exterior. No hace frío, pero el contacto con la tela me da una sensación de protección que necesito, aunque no sepa del todo por qué.
Con el cuerpo recogido, alcanzo mi teléfono. El patrón de seguridad se convierte en un ritual cotidiano, como desbloquear no solo el dispositivo, sino la puerta a mil voces externas que no he invitado. La pantalla se enciende con un resplandor hiriente y azul. Respiro hondo. Mis ojos, cansados por un día de trabajo minucioso, protestan ante la luz, y siento el recuerdo punzante de no haber encontrado mis gafas esta mañana. Las busqué con premura, revolviendo papeles, cajones, almohadas. Nada. Y ahora lo siento: el ardor sordo, la fatiga acumulada en cada mirada prolongada.
Reviso las notificaciones con ese gesto mecánico que todos conocemos. No espero nada, pero aun así deslizo el dedo como si algo pudiera sorprenderme.
-Facebook... Facebook... solicitud de amistad... Instagram... Facebook... Telegram... Facebook... Wattpad... más Facebook... -murmuro, medio desconcertada-. Vaya, parece que recibo muchas notificaciones de Facebook... y eso que apenas lo utilizo.
No hay nada urgente. Nada que altere el curso de esta noche suspendida. Si no está relacionado con el trabajo, prefiero no prestarle atención. Esta selección silenciosa -ignorar, filtrar, pasar de largo- también es una forma de cuidar lo que queda de mí cuando la jornada se extingue.
Mi cuerpo aún guarda la huella de las cuatro horas intensas que me tomaron organizar, editar, publicar y gestionar contenidos. El trabajo es invisible a ojos ajenos, pero para mí tiene peso, tiene forma. Y ahora, sin tareas que me absorban, el silencio se siente como una especie de victoria privada, un lujo que me permito por haber llegado hasta aquí.
En la habitación, sólo la lámpara parpadeante y la luz tenue del teléfono marcan ritmo. Bartolomé sigue ahí, haciendo del ronroneo una declaración. La noche no exige nada de mí, y eso, en este instante, es más que suficiente.