El salón privado del hotel Waldorf Astoria estaba iluminado con una calidez engañosa. Un candelabro de cristal colgaba del techo, derramando luz dorada sobre la mesa de caoba pulida. Dos copas de brandy reposaban entre los hombres que dominaban la conversación, la sombra de sus figuras se reflejaban en la superficie brillante de la madera. Richard Kauffman, con su porte imponente y su traje hecho a medida, se recargaba contra el respaldo de cuero con la confianza de un hombre que nunca escuchaba un no por respuesta. Frente a él, Adrian Maddox, el renombrado cirujano, un hombre de mirada gélida y modales meticulosos, giraba lentamente la copa en su mano, observando el licor como si analizara la sangre de un paciente.
—No me interesa un matrimonio, Kauffman —sentenció Maddox, en un tono de voz bajo y controlado, tal cual es su personalidad—. No veo la utilidad de atarme a una mujer que no conozco, mucho menos a una que no deseo, y peor aún, que no necesito.
Richard esbozó una sonrisa calculada.Lo miró con los ojos entrecerrados. No le sorprendió la respuesta de Adrian, esperaba resistencia de su parte. Era una reacción normal, cualquiera lo haría, sobre todo él.
Adrian Maddox era uno de los solteros más codiciados de Múnich, un hombre cuya sola presencia evocaba admiración y recelo a partes iguales. A sus treinta y cinco años, se había labrado un nombre intachable en el mundo de la medicina, y más entre los cirujanos de prestigio, hasta convertirse en un referente en el campo de la reconstrucción y el trasplante de órganos. La precisión de sus manos era legendaria, así como su carácter impenetrable. Su éxito le había permitido rodearse de un círculo selecto, donde solo cabían aquellos que fueran útiles a sus intereses.
Alto y de complexión esbelta, Adrian se movía con la confianza de alguien que está acostumbrado a ejercer dominio sobre su entorno. Su porte impecable, siempre vestido con trajes a medida en tonos oscuros, reforzaba su aura de autoridad. Tenía el cabello n***o, siempre perfectamente peinado hacia atrás, sin un solo mechón fuera de lugar, reflejo de su disciplina y obsesión por el control. Sus facciones eran angulosas, esculpidas con una precisión que solo el tiempo y la genética podían otorgar: pómulos marcados, mandíbula fuerte y una nariz recta que acentuaba su expresión severa.
Sin embargo, lo más intimidante de su apariencia eran sus ojos: de un gris acerado, fríos y calculadores, como si analizaran y diseccionaran todo lo que tenían delante con la misma precisión metódica y milimétrica que empleaba en el quirófano. No pestañeaba demasiado, y cuando lo hacía, no era por duda ni distracción, sino por mera necesidad fisiológica. Su mirada tenía el poder de hacer que cualquiera se sintiera insignificante en su presencia.
Se caracteriza por ser perfeccionista hasta el extremo, Adrian no dejaba nada al azar. La opulencia no lo deslumbraba, pero sí la eficiencia y el control absoluto sobre cada aspecto de su existencia. El matrimonio, sin embargo, era una carga que jamás estuvo dispuesto a soportar. Para él, el amor era un concepto sobrevalorado, un lujo innecesario que solo entorpecía su camino. Las relaciones que mantenía eran transacciones silenciosas: compañía sin ataduras, placer sin compromiso. Porque, al final, todo en su vida debía seguir una regla inquebrantable: no involucrarse jamás.
Así como pensaba Maddox, Kauffman le asemejaba en ambición, y forma de ver la vida. Al ser un hombre que había pasado décadas negociando con hombres más poderosos que Maddox y había aprendido que todos, incluso los más arrogantes, tenían un precio, y Maddox no debía ser la excepción.
—No hablo de deseo, Adrian. Hablo de estrategia —respondió con serenidad, inclinándose ligeramente hacia adelante—. Mi inversión en tu clínica no es solo un gesto generoso. Es una declaración de poder. Y quiero que mi familia esté vinculada a esa inversión. La expansión de la clínica es un gran proyecto. Un jugoso proyecto. Ese laboratorio de genética le va a dar no sólo renombre sino también muy buenos dividendos. Estoy dispuesto a invertir en ella si aceptas mi condición.
Adrian arqueó una ceja, apenas perceptible.
—¿Y qué me asegura que tu hija será una esposa conveniente para mí? —preguntó con una frialdad calculada—. No busco una carga, Kauffman.
El magnate dejó escapar una risa breve, casi despectiva.
—No seas ingenuo. Mi hija no es el punto central de esta ecuación. Lo es la clínica. Lo son los millones que invertiré para garantizar que siga siendo la mejor institución en cirugía reconstructiva y trasplante de órganos de Europa y que se repotencie con el laboratorio —tomó su copa y bebió un sorbo con parsimonia—. Elise es simplemente el eslabón que sellará el acuerdo.
Maddox dejó la copa en la mesa con un suave ‘clic’. Su mandíbula se tensó levemente, como una muestra de su impaciencia.
—Y sin embargo, es un eslabón que tendré que tolerar todos los días. No soy un hombre paciente, Kauffman. Si esta Elise no es adecuada, si es un estorbo, me desharé de ella.
Richard sonrió de lado.
—Estás en tu derecho —admitió al estar de acuerdo con Adrian, él hizo lo mismo con su ex—. Pero si te tranquiliza, te digo que no tienes que enamorarte de ella. Ni siquiera tienes que prestarle atención. Solo haz lo necesario para mantener las apariencias. Ella sabrá cuál es su lugar —su tono de voz se volvió más persuasivo—. A todas luces tú necesitas a una esposa y debe ser alguien que ya tenga aprendidas las reglas del juego en una relación del tipo que te estoy ofreciendo, que sepa mantenerse al margen, que no interfiera en tu trabajo. Elise hará exactamente eso. No tendrá poder sobre ti, ni voz en tus asuntos. Será un fantasma en tu vida. Ni te molestará por demandar que le des dinero, ella ya lo tiene. Mi dinero. Solo le falta un marido.
Adrian se reclinó en su asiento, al tiempo que sonrió sutilmente. Comenzaba a agradarle la practicidad de Kauffman. Lo miró con atención mientras mentalmente sopesaba sus opciones. Comenzaba a aceptar que esta reunión estaba siendo más fructífera de lo que esperaba.
Su tiempo era invaluable y no solía desperdiciarlo en reuniones que no le aportaran un beneficio tangible. Sin embargo, la oferta de Kauffman era demasiado lucrativa para ignorarla. Aceptaba que con el dinero podía comprarse muchas cosas, pero lo que Kauffman ofrecía era influencia, conexiones con la élite médica y política de Europa. Un paso más hacia la cima.
—¿Y qué ocurre si ella se rehúsa? —preguntó Adrian con un destello de indiferencia en sus ojos grises, brillantes al destello del provecho que le representaría esa sociedad.
Richard dejó su copa en la mesa y cruzó los dedos sobre su regazo, sonriendo con la satisfacción de un hombre que ya había calculado todas las posibilidades.
—No tiene opción. Elise hará lo que se le ordene. Sabe que su vida de privilegios depende de ello. No es estúpida. Si alguna vez sueña con rebelarse, sabrá que no hay ningún lugar en el mundo donde pueda escapar de mi alcance —el tono de la voz de Kauffman adquirió un filo peligroso—. No crío hijas para que sean soñadoras, Adrian. Las crío para que sean herramientas útiles.
Maddox arqueó una ceja, le sostuvo la mirada al ver los alcances de su personalidad. Había pocas cosas que le desagradaban más que la incompetencia y la debilidad emocional, pero si Kauffman garantizaba que su hija sería dócil y discreta, no tenía razones para rechazar el trato. Podría considerar su decisión de mantenerse al margen del matrimonio. La clínica y la cirugía eran su prioridad, y ahora que Kauffman lo estaba proponiendo como líder del laboratorio, que promete ser el más grande en todo el continente, todo lo demás era irrelevante.
—Quiero total autonomía en mi matrimonio —dijo finalmente, su tono de voz era tan cortante como un bisturí—. No interferencias. No quiero problemas innecesarios. Los problemas que puedan surgir entre ella y yo, no serán de tu incumbencia, si los llegara a haber por supuesto. Por tus palabras espero que no. Si criaste a una niña juiciosa, espero que esté al nivel de lo que espero. Porque te advierto que si esto se convierte en un estorbo, me desharé de ella sin contemplaciones.
Richard sonrió con aprobación.
—Eso no será necesario. Elise entenderá su papel. Y si alguna vez se atreve a olvidarlo… no dudes en buscarme, yo me encargaré de recordárselo —manifestó Kauffman con una seguridad que le agradó a Adrian.
Con esta afirmación se extendió entre ellos un silencio que fue más elocuente que cualquier contrato firmado. Encajaron a la perfección, dos hombres fríos y calculadores, sin mucho que discutir y de acuerdo en todo, acababan de sellar un pacto que cambiaría la vida de dos mujeres que no tenían derecho a decidir su propio destino.