Una propuesta sin aparentes consecuencis

3113 Palabras
—No voy a hacerlo —dijo Elise, con la voz temblorosa, el temor anidaba en su pecho. El despacho de Richard Kauffman olía a madera pulida y tabaco caro, una combinación que impregnaba la estancia con una sensación de poder y dominio absoluto. La iluminación era tenue, apenas suficiente para destacar la oscura madera del escritorio imponente tras el cual él se sentaba como un rey en su trono. Elise estaba de pie frente a él, con los puños apretados y el corazón golpeándole el pecho como un tambor de guerra. Su padre, sin embargo, la miraba con la indiferencia de quien observa un problema menor que debe resolverse con eficacia. —¿Me estás escuchando papi? —inquirió nerviosa—. No puedo hacer semejante locura —agregó casi en un susurro. Richard Kauffman levantó la vista del documento que estaba firmando y arqueó una ceja, como si la insubordinación de su hija le pareciera un concepto tan absurdo que ni siquiera valía la pena considerar. —No es una solicitud, Elise. Es un hecho —expresó en tranquilidad. —No puedo casarme con un hombre al que nunca he visto. Es una locura. Es…—buscó las palabras, pero lo único que encontró fue una ola de desesperación—. No puedo hacerlo. No quiero hacerlo. Richard dejó la pluma con la calma de un hombre que siempre obtiene lo que quiere. Se reclinó en su asiento y entrelazó los dedos con una lentitud que solo hizo que el nudo en el estómago de Elise se apretara aún más. —Tu opinión no es relevante en esto —expresó firme— Harás lo que es debido. Ya se ha firmado el acuerdo. Adrian Maddox tendrá a su esposa y yo tendré la inversión en su clínica. Todos ganan. —¿Todos? —la voz de Elise se quebró—. ¿Dónde quedo yo en esa ecuación? Richard la miró con la paciencia calculada de quien siempre lleva ventaja y gana al final —Tendrás una vida acomodada, un apellido respetable, obvia,emte despues del nuestro, y estabilidad. Más de lo que muchas mujeres pueden soñar. ¿Quieres que hablemos de lo que pasaría si te niegas? —Su tono de voz se volvió gélido, pausado pero abrumador—. No tienes muchas opciones, Elise. No tienes nada sin mí. ¿Acaso piensas huir? ¿A dónde? ¿Con qué dinero? ¿Tienes esperanza de lograr casarte? —le preguntó sin importarle el efecto de esa interrogante en ella—. No creo. Elise sintió que el aire le faltaba. Su padre no la amenazaba con gritos ni violencia física. No lo necesitaba. Sus palabras eran una jaula, un laberinto sin salida y más si iban acompañado del veneno ofensivo que de vez en cuando sacaba a relucir. —No quiero casarme con él… —susurró, pero su voz sonó diminuta, intrascendente. Richard la ignoró. Le resultaba tedioso tener esa conversación. En su mente, el asunto ya estaba cerrado. Como muestra de ello, ignorando su negativa, pasó alrededor del escritorio, tomó las llaves de su auto y los lentes de sol y salió del despacho dejándola sola. Elise, impactada por la tranquilidad de su padre, no se movió de su lugar. El silencio que quedó tras su partida se sintió como un abismo insondable. Fría, con la sal de las lágrimas quemándole los ojos, apenas pudo respirar. Sabía que su padre era de decisiones radicales y hasta irracionales, pero no al extremo que acababa de demostrar. Richard Kauffman parecía no solo ignorar sus sentimientos, sino que los despreciaba con la misma facilidad con la que cerraba un trato de negocios. Se abrazó a sí misma, temblorosa, mientras su mente intentaba procesar la magnitud de lo que acababa de ocurrir. Se agarró la cabeza al dimensionar la imposición de su padre y aceptó que sí, claro que él había calculado cada detalle. Fue claro: el acuerdo estaba firmado, ella no tendría voz ni voto en semejante atrocidad. Se sintió perdida, atrapada en una jaula de oro que más bien se sentía como una celda sin salida. El nudo en su garganta se hizo más grande. Cada rincón de aquella casa, con sus muebles elegantes y su aire de grandeza, se sintió opresivo, como si las paredes se cerraran sobre ella. Sus manos estaban frías, sus piernas débiles. Sentía el peso de la desesperanza, la certeza de que su destino ya estaba escrito y que cualquier intento de rebelión no haría más que empeorar su situación. Porque sabía que su padre no solo era despiadado, sino que también era paciente. Si ella se negaba, encontraría la forma de doblegarla. Lo había hecho con otros antes, lo haría con ella sin dudarlo. Él no alzaba la voz ni usaba la violencia física; su arma era el poder, la manipulación, el control absoluto. Y ella, como siempre, estaba indefensa ante él. No tenía coraje para volver a enfrentarlo. Temía su reacción, pero más aún temía su indiferencia, esa mirada gélida que la reducía a nada. Su vida estaba acabada, y lo peor de todo era que ni siquiera podía gritarlo. Lena, su otra hija, gemela de Elise, quien había estado en una sesión de fotografías, tuvo que interrumpirla al recibir la llamada de su hermana. No contestó al primer llamado, lo ignoró, tampoco al segundo, ni al tercer, al cuarto, menos al quinto, pero cuando su teléfono volvió a repicar por séptima vez, se preocupó. Pensó que algo grave y de urgencia había sucedido con ella o su padre. Decidió devolverle la llamada. —Eli, hermanita ¿Qué pasa? ¿Por qué tantos llamados? Casi me revientas el teléfono, estoy trabaj…. —Un llanto la interrumpió. —Lena, te necesito —fueron las palabras que esbozó una Elise aturdida por las lágrimas que no dejaban de salir de sus ojos y lograban que un nudo se atenazara en su garganta impidiéndole hablar. —Ay, Dios. ¿Qué sucedió? —inquirió preocupada. Pasaron unos segundos para que Elise le respondiera, era evidente el nivel de perturbación que tenía,s e notaba en el llanto incesante y los sollozos espasmos, como si quisieran ahogarla. —Ven… ven a… ven a casa, por favor —fue la respuesta de Elise y colgó la llamada. No transcurrió ni una hora cuando Lena, como desquiciada estacionó su camioneta en la entrada de la mansión Kauffman, el guardia de seguridad de turno tuvo que correr a recibirla porque ella no se detuvo en la entrada como lo hacía habitualmente. —Señorita ¡Qué susto me dio! —le dijo el hombre de unos treinta y tantos años, enfundado en un traje impecable de saco y corbata—. Imaginé que era un invasor. —¡Por Dios! Tobias deja el drama, ¿No vas a saber que soy yo? —le respondió y le lanzó las llaves de la camioneta en el aire para que la estacionara. Conociendo su personalidad tan desinhibida, el guardia se sonrió y tomó las llaves, sacudió la cabeza a los lados en negación por la forma tan irreverente de ser de Lena y abordó la camioneta; mientras tanto Lena con su bolso debajo de su brazo, caminaba apresurada hacia el interior de la mansión mientras llevaba a lo alto de su cabeza sus lentes de sol. Ni siquiera porque llevaba puestos unos tacones altos de aguja tipo sandalias de tiras, y una falda tipo lápiz se preocupaba por caminar despacio. Para nada, era una mujer segura de sí misma, y tan segura era que en cada pisada el suelo bajo sus pies resonaba sin riesgo alguno de que el tacón se doblara. Así era siempre en la vida, para todo, y eso era lo que le faltaba a Elise. «Ahora ¿Qué te sucedió, Elise?» se preguntó Lena en la mente cuando pasó el vestíbulo. —Señorita, buenas tardes —la saludó el mayordomo. —Don, hola —le respondió al tiempo que le dio dos palmadas en el brazo, como cual camaradería, el hombre mayor se sonrió—. A ver, dime algo ¿Dónde está metida mi hermanita? —La señorita Elise estaba hace un rato en el despacho con el señor Kauffman, pero él salió y ella creo que se quedó allí —le informó el hombre. —Mmm —respondió Lena, tosiendo el labio. «Papá ¿Qué le hiciste a Elise?», se preguntó en la mente asumiendo que él era el culpable del llanto de su hermana. —¿Desea que le lleve algo de tomar? —preguntó el hombre. —Fijate que sí, te agradecería algo frío, estaba en una sesión de fotos y los reflectores son excesivamente calurosos —accedió y se encaminó al fondo del primer nivel. Al ingresar al despacho se encontró con una Elise, encogida sobre el sofá en un rincón, la cabeza pegada al espaldar mientras su rostro estaba enrojecido por el llanto. Lena soltó su bolso y caminó presurosa hacia ella, la abrazó como lo haría una madre. —¿Qué sucedió? —le preguntó. Esperó a que se recompusiera y se decidiera a contarle mientras la abrazaba. Hasta que Elise levantó la mirada para dejarle ver sus ojos azules empañados por las lágrimas. —Mi padre me comprometió en matrimonio con un hombre que no conozco —lanzó Elise dejando a Lena petrificada de la impresión. Lena parpadeó al rato, miró a los lados y se echó hacia atrás para buscar algún signo de broma en su hermana. —Dime que esto es… —No, Lena, no es una broma —aclaró Elise en seguida, interrumpiéndola—. Sabes bien que si se trata de papi, no hay broma alguna. De la impresión Lena, arrastró una de las sillas para quedar sentada de frente a Elise. —¿Qué le pasó? ¿Qué locura lo llevó a hacer esa idiotez? ¿En qué época estamos? —cuestionó incrédula. —Cerró otro de sus negocios y el medio de canje que consideró fue mi persona y una bendita inversión que hizo no sé en dónde —respondió Elise. —¿En serio? —Sí, me restregó en la cara que no tengo otra opción para casarme. La rabia crispó el humor de Lena. —¿Cómo se le ocurre maltratarte de esa forma? —Es papi, Lena, ¿Podemos esperar algo distinto? —No se tú, pero yo sí. Yo sí espero que comience mínimo a respetar nuestras decisiones, porque supongo que pusiste objeción. —Sí, pero me dijo que no contaba mi opinión…. Tan irrelevante era su opinión que los preparativos continuaron sin importar sus súplicas ni los constantes reclamos de Lena. Los días pasaron como un carrusel en el que Elise solo era una pasajera más, incapaz de detener la marcha. Se vio arrastrada en un torbellino de decisiones ajenas: el vestido blanco de encaje importado, la lista de invitados seleccionada meticulosamente por su padre, la recepción fastuosa en uno de los salones más exclusivos de Múnich. Todo se organizó con detalle y elegancia, como si su vida no fuera más que una transacción que debía ejecutarse sin margen de error. Al principio, Lena había intentado interponerse, había discutido, peleado, incluso amenazado con revelar la verdad, pero llegó un momento en que entendió la inutilidad de sus esfuerzos. Elise, resignada, se rindió. La lucha era una batalla perdida desde el inicio. Se entregó sin resistencia a un destino incierto, a un matrimonio con un hombre que no conocía, en una jaula de oro que solo simbolizaba la opresión disfrazada de lujo. Y así llegó el día señalado, con todos los aspavientos y el derroche que representaba ser la hija de Richard Kauffman. La catedral se vistió de flores blancas, el altar resplandecía bajo la luz de los candelabros de cristal, y los invitados, figuras poderosas de la alta sociedad, susurraban entre sonrisas hipócritas. Todo era impecable, perfecto… excepto por la ausencia de la única persona que debía querer estar allí. Dentro del pequeño salón reservado para la novia, Elise se encontraba sentada en un diván de terciopelo blanco, con la mirada perdida en el espejo de cuerpo entero frente a ella. La imagen que le devolvía el reflejo era la de una mujer atrapada en un destino que no había elegido. Su vestido de encaje bordado caía sobre su cuerpo como una prisión de lujo, y sus manos temblaban al sostener el ramo de flores blancas. Sentía un nudo en la garganta, el aire le pesaba en los pulmones, y el pánico trepaba por su pecho como una sombra sofocante. De repente, sin poder contenerse más, explotó: —No tengo fuerzas para dar este paso. Su voz, entrecortada y débil, resonó en la habitación, haciendo que Richard Kauffman se girara con un movimiento tenso y abrupto. Lena, que hasta ese momento había estado en silencio, se cruzó de brazos y bajó la cabeza con resignación. —¿Qué estás diciendo? —inquirió Richard con tranquilidad, frotándose la sien con impaciencia—. Hoy te casas porque así está decidido. Elise tragó saliva y negó con la cabeza, sus labios temblaban. —No, papá, no tengo valor. Ese hombre no me conoce, ni yo a él. No tengo fuerzas para fingir delante de todos, no puedo… —repitió, su voz subía de tono con desesperación. Richard apretó la mandíbula y avanzó hacia ella con pasos firmes, su presencia se volvía imponente, amenazante. —No sé qué vas a hacer para controlar esos nefastos nervios, pero no voy a quedar mal con Maddox —le advirtió con frialdad—. Él ya está afuera, esperándote. Te corresponde cumplir con la parte que te toca… o ya sabes lo que pasará. Elise sintió un escalofrío recorrerle la espalda. —Ese trato lo hiciste tú —intervino Lena con un dejo de ironía. Richard la fulminó con la mirada antes de responder con voz pausada y peligrosa: —Independientemente de eso, ya todo está en marcha. Afuera te espera tu futuro esposo y los invitados desean ver a una novia entregada y feliz. Con total tranquilidad, se acomodó el corbatín en un gesto mecánico, como si no estuviera obligando a su hija a un destino que la aterrorizaba. La presión en el pecho de Elise se hizo insoportable. —No iré —susurró primero, y luego alzó la voz con más convicción—. ¡No iré! Enciérrame, tírame a una jauría de perros, haz lo que quieras, pero no iré. Su cuerpo temblaba y su voz temblorosa denotaba que no era un acto de valentía, sino de puro pánico. Ella no era una mujer fuerte, nunca lo había sido. Lena la observó en silencio, sorprendida por el nivel de cobardía que su hermana demostraba. Molesta por la debilidad de Elise, Lena se preguntaba: «¿Acaso no entendía que cuanto más suplicara, más se deleitaba su padre en someterla?» Se mordió el labio inferior para contenerse de decirle lo que realmente pensaba. Ya bastante había intentado interceder por ella sin éxito. Richard, en cambio, se quedó en silencio por unos segundos. En su rostro no se reflejaba furia, sino algo peor: cálculo. Estaba considerando una solución, una salida conveniente. Finalmente, se giró sobre sus talones y habló con la misma calma con la que firmaba un contrato de negocios. —Vas a tomar el lugar de tu hermana. Elise contuvo el aliento. —¿Qué… qué dijiste? —murmuró Lena con incredulidad. —Lo que escuchaste —confirmó Richard con decisión—. Tú vas a casarte en su lugar. Lena pestañeó, incapaz de creer lo que estaba escuchando. Su padre la miraba con total naturalidad, como si le estuviera pidiendo que le hiciera un favor insignificante. —No debes preocuparte, no pongas esa cara —continuó con sorna—. Será un acto sin mayor complejidad… Después de todo, tienen la misma cara, el mismo… —hizo una pausa y la recorrió con la mirada, evaluándola de arriba abajo—. Sí… el mismo cuerpo. Lena sintió la bilis subirle a la garganta ante su tono condescendiente, pero no se inmutó. —No hay razón para tanto drama —dijo, evaluándola con la mirada de un hombre que solo veía oportunidades, nunca hijas—Nadie notará la diferencia entre una y otra. Solo debes ponerte dentro de ese vestido, sonreír, firmar el acta y pasar unas horas en la mansión. Cuando Maddox se duerma, Elise tomará su lugar. Elise ahogó un grito de horror. —¡No! —Si no es ella, entonces párate de ahí y pon la cara —exigió Richard con un tono peligroso. Elise se encogió en el diván, temblando. No podía, no quería… pero tampoco tenía fuerzas para enfrentarlo. Lena lo miró, incrédula. Para su padre, todo se reducía a números y conveniencia. Un problema, una solución. Sin dilemas, sin reparos. Pero ella sabía la verdad: si no lo hacía, Elise no sobreviviría a esa noche. Así que aceptó. No por obediencia, sino porque, a diferencia de su padre, tenía corazón. Y porque, a diferencia de Elise, ella no se vería realmente afectada, su actuación sería efímera. El silencio se instaló en la habitación como una losa. Finalmente, Lena lo rompió con un suspiro pesado. —Está bien, lo haré —dijo al fin. Elise la miró con los ojos desorbitados. —¿Qué? Lena se encogió de hombros con un gesto despreocupado. —Si solo se trata de firmar para amarrar al marrano… —su tono irónico le valió una mirada asesina de su padre—. Perdón, para asegurar el negocio de la familia, entonces lo haré. Se acercó a Elise y la señaló con el dedo. —Ahora, párate y dame ese vestido. Y escúchame bien, apenas termine este circo, te doy dos horas para estar en esa casa —exigió en un tono autoritario—. No sé cómo lo harás, pero en dos horas más te vale que estés ahí, o el excelentísimo doctor Maddox se enterará de que no soy su tan anhelada esposa. El rostro de Elise reflejaba terror y confusión. En cambio Lena, con una sonrisa helada la miró. —Ánimo, hermanita —añadió Lena, agrgandole cierto dejo venenoso a su sonrisa—. Te recuerdo algo, si no te funciona ser la trapecista estrella de este circo, siempre te queda el divorcio —le guiñó un ojo. Sabía que esas palabras harían explotar a Richard, pero le daba igual. Si Elise no era capaz de tomar las riendas de su vida, entonces ella simplemente se limitaría a resolverlo a su manera. A su lado, su padre sonreía con satisfacción. Todo estaba arreglado.
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