La catedral se alzaba imponente en medio de la ciudad, como un coloso de piedra que parecía desafiar al tiempo. Las gárgolas talladas en sus muros vigilaban desde las alturas, inmutables, como si anticiparan lo que estaba por suceder dentro. El sol, filtrándose por los vitrales, proyectaba figuras sagradas sobre el mármol del suelo, pero ni la luz divina conseguía calentar el aire glacial que dominaba el ambiente.
Lena caminaba prendada del brazo de su padre, Richard Kauffman, por el pasillo central con paso firme. Vestida de blanco, bajo capas de encaje y tul, el corsé ceñido a su figura ocultaba cualquier signo de inquietud. Su mirada, fija al frente, no titubeaba. Ni una pestaña tembló. No era su boda. No era su vida. Ella solo jugaba el papel de Elise.
A los costados, los invitados, hombres de trajes oscuros, mujeres enjoyadas, la observaban con una mezcla de curiosidad y sospecha. Nadie la conocía realmente. Nadie conocía a la verdadera Elise tampoco. Solo importaban los apellidos, la unión de dos imperios familiares, sellar ese jugoso negocio con anillos.
En el altar, Adrián esperaba. Alto, de porte aristocrático y rostro rígido y frío como el mármol, sus ojos helados la diseccionaron desde la distancia. Vestía un esmoquin n***o hecho a medida que remarcaba la rigidez de sus hombros y la dureza de su mandíbula. Parecía más una estatua que un hombre. Lena supo al instante que aquel no era alguien que fingiera. Adrián era exactamente lo que mostraba: hielo, desprecio y dominio.
La impresión que se llevó Adrián al verla fue, por un instante, de impacto. Pero no del tipo agradable.
Él esperaba a una niña mimada, delgada hasta rozar la fragilidad, con aire de capricho y modales ensayados; alguien a quien pudiera ignorar sin culpa, una figura ornamental que no ocupase espacio en su mundo ni en su pensamiento. Estaba acostumbrado a mujeres de líneas pulidas, cuerpos diseñados como vitrinas de perfección, delgadas como modelos de pasarela, que sabían mantenerse en su lugar, sin alterar el equilibrio de su entorno ni demandar atención más allá de lo necesario.
Pero aquella mujer que avanzaba por el pasillo hacia él… no era eso.
Era una presencia que llenaba la nave entera con cada paso. No por estridencia, sino por dimensión.
Su cuerpo era voluptuoso, de talla grande, con curvas pronunciadas que el vestido no ocultaba sino que celebraba. Una elección osada, pensó con fastidio, como si ella no entendiera que su apariencia debía, al menos, intentar complacer la vista. No había disimulo. No había intención de encajar. Y eso, para Adrián, ya era un problema.
El rostro era hermoso, sí. Tenía facciones proporcionadas, una belleza evidente, clásica incluso. Pero su contextura lo arruinaba todo a sus ojos. El moño alto, el tocado de pedrería, el maquillaje perfectamente aplicado… todo eso podía disfrazar un rato, pero no cambiar la realidad: no era el tipo de mujer que él deseaba tener a su lado, mucho menos en su cama.
La observó avanzar con esa seguridad que rozaba la arrogancia, como si no fuera consciente de lo inapropiada que resultaba para ese altar. Cada curva, cada centímetro de tela ajustada, lo exasperaba más. Era demasiado. Demasiado cuerpo. Demasiada presencia. Demasiado para él.
«Con razón ofreció semejante trato», pensó, tragando su molestia con una copa de champán que ya no le sabía a nada. «¿Quién podría querer casarse con ella así?»
El desprecio se filtró en su mirada mientras la recorría con ojos gélidos. La escaneó sin pudor, como si estuviera evaluando una mercancía defectuosa que no había pedido. No disimuló la mueca que se formó, apenas perceptible, cuando sus ojos descendieron por sus caderas amplias. A su juicio, era una provocación innecesaria y vulgar.
Cuando ella se detuvo frente a él, erguida, serena, sin titubeos en la mirada, él no extendió la mano. No la saludó. No intentó siquiera parecer cordial.
La frialdad con la que la miró fue suficiente.
Ella le devolvió la mirada sin pestañear, sin intentar disculparse por ser lo que era. Ni una sonrisa tímida, ni un gesto de incomodidad. Eso lo irritó aún más. ¿Ni siquiera fingiría sumisión? ¿Ni siquiera se avergonzaba de su exceso?
Lo supo en ese instante: detestaba esta unión.
Y más aún, la detestaba a ella. No por lo que había hecho, sino por lo que representaba. Porque no encajaba. Porque no cumplía con su estándar. Porque estaba ahí, frente a él, desafiando su gusto, su mundo, su control… sin siquiera abrir la boca.
Y eso era imperdonable.
Cuando fue consciente de que no había vuelta atrás él le extendió la mano con un gesto mínimo, era evidente, por lo menos para ella que conocía la parte cruda de la historia, que lo hacía por obligación. Lena la tomó sin temblar. Sintió su piel fría, como si la sangre no circulara por sus venas.
—Llegaste puntual —murmuró Adrián, apenas moviendo los labios—. Debe ser lo único que hagas bien —agregó de manera odiosa. Lena lo odió.
—Tranquilo —le respondió ella, con una media sonrisa que no alcanzó sus ojos—. Solo tengo que hacerlo una vez —guiñó un ojo y sonrió sutilmente porque le llevaba una ventaja, solo ella entendía su comentario y agradeció que fuera cierto.
Se dijo en su mente que no soportaría una semana al lado de ese hombre si solo iba a ofrecer hielo.
Con el orgullo que le caracteriza decidió ignorarlo y ver al frente. Adrian seguro de que era quien tendría el control de todo a partir de ese momento hizo lo mismo.
Un silencio breve y afilado se alzó entre ellos antes de que comenzara la ceremonia. El sacerdote, ajeno al juego de cuchillas que se desarrollaba ante él, inició el ritual con la solemnidad correspondiente. Las palabras se sucedían, pero en el fondo, eran poco más que eco en la mente de ambos.
Algunos invitados, sentados en la primera fila. No le dirigieron una sola mirada a Lena durante toda la ceremonia, supuso ella que eran familia de su despreciable casi fingido esposo. Su cuerpo, perfectamente erguido, parecía tallado por la obligación. Solo sus ojos, brevemente entornados, dejaban ver el desprecio. Era un matrimonio pactado, impuesto, por conveniencia. Y la presencia de Lena, ocupando el lugar de otra aunque nadie lo sabía, le resultaba aún más ofensiva.
Cuando llegó el momento de los votos, Adrián habló sin convicción, con un tono seco que raspaba. Su voz, profunda y grave, no tenía un solo matiz de emoción.
—Prometo tolerarte. Y cumplir con lo que se espera de mí. Nada más.
Un murmullo apenas perceptible recorrió a los invitados. Algunos intercambiaron miradas incómodas, otros simplemente sonrieron con hipocresía. Lena sostuvo su expresión imperturbable. Sus labios se curvaron con una delicadeza estudiada, sin mostrar emoción.
—Acepto —dijo con calma, sin titubeos.
No era Elise. No era su boda. No era su esposo.
Cuando el funcionario los declaró marido y mujer, Adrián no la besó como lo haría un verdadero esposo. Solo la miró con una expresión que oscilaba entre el asco y el tedio. Hasta que obligado por la formalidad y las cámaras, se acercó a ella, apoyó los labios en su mejilla como si besara a una figura de mármol, y le susurró al oído con una voz que era filo y hielo al mismo tiempo:
—No olvides lo que eres para mi: un nombre útil. Una sombra que ocupa un lugar. Esto no es amor. Esto es el precio de un trato.
Lena no parpadeó. No se estremeció. Su rostro permaneció intacto, inexpresivo, mientras sentía la amenaza envuelta en la suavidad de aquel aliento masculino. Lo había previsto. Lo había anticipado todo. Su trabajo era no ceder. No flaquear. Y no lo haría.
La ceremonia terminó entre aplausos suaves y risas forzadas. Los invitados se acercaban a felicitar, a fingir, a posar para las fotos. Lena caminaba entre ellos con la gracia distante de una reina sin reino. Adrián se mantenía siempre medio paso detrás, como si el simple contacto con ella le repugnara.
Una mujer mayor, vestida de azul marino y joyas pesadas, se acercó con una sonrisa que no alcanzaba a disimular la curiosidad:
—Mi querida Elise, estás… radiante.
Lena sonrió con la boca, no con los ojos.
—Gracias. Ha sido un día… inolvidable.
Adrián intervino con voz cortante:
—Eso esperamos todos. Que lo recuerde bien.
La mujer se retiró, incómoda, sin entender del todo la tensión que hervía bajo la superficie. Pero otros lo notaban. Susurros entre sonrisas disimuladas, miradas de reojo. Lena era la intrusa, la mujer que nadie conocía bien, pero la esposa, esa que Adrián no se molestaba en ocultar que despreciaba.
En un momento, mientras la música llenaba la nave central de la catedral convertida en salón de recepción, Lena se acercó a una de las columnas y se permitió un breve instante a solas. Observó el vitral de la Virgen que dominaba el ábside. La luz que atravesaba los cristales teñía su rostro de azul y rojo. En silencio, pensó en Elise. ¿En dónde estaría? En sí ¿sabría que el tiempo se le estaba acortando?
—¿Arrepentida ya? —preguntó la voz de Adrián a su espalda.
Lena giró apenas la cabeza. Él estaba allí, imponente, con una copa en la mano y esa mirada que parecía perforarlo todo.
—¿Debería estarlo? ¿No se supone que esta es la boda más esperada? ¿Hasta por mí?
—No creo que tengas el lujo de arrepentirte —respondió, dando un sorbo a su bebida sin apartar los ojos de ella—. No tenías opción; además ya firmaste tu condena.
—No es mi condena —dijo ella con suavidad—. Es la tuya.
Hubo un destello de algo en los ojos grises de Adrián. No furia, no sorpresa. Solo… interés. Como si no esperara que ella supiera jugar el mismo juego.
—No eres como creí —dijo, más para sí mismo—. Tu padre no me describió… esto —adujo escaneándola integra en una fugaz observación.
—Tú tampoco eres lo que imaginé. Te creí… distinto —respondió despectiva.
Él dio un paso hacia ella. Su presencia llenó el espacio. La catedral era grande, pero en ese instante, Lena sintió que el aire se estrechaba, que el silencio era más denso. No le agradó su respuesta mucho menos la expresión de su rostro.
—No me conoces —susurró Adrian.
—Tampoco me interesa hacerlo.
Adrian sonrió por primera vez. Fue una mueca breve, más peligrosa que amable.
—Veremos cuánto tiempo puedes mantener esa frialdad. No eres la primera en intentarlo. Pero todas terminan igual.
Lena se inclinó hacia él, lo suficiente para que solo él la oyera.
—Yo no soy "todas".
Y se alejó dejándolo con varias interrogantes.
La catedral, testigo de juramentos y mentiras, guardaba en sus muros el secreto de aquella unión falsa. La verdadera Elise estaba ausente. La impostora había tomado su lugar con una entereza que nadie esperaba, pero urgida por terminar con eso y volver a su vida. Le molestaba ser hipócrita. Aunque lo desempeña bien no se le da el disfrutarlo por mucho tiempo.
Y mientras los invitados seguían celebrando una boda que no sabían falsa, Lena caminaba entre ellos con la dignidad intacta. Ni una grieta en la máscara. Ni una fisura en la voluntad.
La guerra había comenzado. Y Lena no había bajado la guardia. Ni por un segundo.
—Eres buena —susurró una voz grave y seca a su oído, sorprendiendo a Lena.
Se giró con lentitud medida. Richard, su padre, estaba justo a su lado, con una copa de champán en la mano y una sonrisa ladeada que no llegaba a sus ojos. Había algo perversamente tranquilo en su manera de estar, como si todo esto fuera apenas un juego con piezas ya dispuestas a su favor.
—No me diste opción —respondió ella sin girarse del todo, fingiendo una sonrisa para una cámara que acababa de enfocarlos—. ¿Qué esperabas?
La sonrisa de Richard se ensanchó apenas. No era necesario tensar la cuerda. Bastaba con insinuar que podría hacerlo para que todo se moviera a su voluntad. Y hoy, con mínimo esfuerzo, había cerrado uno de los negocios más lucrativos de su carrera.
—Espero que así como tú cumpliste, Elise haga su parte —dijo con apatía, ocultando el desprecio detrás de la copa al llevarla a los labios—. No soporto estar un minuto más en esta farsa.
Lena mantuvo la compostura. Su mirada seguía recorriendo el salón como si escuchara banalidades, pero cada palabra calaba en la armadura que se había puesto dos horas atrás.
—No es tan malo como parece —añadió Richard con una frialdad pulida por los años—. Con el paso de los días, uno se acostumbra.
—Jamás me acostumbraré a lo malo —replicó Lena mirando con desprecio a Adrian, con un tono de voz tan frío como él.
—La vida da sorpresas, mi joyita en desuso —replicó su padre, burlón.
Lena torció los ojos sin perder la elegancia y forzó una sonrisa para una invitada que se acercó a saludarla. Los dientes apretados eran su único indicio de incomodidad.
—Sácame de aquí —le murmuró a Richard entre dientes, aún sosteniendo la copa con gracia.
Él la miró con cierto orgullo y alzó la mano con teatralidad.
—Maddox —llamó—, creo que ya es hora de que mi princesa se retire. Está agotada. Merece descansar.
—Por mí no hay problema —respondió Maddox, que se había mantenido distante hasta entonces—. Hace rato que quiero salir de este lugar.
Iba a adelantarse, indiferente, pero Richard lo detuvo con un tono de voz afilada.
—Independientemente de lo que suceda de puertas hacia adentro —dijo con voz pausada pero firme—, recuerda mostrar una imagen de familia perfecta. Mi inversión merece el sacrificio. Toma a mi hija de la mano y sácala de aquí como se debe. Lo que hagas con tu vida luego no me interesa, pero ahora honra el acuerdo.
Adrián tensó la mandíbula. Le repugnaba que alguien pretendiera darle órdenes.
—¿Recuerdas lo que te dije? —le gruñó.
—Que yo sepa, aquí no hay conflicto —intervino Richard con tono calculador—. Por lo menos, no generado por ella. Mientras no te haga quedar en ridículo, tú actúas como el esposo abnegado. Cada centavo que invertí vale la pena recordarlo.
Lena arqueó una ceja, reprimiendo una carcajada. Aquellas palabras serían, sin duda, el epígrafe perfecto para una vida conyugal feliz.
—Por lo menos no es tan desconsiderado» pensó en su mente. Dejó ver una sonrisa apenas visible, mientras se aferraba a la mano de su nuevo "esposo".
Y juntos, de la mano como pedía el guión, cruzaron la nave de la catedral bajo la mirada de todos. Fríos. Perfectos. Falsos.