Veintidós meses después:
El despacho de Richard Kaufmann olía a cuero y tabaco, una combinación que a Lena siempre le había parecido asfixiante y en esa ocasión era mucho más abrumador. Las paredes de madera oscura y la imponente biblioteca que enmarcaba el enorme escritorio le daban al lugar un aire de tribunal, donde su padre no era solo el juez, sino también el verdugo.
—No lo haré —declaró Lena, cruzando los brazos sobre su pecho.
Su blusa de seda carmesí contrastaba con la seriedad de la situación, pero no con su temperamento. Había heredado la rebeldía de su madre, quien se había marchado cuando ella y Elise tenían ocho años.
Richard, un hombre de cabello entrecano y mirada acerada, entrecerró los ojos con impaciencia.
—No tienes opción —expresó en un tono de voz pausado, con una seguridad que le hacía hervir la sangre a Lena.
Lena soltó una risa seca.
—Siempre hay una opción, papá. Y la mía es decirte que busques otra forma de manejar los desastres de Elise.
Su padre suspiró pesadamente, pasándose una mano por el rostro. Vestía un traje n***o de tres piezas impecable, como siempre. Nunca había sido un hombre paciente, y Lena lo sabía. Así como también sabía de sobra que tampoco era un hombre que aceptara un no por respuesta.
—Sabes lo que está en juego. —Su tono de voz bajó peligrosamente—. Si Elise no regresa, Maddox pedirá el divorcio, y si eso sucede, nuestra sociedad con la clínica caerá. Eso significará la ruina, Lena.
Lena frunció el ceño.
—No exageres, no es para tanto…¿Y qué? Elise nunca ha sido feliz con él. ¿De verdad quieres obligarla a volver a un matrimonio que la consume? —inquirió en un tono de voz tranquilo, pero que para su padre resultaba un desafio.
—No estoy pidiéndote que pienses en Elise —cortó Richard—. Estoy pidiéndote que pienses en la familia.
Lena sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Había esperado esto, pero escucharlo en voz alta una vez más lo hacía peor. Su padre nunca había entendido a Elise, y ahora tampoco parecía interesado en hacerlo.
—No me importa la maldita sociedad —soltó Lena, desafiante—. No me importa Maddox, y no me importa lo que Elise decida hacer con su vida. No voy a convertirme en ella una vez más solo porque tú lo ordenes.
Su padre se inclinó hacia adelante, con esa frialdad filosa, capaz de atravesar sus sentidos y que siempre la había inquietado.
—Si no lo haces, Lena, tu carrera como fotógrafa terminará hoy mismo. Tengo suficientes influencias para asegurarme de que ninguna revista vuelva a contratarte. —Sonrió, y en esa sonrisa había una certeza despiadada—. Puedo destruir todo por lo que has trabajado en un instante.
El corazón de Lena se detuvo por un segundo. Era un golpe bajo, pero Richard Kaufmann no era un hombre de medias tintas. Conocía sus puntos débiles y sabía cómo usarlos en su contra. Por momentos lo odió, odió todo lo que él representa, odió ser su hija, y peor aún, odió ser la imagen y semejanza física de Elise.
—No puedes hacer eso —susurró por decir algo, pero en el fondo sabía que las palabras de su padre eran una sentencia, eran solo un recordatorio del peso de su puño en donde decidiera colocarlo.
—Pruébame. —la desafió Richard. Se recargó en su sillón de cuero, satisfecho—. Es una simple actuación. Seis meses. No es mucho pedir.
Lena sintió la ira treparle por la garganta, pero también el miedo. Seis meses era mucho tiempo para detener su vida. Seis meses representaba un buen porcentaje de tiempo en el que ella pudiera bien viajar a sus anchas en su trabajo, sería encerrarse en una casa donde seria una desconocida. Seis meses de su vida donde estaría fingiendo ser una mujer que no era. Seis meses en los que estaría atrapada en una jaula dorada con un hombre que despreciaba a su hermana. Seis meses bajo la sombra de un matrimonio fallido.
Y aún así… su padre tenía razón. Cuando quisiera y como quisiera podría arruinarla con una simple llamada. Su trabajo, su independencia, todo lo que había construido con esfuerzo estaba tambaleándose en una cuerda a punto de reventarse si seguía estirándola. Sabía perfectamente de lo que él era capaz. Había visto a su madre luchar, había visto cómo su espíritu libre se quebraba poco a poco hasta que un día simplemente desapareció de sus vidas, huyendo de la jaula que Richard Kaufmann le había impuesto. Y aunque Lena había jurado que nunca terminaría como ella, ahora se veía atrapada en la misma red. Su padre no solo era un hombre poderoso, era un estratega frío y calculador. Sabía exactamente cómo despojar a alguien de sus libertades hasta convertirlo en un títere.
Su madre había perdido la batalla porque no tenía opciones. ¿Acaso ella tenía alguna?
Respiró hondo, sintiendo la desesperación enredarse en su estómago. Seis meses. Solo seis meses y podría recuperar su vida, su libertad. Y lo más importante, podría asegurarse de que Elise no tuviera que volver jamás a esa pesadilla. Además, había algo que jugaba a su favor: no tendría que compartir la habitación con Maddox, mucho menos intimar con él. Elise se había desahogado con ella miles de veces, confesándole entre lágrimas que su matrimonio era tan frío como el hombre con el que se había casado. Apenas habían tenido momentos de intimidad, algo que para su hermana era una fuente inagotable de tristeza y complejos. Pero para Lena… era la clave para cumplir con la orden de su padre sin exponerse más allá de la apariencia. Si solo se trataba de fingir en público y compartir un techo sin realmente convivir con él, tal vez, solo tal vez, podría soportarlo.
Cerró los ojos, inhalando profundo. No tenía salida.
—Bien —escupió la palabra sabiéndole a veneno en su lengua—. Lo haré. Pero cuando Elise decida volver, te aseguras de que pueda vivir su vida sin tus manipulaciones.
—Por supuesto. —Richard sonrió con triunfo—. Me alegra que lo entendieras.
La sonrisa de triunfo que sutilmente se dibujó en el rostro de Kaufmann le revolvió el estómago. No era una sonrisa amplia ni exagerada, pero estaba ahí, apenas formó una curva en sus labios, la suficiente para dejar claro que había ganado. Lena sintió un nudo de asco y furia atenazarle la garganta.
«¿Cómo puede ser tan indiferente al destino de sus propias hijas?», le preguntó el subconsciente mientras lo miraba con desconcierto.
No había un atisbo de remordimiento en sus ojos, ni una pizca de duda en su expresión. Para Lena era evidente que para Richard, ellas no eran más que piezas en su tablero de poder, recursos a utilizar y desechar según su conveniencia.
Elise había pasado años atrapada en un matrimonio infeliz por las expectativas de su padre, y ahora él pretendía lanzarla a ella en ese mismo infierno sin el menor escrúpulo.
«¿Cómo puede ser tan despiadado, tan incapaz de sentir amor genuino por su propia familia? ¿No le remuerde la conciencia?» cuestionó en su mente sin dejar de mirarlo.
Lena tragó en seco, sintiendo la repugnancia treparle por la piel como un veneno. En ese momento, lo vio con una claridad aterradora: Richard Kaufmann no era solo un hombre implacable, era un monstruo escondido tras la imagen de protector.
Lena apretó los puños hasta que sus uñas se clavaron en sus palmas. Lo entendía. Oh, sí, lo entendía mejor que nunca. Su padre no cambiaría, jamás lo haría. Si ni siquiera el amor de su esposa, la mujer que le entregó su vida, la madre de sus hijas, había logrado ablandar su corazón, ¿qué podrían hacer ellas? Solo habían sido piezas en su tablero, herramientas para su conveniencia. Nunca hijas, nunca personas con derecho a elegir.
Las esperanzas de Lena se desmoronaban como cenizas entre sus dedos. No le quedaba nada más que obedecer la orden de su padre si quería conservar su trabajo como fotógrafa.
Sin más opción llegado el momento, se enfrentó a su destino en los próximos seis meses.
El viento helado de Múnich le azotó el rostro cuando descendió del auto frente a la casa de Maddox. Bueno, su casa ahora, o al menos, por los próximos seis meses.
Lena ajustó el abrigo n***o de lana que llevaba sobre el atuendo que cuidadosamente escogió la noche anterior. No era su estilo habitual, pero encajaba con la imagen de Elise, aunque le puso un leve toque de su personalidad. Apretó los labios y se giró hacia el chofer que había enviado su padre.
—Dile a mi padre que el circo ha comenzado —murmuró con sarcasmo antes de tomar su maleta y subir los escalones de piedra con paso firme.
La mansión Maddox era todo lo que Lena había imaginado: fría, imponente y sin una pizca de calidez. Como su dueño. Por las referencias de Elise no esperaba nada distinto. Las paredes grises, los ventanales enormes, las luces tenues y la decoración minimalista hablaban más de Adrian que de Elise. Por la decoración Lena pudo percibir que era de los hombres que valoraba el orden sobre el confort.
«¡Vivir de apariencias!», pensó como una crítica negativa.
No era que a Elise le gustara vivir mal. No. Al contrario, ambas nacieron y crecieron en el lujo, y pese a la intensidad y la frialdad de su padre, por lo menos Richard tenía algo que le dejaba ver una pizca de sensibilidad, aceptaba guardar recuerdos, personalizar los espacios que los han rodeado, salvo los que traigan el recuerdo de Lisa, su ex esposa, la madre de Lena y Elise.
Caminar por los espacios de la mansión Madox daban la sensación de haber entrado a un museo pero minimalista, no había fotografías ni rastros de Elise en la casa, ni siquiera de él. No había fotos familiares ni detalles personales, solo muebles de diseño y un orden impecable, mármol, acero y cristales impecablemente pulidos. Sintió escalofrío. Era como entrar precisamente a un quirófano. La frialdad y el carácter tan impersonal del espacio daban la sensación de la ausencia de calidez en la relación familiar entre quienes han ocupado esos espacios. Como si nadie viviera realmente allí.
Lena se despojaba del abrigo, para dejar ver una blusa blanca de botones y una falda lápiz que acentuaba sus curvas, mientras se paró en medio de la sala con una mezcla de nerviosismo y determinación. Se había recogido el cabello en un moño elegante. Le tocó hasta convertirse en una réplica perfecta del estilo de Elise, y llevaba gafas de montura fina, un detalle que su hermana solía usar.
Y como si la vida no pudiera retardar más el momento de someterse a una prueba de fuego en su primera actuación semestral, Maddox apareció para permitirle verlo desde la entrada de la sala. Lena levantó la mirada y lo vio al pie de las escaleras, con la misma presencia imponente que tenía en las fotos. Alto, de hombros anchos y porte impecable, vestía un traje n***o con una camisa gris sin corbata. Su cabello oscuro estaba perfectamente peinado y la expresión de su rostro no dejaba sino ver una máscara de indiferencia.
—Llegas tarde —fue lo primero que le dijo—. ¿No ibas a anunciarte?
Lena levantó una ceja. No había esperado una bienvenida cálida, pero fue peor, ni siquiera mostró una cortesía mínima. Bien. Ella tampoco pretendía ser sumisa.
—¿Esperabas que me lanzara a tus brazos en cuanto llegara? —respondió Lena con una sonrisa ladeada mientras dejaba caer la maleta junto a la entrada.
Maddox frunció el ceño, desconcertado.
—No recuerdo que tuvieras esa lengua afilada la última vez que hablamos.
Lena avanzó sin prisa por el vestíbulo, deslizando los dedos por el respaldo de un sofá de cuero n***o.
—Tal vez nunca prestaste suficiente atención.
El hombre cruzó los brazos sobre su pecho, estudiándola con la mirada afilada de quien analiza un problema complejo. Sus ojos grises recorrieron su rostro con intensidad, como si estuviera buscando algo… o tratando de recordar algo que no encajaba. Lena sostuvo su mirada sin parpadear.
—Te ves diferente —murmuró finalmente.
Lena inclinó la cabeza, jugando con la manga de su blusa.
—¿Diferente, cómo?
Él frunció el ceño.
—No lo sé. —Su tono de voz era brusco—. Solo… diferente. ¿Qué es este cambio repentino, Elise? Primero desapareces seis meses y ahora vuelves… diferente.
Lena se encogió de hombros, disfrutando la confusión en su rostro.
—La gente cambia, Adrian. O tal vez siempre fui así y simplemente ahora decidí dejarlo salir.
Él no respondió de inmediato. En su mirada se libraba una batalla interna, evaluando cada palabra, cada gesto. Lena sostuvo su mirada sin parpadear. La clave era actuar con la seguridad de quien no tiene nada que perder.
—No te imaginas cuánto me alegra verte recuperada de tus inseguridades —dijo él con un tono que bordeaba la burla—. Aunque debo admitir que este nuevo aire de autoafirmación me parece… inusual.
—Puedes llamarlo como quieras. No esperaba que lo entendieras.
Maddox soltó una risa breve, seca.
—Tampoco esperaba que te importara lo que piense.
Lena alzó una ceja y sonrió con diversión.
—Exacto.
El cirujano negó con la cabeza, claramente desconcertado, pero sin el menor interés en indagar más. Después de todo, su matrimonio con Elise había sido una formalidad impuesta. Mientras ella no se convirtiera en una molestia, él no tenía razones para cuestionar demasiado su comportamiento.
—Tu habitación está en el mismo lugar. —Su tono era indiferente, como si simplemente estuviera cumpliendo con un trámite.
Lena sintió un extraño alivio al confirmar que no compartirían el mismo espacio. Sabía por Elise que la intimidad entre ellos había sido prácticamente inexistente, algo que había llenado a su hermana de traumas e inseguridades, pero que para ella ahora resultaba una ventaja. No tendría que preocuparse por nada más allá de mantener la farsa en lo superficial.
—Perfecto —respondió, tomando la maleta con facilidad—. No tengo intenciones de cambiar nada de su sacrosanto orden.
Maddox le lanzó una última mirada, como si intentara descifrar un acertijo.
—Bien. Espero que así sea.
Y sin más, se giró y desapareció por un pasillo, dejándola sola en aquella mansión helada.
Lena soltó el aire que no sabía que estaba conteniendo y sonrió para sí misma. Había superado el primer obstáculo, pero apenas era el comienzo.
Un sin sabor recorrió su garganta. Estaba adentrándose en un matrimonio basado en mentiras. Enfrentar a un esposo que podía destruirla con una mirada. Vivir seis meses de juego peligroso. Estaba atrapada. Pero si iba a hacerlo, lo haría a su manera. Ya estaba dentro, no había forma de retroceder, a menos que estuviera preparada para asumir las consecuencias.