La primera noche

2716 Palabras
La mansión Madox se alzaba como un monstruo de mármol blanco entre la neblina de la colina. Era vasta, silenciosa, demasiado perfecta. Las columnas al frente sostenían un pórtico que parecía observar todo a su alrededor desde lo alto con desprecio. Así lo estaba sintiendo Lena, quien al sentirse agobiada en su primer día en esa casa donde es una desconocida, decidió salir a dar un paseo por los alrededores. En su recorrido se dio cuenta que por lo menos algo allí era bastante agradable, lo que contrata con la sobriedad y lo alejado de una emoción genuina del resto del espacio. Era el jardín. El jardín, estaba como el resto de los espacios, impecablemente podado, pero su aroma a vida le daba una sensación de estar pisando tierra, de no estar en una historia donde todo fingía perfección, olía a rosas, pro había algo más, control, era una sensación aburrida, sí, eso, demasiado planificada para dar percepción de armonía. Torció los ojos. Nada ahí parecía fuera de lugar, y ese orden meticuloso era lo que más incomodaba a Lena. Al ingresar de nuevo a la mansión, la puerta se cerró detrás de ella con un chasquido seco. El eco retumbó en el recibidor, una advertencia más que una bienvenida. Las luces cálidas no lograban atenuar el frío que se respiraba en el ambiente. Lena avanzó, taconeando sobre el mármol pulido. Su vestido de satén n***o, entallado y sin mangas, dejaba al descubierto sus hombros pálidos. Llevaba el cabello recogido en un moño bajo y unos pendientes dorados que tintineaban con cada movimiento. Lucía elegante, pero sin intentar seducir a nadie. Era una armadura, no un adorno. Adrian la esperaba en el salón principal, sentado en un sillón de terciopelo gris, con una copa de whisky en la mano y la otra apoyada sobre el brazo del mueble. Llevaba una camisa blanca impecable, sin una sola arruga, y un pantalón de vestir n***o que acentuaba su figura delgada pero firme. Su rostro era una escultura de hielo: mandíbula definida, pómulos marcados, mirada cortante. El tipo de hombre que no necesitaba alzar la voz para imponer miedo. Cuando Lena entró, no se levantó. Ni siquiera la miró de inmediato. Dio un sorbo lento a su whisky y soltó un suspiro cargado de desprecio. —Pensé que llegarías antes —dijo con tono plano, sin despegar los ojos de la chimenea apagada—. La servidumbre me dijo que llevabas rato por fuera.. Lena no respondió. Caminó hasta el centro del salón y se detuvo, manteniendo la espalda recta y los brazos cruzados. No se molestó en fingir cortesía. Sus ojos azules lo observaron con indiferencia. Él la miró por fin. De arriba abajo. Despacio, como si evaluara un mueble antiguo. —Te ves... adecuada. —Hizo una pausa, sin ocultar su falta de entusiasmo—. Para lo que eres. —Qué alivio que no esperabas más de mí —contestó Lena, sin variar el tono ni la expresión. Una ceja se arqueó en el rostro de Adrian. Parecía disfrutar la idea de quebrar algo. Lo intentaría con ella, como había hecho con todos a su alrededor, y de seguro, entendió Lena, como estaba acostumbrado a hacer con Elise; solo que ella no era Elise y no estaba ni cinco dispuesta a soportar sus desplantes. —Quiero dejar algo claro —comenzó Maddox, poniéndose de pie con calma, caminando hacia ella con pasos medidos—. Que estés aquí no significa nada para mí. Esto —señaló el aire entre ambos— es solo una fachada. Tu presencia me es indiferente. No espero nada de ti, ni afecto, ni compañía, y mucho menos intimidad. Lena no parpadeó. Ni una sola emoción cruzó su rostro. —Perfecto —dijo simplemente. Él se acercó un poco más, invadiendo su espacio. Sus ojos grises buscaban alguna grieta, un gesto de incomodidad, una señal de que sus palabras hacían el daño que esperaba. Pero Lena no retrocedió ni un milímetro. Su ceño no se frunció, sus ojos no parpadearon ni se humedecieron en la acostumbrada reacción de amenazar con quebrarse. —No te tocaré, jamás. No eres mi tipo. No lo has sido, ni lo serás. Así que puedes dejar de fingir cualquier intento de seducción, si es que alguna vez pensaste en ello. Lena lo miró a los ojos con la misma serenidad con la que uno observa una piedra en el camino. —Créeme, Maddox —dijo con voz baja—. La idea de acostarme contigo me resulta igual de poco atractiva que a ti —soltó un suspiro bastante exagerado, quiso darle a entender que le había quitado un peso de encima—. Al menos en algo coincidimos ¿No? Adrian frunció el ceño por primera vez. No porque le importara lo que ella dijera, sino porque no le gustaba no tener el control. Estaba acostumbrado a que sus palabras hicieran temblar, a que el miedo moldeara a los demás, y de todos a Elise, pues en los últimos mese le había demostrado cuán frágil era. Lena, sin embargo, era otra cosa. Fría. Lejana. Inmune. De esa forma reaccionó, y eso le causó mucha curiosidad a Adrian. —Dormirás en la habitación del ala este —dijo finalmente, retomando su máscara de indiferencia—. Hay reglas. No entras a mi despacho. No haces preguntas. No interfieres con mi trabajo. Y mantienes las apariencias cuando sea necesario. ¿Entendido? —Clarísimo —respondió Lena con una media sonrisa seca. Adrian giró sobre sus talones y regresó a su sillón. Tomó la copa de whisky, dio otro sorbo, y volvió a ignorarla por completo, como si ya no existiera. Lena permaneció de pie unos segundos más. Lo observó en silencio, como se observa una pintura fría colgada en una pared demasiado blanca. Luego se dio la vuelta y subió las escaleras sin apurarse, dejando atrás la figura del hombre que, por decisión ajena, era ahora su esposo. Era una habitación distinta a la que ocupó a primeras horas del día después de llegar. La habitación era tan opulenta como el resto de la casa. Muebles de madera tallada, cortinas gruesas de terciopelo, una cama demasiado grande y perfectamente hecha. Todo era perfecto. Todo era distante. Lena se sentó al borde del colchón y se quitó los tacones con calma. Luego, se desabrochó el vestido y lo dejó caer al suelo. Se puso una bata de satén n***o que colgaba en el perchero y se miró al espejo. —Definitivamente que esto es un teatro sin público —murmuró para sí. No había tristeza en su voz. Solo cansancio. Y una firmeza extraña, una resistencia pasiva que no necesitaba gritar para hacerse notar. Esa noche, no bajó a cenar. Consideró que había tenido suficiente del Doctor Maddox por ese día. Optó por tomar un té con un sándwich en la habitación, poco le importaba si a él le enojaba o no su ausencia en la mesa. durmió con los ojos abiertos. No por miedo, sino porque no confiaba en nadie dentro de esas paredes. Menos aún en el hombre con el que compartía un apellido que nunca quiso llevar, y que ahora debe fingir. A la mañana siguiente, el sonido estridente del teléfono interrumpió el poco descanso que Lena había logrado tener. El timbre invadió la habitación como una bofetada de realidad, rompiendo la quietud helada de la mansión. Se revolvió entre las sábanas de satén, molesta, con los ojos cerrados y los músculos tensos por la falta de sueño. Había dado vueltas durante horas, y apenas si había conciliado el sueño. La interrupción la hizo gruñir con frustración. Ignoró la primera llamada. El zumbido cesó, pero apenas intentó volver a acomodarse, el aparato volvió a sonar con insistencia. Soltó un bufido resignado, estirando la mano con pesadez hasta alcanzar el teléfono sobre la mesa de noche. No abrió los ojos. No miró la pantalla. Solo colocó su dedo sobre el lector de huella, activando la llamada sin mirar quién era. —Diga —murmuró con voz pastosa, arrastrando las palabras, aún atrapada en el letargo del mal dormir. La voz de Elise la atravesó como una aguja en el oído, aguda, alterada, repleta de ansiedad. —Dime que no estás durmiendo con él... Dime que pasaste la noche lejos de él, Lena. Por favor, dime que no lo hiciste. Lena frunció el ceño. El tono dramático, la urgencia en esa súplica la sintió desagradable, tan mal actuada a tan tempranas horas, que le provocó un suspiro irritado. Apretó los ojos, tratando de bloquear el mundo unos segundos más. Alejó el teléfono de su oído, como si eso pudiera silenciar el arranque emocional de su hermana. Permaneció en silencio, con la mandíbula tensa, y finalmente volvió a acercar el aparato. —¿También tú? —resopló con fastidio. Se sintió asfixiada, su padre en su sutil amenaza llevandola a la punta del tabla para empujarla a los cocodrilos sino cumple con su orden, MAddox con sus aires de superioridad y su deseo de hacerla pequeña, y ahora Elise con su drama exacerbado para llamar la atención. «¡Qué fastidio con la gente!», pensó enojada, —Lena, te lo ruego —insistió Elise, con la voz vibrando por el miedo, el dolor, la inseguridad—. ¿Qué sucedió anoche entre ustedes? ¿Te hizo algo? ¿Te dijo algo? El agotamiento, sumado a la carga emocional innecesaria que Elise traía consigo, encendió el sarcasmo de Lena. El lado más ácido de su humor se activó como una defensa automática. —¿Qué te puedo decir, hermanita...? —dijo en tono burlón—. Acabamos de despertarnos por tu culpa. Aprovechó para irse a la ducha. Pasamos una noche tórrida, de esas que dejan marcas. Si hubiera sabido que el recibimiento iba a ser tan espectacular, créeme que te obligo a ocupar el lugar que te corresponde. —¡Lena! —La voz de Elise se quebró, elevada por el horror. Parecía haber recibido una puñalada en el alma. La sola insinuación de que su hermana había estado en la cama con Adrian fue como una bomba emocional. La peor traición. Lena soltó una carcajada ruidosa y prolongada. No era una risa alegre, sino dura, sarcástica, como un latigazo intencionado. —Tranquila, que si supiera que me iba a tocar un esposo tan entregado, hasta te cambiaba la vida desde hace tiempo. Me hubieras agradecido después. Elise no respondió en seguida. Respiraba entrecortadamente, al borde de las lágrimas. Lena podía imaginarla: de pie en algún rincón de su habitación, abrazándose a sí misma, deshecha por una culpa que ni siquiera sabía cómo manejar. —Solo estás allí para rellenar un espacio... El trato nunca fue ese —susurró Elise, con voz temblorosa. Lena se quedó en silencio por unos segundos. Repitió en su mente esas palabras: «Rellenar un espacio» Sabía que Elise no lo había dicho con mala intención, pero ese término resumía de forma cruel todo lo que había significado para su familia durante años: una opción, una herramienta, un repuesto. Una sombra funcional. Eso nunca le había molestado, siemrpe que le dejaran hacer su vida. Ahora le molestaba. —Rellenar un espacio —repitió con sorna, dejando escapar otra risa seca—. ¡Qué buen término para describir el papel que me encomendaste! A lo que nos puede llevar tu cobardía, hermanita. —¡No seas injusta! Solo ibas a seguir siendo yo... nada más —balbuceó Elise, cada vez más al borde del colapso. Lena respiró hondo. La compadecía, sí, pero no lo suficiente como para frenar aún. El cansancio, la humillación de la noche anterior, la frialdad de Adrian, todo aquello se acumulaba como gasolina en su pecho. Y Elise había encendido la cerilla. —¿Seguir siendo tú? —repitió cuestionando en tono burlón—. Pues tan tú fui que no me quedó más opción que ser tan sumisa como tú y atender a mi "marido" —hizo una pausa, saboreando cada palabra—. Que, por cierto, en la escala del uno al cien le doy mil en la cama. Jamás me contaste que el sangrón era bueno en algo... bueno, además de ser un excelente cirujano. El sonido del sollozo de Elise cruzó la línea como un disparo. Lena lo escuchó, lo sintió, y por un instante su sonrisa se debilitó. Pero no se detuvo. —¿Cómo puedes hablarme de esa manera...? —preguntó Elise, rota. —Porque este es el resultado de tu maldito carácter débil —espetó Lena con frialdad—. Porque siempre haces que otros resuelvan todo por ti. Y en esta ocasión me tocó a mí recibir lo que bien hubieras disfrutado a tus anchas si te atrevieras a enfrentar una sola cosa en tu vida. El silencio del otro lado era espeso, apenas interrumpido por los sollozos contenidos de Elise. —Mejor no sigo, hermanita —añadió Lena, ahora con un tono más suave, casi condescendiente—. No quiero imaginar lo que terminarás haciendo si te digo otra cosa más. Y tú sabes que soy muy buena para decir lo que nadie quiere escuchar. Colgó sin decir adiós. Dejó el teléfono sobre la cama y se recostó de nuevo, mirando el techo blanco de la habitación con expresión impasible. No le había dicho la verdad. No le había contado que Adrian la había ignorado por completo. Que no hubo caricias, ni palabras suaves. Solo un silencio espeso, una frialdad tan brutal que dolía más que cualquier toque físico. No, no se lo contó. Porque Elise no necesitaba la verdad esa mañana. Necesitaba una sacudida. Un espejo cruel donde mirarse. Y Lena se lo había dado. Inició el día con el pie izquierdo, y conociendo al único ser humano con el que medianamente debía cruzar palabra en esa enorme y fría casa, sabía que no terminaría bien. Adrian Madox no daba espacio a las dudas: era tan encantador como un muro de granito. Apenas un par de frases bastaban para dejar claro que el interés en su existencia era nulo, casi ofensivo. Para nada le gustaba el papel que le tocaba interpretar. Lena sabía que la Elise original, su hermana cobarde y asfixiada por su propia inseguridad, no haría nada más que esperar. Esperar a que Madox la mirara. Esperar a que su padre decidiera. Esperar a que la vida, con algo de piedad, le concediera un respiro. Y como debía seguir su guión, le tocaba hacer lo mismo: vegetarse. Ser una sombra, una mujer ociosa, inútil, atrapada en un rol sin propósito. Esa idea le crispaba los nervios. Decidió dormir un par de horas. Se levantó, fue hasta la puerta y giró el cerrojo con un chasquido seco. De regreso a la cama, se arrojó entre las sábanas frías, ajustando la manta hasta cubrirse el rostro. Era la única forma de aislarse del vacío que la rodeaba. En medio de ese encierro autoimpuesto, pensó en Elise. En su voz nerviosa cargada de dramatismo. Se la imaginó llorando con las cortinas corridas, el cabello recogido en un moño desordenado, los ojos hinchados. Sí, debía estar sufriendo. Y Lena, lejos de conmoverse, sonrió. —¡Que sufra un rato! —dijo en voz alta con una satisfacción que no intentó esconder. Acomodó la almohada bajo su cabeza, se acomodó con decisión y se dejó arrastrar por el sueño, sin culpa. Le parecía justo. No por crueldad, sino por equilibrio. Siempre había sido ella quien cargaba con el desorden emocional de su hermana, con su falta de carácter, con sus indecisiones y sus miedos. Ahora le tocaba a Elise saborear un poco del caos que había provocado. Mientras el silencio envolvía la habitación, el peso de la situación parecía menos denso. El cuerpo de Lena, aunque tenso, cedió ante el agotamiento de la noche anterior. Y antes de rendirse por completo al sueño, una última idea cruzó su mente: todo esto era una locura. Pero una locura que no había elegido, y por lo tanto, no pensaba tolerar con resignación. «Esto no va a durar mucho», pensó. Y se prometió a sí misma que, llegado el momento, haría explotar la mentira en la que todos habían participado. Por ahora, dormir era su única rebeldía.
Lectura gratis para nuevos usuarios
Escanee para descargar la aplicación
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Autor
  • chap_listÍndice
  • likeAÑADIR