Mariana
Hay diferentes niveles de cruda.
Está la "Cruda Godín", esa que te da después de dos cervezas en el after-office y se cura con un café cargado. Está la "Cruda de Boda", donde te duele el orgullo y los pies, pero tienes buenas anécdotas.
Y luego, estaba esta. La "Cruda Nivel Apocalipsis".
Desperté el 24 de diciembre a las 6:03 AM. No por mi alarma, sino por el martillo neumático que algún desgraciado había decidido operar dentro de mi cráneo. Mi boca sabía a tequila rancio y a las cenizas de todas mis malas decisiones.
—Mierda... —gemí, intentando sentarme.
La luz de la mañana era una ofensa personal. Tofu, mi gato, me miraba desde el pie de la cama con una expresión que claramente decía: "Patética".
Me levanté en automático. Ducha. Café. Trabajo. 8:00 AM. Londres. Ogro.
El agua caliente me ayudó a despejar la niebla... y la niebla dio paso al terror.
Los recuerdos de anoche llegaron en flashes dolorosos: Damián bailando con una lámpara. Valeria intentando hacer un tutorial de maquillaje borracha. Yo. Mi celular. El grupo de w******p.
—No.
Me detuve, con el shampoo a medio enjuagar.
—No, no, no, no, no.
Salí de la regadera chorreando, con el corazón latiendo tan fuerte que dolía. Agarré mi celular de la mesita de noche. El cargador ni siquiera estaba conectado. La pantalla estaba pegajosa de... ¿pizza?
Lo encendí.
Mientras el teléfono arrancaba, recé. Recé a todos los santos que mi abuela me enseñó. Por favor, que haya sido un sueño. Una pesadilla inducida por el tequila barato. San Judas Tadeo, patrono de las causas imposibles y las pendejas como yo...
Se abrieron las notificaciones.
Con un temblor que rivalizaba con el de 2017, abrí w******p.
Ahí estaba. En la lista de chats. "Dirección Alpha". Con mi último mensaje.
5. Que el Ogro sexy me dé un revolcón de esos que te dejan sin habla y te hacen olvidar cómo te llamas. Uno de esos contra la pared de su oficina carísima y que me reinicie el sistema operativo.
Y junto a él... las dos palomitas azules.
Azules.
Leído.
Leído por todos. Leído por Lucía. Leído por el director de Finanzas, un señor que usa corbata de moño. Leído por Alejandro Montenegro.
Vomité.
Literalmente. Corrí al baño y saqué todo el tequila, la pizza y los restos de mi dignidad.
Escuché que tocaban la puerta de mi cuarto.
—¿Mari? ¿Estás bien? Se oyó... feo.
Valeria entró, envuelta en su bata fucsia, con los ojos hinchados de sueño y preocupación.
—Lo vio —logré decir, limpiándome la boca.
—¿Quién? ¿Tu jefe?
—¡Todos, Valeria! ¡Todos lo vieron! ¡Lo mandé al grupo de Dirección!
Valeria se tapó la boca. Sus ojos se abrieron como platos. Por un segundo, pareció que iba a llorar conmigo. Pero entonces, una sonrisa lenta, malvada y fascinada se dibujó en su cara.
—No mames, Mariana.
—¡No te rías, pendeja! ¡Voy a ser despedida!
—¡Obvio no! —se rio, sentándose en la tapa del baño—. Bueno, sí, probablemente. ¡Pero qué manera de irse! ¡"Un revolcón contra la pared de su oficina carísima"! ¡Poesía, amiga, poesía pura!
—¡Me quiero morir!
En eso, la puerta principal sonó y Damián entró como una exhalación, ya vestido con un abrigo de diseñador y lentes de sol (para interiores, obvio).
—¡Villalobos! —gritó, entrando directo al baño—. Vine en cuanto vi tu vómito espiritual en el chat del Aquelarre. ¿Qué vamos a hacer?
—¿Renuncio? —lloriqueé, sentada en el piso frío del baño.
—¡No seas cobarde! —dijo Valeria—. Vas, entras con la frente en alto y dices: "Sí, lo dije, ¿y qué? ¿Se va a hacer o no se va a hacer, licenciado?"
—¡Valeria, cállate! —Damián estaba pálido bajo el bronceado falso—. Mari, escúchame. Tienes dos opciones. Opción A: Finge demencia. Di que te hackearon. Culpa a los rusos. Es Navidad, chance y pega.
—¿Hackearon mi w******p a las tres de la mañana para pedir un revolcón con mi jefe? ¡Nadie me la va a creer, Damián!
—¡Cierto! —chasqueó los dedos—. Entonces, Opción B: Huye. Vete a Oaxaca. Vende mezcal artesanal. Te juro que conozco a alguien que te da asilo. Renuncias por mail. Dices que te salió una oportunidad de encontrar tu yo interior en Monte Albán.
—Tengo que ir a la oficina —dije, sintiéndome muerta por dentro—. Tengo una videoconferencia a las ocho.
El silencio que siguió fue pesado. Val y Damián me miraron como si acabara de anunciar que me iba a la guerra.
—Espera —dijo Val, de repente seria—. ¿De verdad vas a ir?
—No tengo opción. No puedo solo... desaparecer.
—Mari... te van a comer viva —susurró Damián—. "El Ogro" te va a despedazar.
—Lo sé.
Vestirme fue una tortura. ¿Qué te pones para el día de tu ejecución laboral? ¿El vestido n***o de funeral? ¿Un traje sastre que diga "soy profesional aunque pida revolcones"? Opté por lo segundo. Una falda lápiz gris, una blusa blanca de cuello alto (como para cubrir la vergüenza) y un saco n***o. Tacones bajos, porque sentía que en cualquier momento me iba a desmayar.
El Aquelarre me despidió en la puerta.
—Tráenos chisme —dijo Val.
—Si necesitas que llame y haga una amenaza de bomba para evacuar el edificio, solo mándame un emoji de berenjena —ofreció Damián.
Les di una sonrisa temblorosa y salí.
El trayecto en Uber a Polanco fue el más largo de mi vida. Cada semáforo en rojo era una tortura. ¿Qué le iba a decir? "¿Disculpe, señor, era el tequila?" "¿Se le ofrece que empecemos con el punto cinco de mi lista de deseos?"
Llegué al edificio. 7:55 AM. El lobby estaba casi vacío.
Subí en el elevador. Piso 10... 15... 18...
Mi corazón bombeaba con fuerza. Quería que el elevador se atorara. Quería que hubiera un incendio (uno pequeño, sin víctimas).
Piso 20.
Las puertas se abrieron.
La oficina estaba... silenciosa. Demasiado silenciosa para ser víspera de Navidad. Usualmente habría gente corriendo, cerrando pendientes. Hoy, los pocos gerentes que estaban en sus escritorios levantaron la vista en cuanto salí del elevador.
Y me vieron.
Y luego, inmediatamente, desviaron la mirada, como si hubieran visto un fantasma. O como si se estuvieran aguantando la risa.
Qué oso. Qué puto oso.
Caminé hacia mi escritorio. Lucía ya estaba ahí, tecleando con su furia habitual. No levantó la mirada cuando llegué. Eso era raro. Lucía siempre me daba los "buenos días" con su tono seco.
—Buenos días, Lucía —dije, con un hilo de voz.
Lucía dejó de teclear.
Lentamente, levantó la cabeza. Me miró por encima de sus lentes. No había enojo. No había burla. Había... ¿era fascinación? ¿Un respeto retorcido?
—Señorita Villalobos —dijo, con un tono extrañamente neutral.
—Yo... la videoconferencia de las ocho...
—Cancelada —cortó.
Mi estómago dio un vuelco. —¿Cancelada? ¿Por qué?
—El señor Montenegro la canceló esta mañana. Dijo que tenía... —aquí, juro que vi la comisura de sus labios temblar— ...un asunto urgente que atender con usted primero.
—Ah.
—Está en su oficina.
—¿Y está...?
—Esperándola. Sí. —Se inclinó un poco sobre su escritorio—. Y, señorita Villalobos...
—¿Sí?
—Buena suerte.
Tragué saliva. Asentí.
Me di la vuelta y miré la puerta. Esa puerta doble de madera oscura que siempre me había parecido intimidante, hoy parecía la entrada al infierno.
Cada paso en la alfombra gris se sentía como si caminara sobre plomo.
Me paré frente a la puerta. Levanté la mano para tocar. Me temblaba.
Vamos, Mariana. Eres una Villalobos. Sobreviviste a las matemáticas financieras. Sobrevives a esto.
Toqué. Dos golpes. Suaves. Patéticos.
—Pase.
Su voz. No era un grito. Peor. Era tranquila. Era fría. Era la calma antes de la tormenta.
Giré la manija. La puerta se abrió.
Y ahí estaba él. Detrás de su enorme escritorio de caoba. Viendo unos papeles. Levantó la vista cuando entré.
Sus ojos oscuros me analizaron. No podía leer nada en ellos. Era un muro de hielo.
—Buenos días, señor Montenegro.
Él no contestó. Solo me miró. Y esperó.
Este era, sin duda, el peor día de mi vida.