6 Ogro sexy y revolcón

1189 Palabras
Alejandro Odio la Navidad. Es la época más ineficiente del año. La gente finge alegría, gasta dinero que no tiene en cosas que no necesita y, lo peor de todo, deja de trabajar. La productividad cae un 40% en diciembre. Es un desastre. Por eso, el 23 de diciembre a las diez de la noche, yo no estaba envolviendo regalos. Estaba en el estudio de mi departamento, revisando los pronósticos de mercado para el primer trimestre del próximo año. Mi departamento es mi santuario. Minimalista, silencioso, ordenado. Tonos grises, negros y madera. Vistas de la ciudad que me recordaban lo que había construido. Solo. La soledad es control. El caos es... Elena. Ella. Mi ex prometida. La mujer que me enseñó que el amor es un riesgo financiero que nunca vale la pena. La que confundió pasión con negocios y casi me lleva a la quiebra. Desde que se fue, mi vida es una fortaleza. Sin grietas. Sin emociones. Mi celular vibró sobre el escritorio. Una notificación de w******p. "Dirección Alpha". Fruncí el ceño. Odiaba ese grupo. Era para emergencias, pero la gente insistía en mandar felicitaciones de cumpleaños. Ineficiente. Lo abrí por puro reflejo, listo para silenciarlo. Y vi el mensaje. De ella. De la señorita Villalobos. Mis deseos de Navidad: 1. Que me suban el sueldo. (Predecible). 2. Encontrar calcetines que hagan juego... (Extraño. ¿Era en serio?). 3. Que el Ogro Montenegro deje de hacerme sufrir en la chamba. "El Ogro". Lo había escuchado antes, claro. Emiliano se encargaba de recordármelo. No me importaba. Si ser un ogro significaba excelencia, entonces que así fuera. Pero seguí leyendo. 4. (Y ya que estamos siendo sinceros...) 5. Que el Ogro sexy me dé un revolcón de esos que te dejan sin habla y te hacen olvidar cómo te llamas. Uno de esos contra la pared de su oficina carísima y me reinicie el sistema operativo. Leí la línea cinco veces. "Ogro sexy". "Revolcón". "Contra la pared de su oficina carísima". Mi primera reacción fue incredulidad. ¿Era una broma? ¿Una especie de virus? Mi segunda reacción fue una oleada de ira fría. Esto no era solo poco profesional. Esto era... demencial. Enviarlo al grupo de dirección. ¿Estaba borracha? ¿Estaba drogada? ¿O era simplemente estúpida? Revisé la hora. 2:48 AM. Definitivamente borracha. Mi impulso inmediato fue llamar a Recursos Humanos y ordenar su despido fulminante. Una falta grave al código de conducta. Fácil. Limpio. Pero me detuve. "Ogro sexy". Las dos palabras no encajaban. Eran una contradicción. Y, por alguna razón que me rehusaba a analizar, me molestaban más que el "revolcón". Me levanté y me serví un whisky. Solo y sin hielo. Miré la ciudad. Las luces navideñas parpadeaban abajo, burlándose de mí. ¿Qué carajo había sido eso? Mariana Villalobos. La mujer que tiró agua en mi contrato. La que usa broches para tapar manchas de pasta de dientes. La que se ríe en juntas serias. La que, a pesar de su caos andante, había entregado la presentación de ochenta diapositivas impecable. Era una contradicción viviente. Y ahora... esto. Una imagen no deseada, vívida y absolutamente inapropiada, cruzó mi mente: ella, con esa falda gris que usó el otro día, presionada contra el ventanal de mi oficina. Su pelo desordenado. Esa boca que siempre se está mordiendo... Sacudí la cabeza. Con fuerza. Control, Alejandro. Esto era una trampa. Era el tipo de caos que Elena traía. Emociones desbordadas. Complicaciones. Mi celular sonó de nuevo. Esta vez, una llamada. Emiliano. Por supuesto. Las noticias vuelan. —¿Qué quieres, Emiliano? Son las tres de la mañana. —¡Feliz Navidad, Ogro Sexy! —la carcajada de Emi era ensordecedora—. ¡Acabo de recibir la mejor captura de pantalla de mi vida! ¡Dios, amo a tu nueva asistente! ¡Tiene más huevos que tú y Rodrigo juntos! —Voy a colgar. —¡No, no, espera, espera! —podía oírlo respirar, intentando controlar la risa—. ¿Qué vas a hacer? ¿La vas a despedir? —Es la única opción lógica. Es un escándalo. —¡Claro que no! ¡No seas idiota! Alex, esto es un regalo de Navidad. —Es acoso laboral. —¡Es una empleada borracha diciendo lo que todas las mujeres de tu oficina piensan, hermano! ¡"Ogro sexy"! ¡Es perfecto! No la puedes correr. —Dame una buena razón. —Porque si la corres, confirmas que eres un ogro sin sentido del humor. Pero si la dejas... —su voz se volvió astuta— ...si la dejas y juegas con esto, ah, eso sí sería divertido. Además, ¿qué tal si te cumple el deseo? Por Dios, Alex, necesitas uno. —Eres repugnante, Emiliano. —¡Soy realista! ¿Y Rodrigo? ¿Ya lo sabe? —Dudo que Rodrigo revise chats de chismes a las tres de la mañana. Él sí trabaja. —Como sea. No la corras. Oblígala a ir a la oficina mañana. Quiero saber qué pasa. Hazlo por mí. Como mi regalo de Navidad. Colgué. Pero las palabras de Emi se quedaron flotando. "No la corras". Tenía razón en algo. Despedirla era la salida fácil. Era predecible. Y honestamente, ¿dónde estaba el desafío en eso? Había algo en la audacia de ese mensaje. Algo tan increíblemente torpe y, a la vez, tan... brutalmente honesto. Una idea se formó en mi mente. Un plan que no era, estrictamente hablando, profesional. Pero era... interesante. Me senté de nuevo en mi escritorio. Cancelé la videoconferencia con Londres. Iba a disfrutar esto. Llegué a la oficina a las 7:30 AM. Como esperaba, el ambiente estaba cargado. El chisme se había esparcido como pólvora. Vi a dos gerentes de cuentas susurrando junto a la cafetera; se callaron en cuanto me vieron. Me importó una mierda. Entré a mi oficina. —Lucía —dije por el intercomunicador. —¿Señor? —su voz era impecable, como siempre. Pero yo la conozco. Había una nota de diversión en ella. Ella también lo había visto. —Cuando llegue la señorita Villalobos, que pase inmediatamente. —Sí, señor. Me senté. Revisé mis correos. Ignoré los tres mensajes nuevos de Emi (eran solo emojis de berenjena y durazno). A las 7:59 AM, la vi llegar por el cristal. Pálida como un fantasma. Parecía que iba a vomitar sobre la alfombra. Vi su breve interacción con Lucía. Vi la forma en que tragó saliva. Vi el terror en sus ojos mientras caminaba hacia mi puerta. Bien. El miedo era un buen comienzo. Escuché los dos golpes tímidos. —Pase. Se abrió la puerta. Entró. Era exactamente como la había imaginado. Ojos grandes y asustados, el rostro pálido, postura rígida. Se paró a tres metros de mi escritorio, como si el suelo entre nosotros estuviera minado. —Buenos días, señor Montenegro. No respondí. La dejé esperar. Dejé que el silencio se estirara. Que la tensión llenara el aire hasta hacerlo irrespirable. Finalmente, después de lo que parecieron diez minutos (fueron treinta segundos), levanté la mirada de mis papeles y la clavé en ella. —Cierre la puerta, señorita Villalobos.
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