7 La silla de los acusados

1687 Palabras
Mariana —Cierre la puerta, señorita Villalobos. La orden no fue un grito. Peor. Fue una petición susurrada, casi sedosa, pero con el filo de una navaja de obsidiana. Era la voz de un hombre que no necesitaba levantarla para hacer que el mundo temblara. Y mi mundo, en ese momento, se reducía a los seis metros que me separaban de la puerta y a la certeza de mi muerte laboral. Cerrar la puerta. En las películas, eso significa dos cosas: o te van a dar un ascenso millonario o te van a matar y a disolver en ácido. Dada la expresión de Alejandro Montenegro y el contexto de mi "revolcón" en w******p, me inclinaba por la segunda. Mis manos temblorosas apenas y encontraron la manija de metal. Giré. Empujé. Clic. El sonido de la puerta cerrándose fue el sonido de mi ataúd sellándose. Me quedé ahí, pegada a la puerta, como si fuera un escudo. No me atrevía a moverme. —Siéntese —dijo, señalando la silla frente a su escritorio. No era una silla. Era la silla. La Silla de los Acusados. El lugar donde, según los rumores de la oficina, la gente entraba con un trabajo y salía con una caja de cartón y la moral destrozada. Avancé. Sentí que caminaba sobre vidrios rotos. Cada paso era un cálculo. No te tropieces. No te caigas. No te desmayes. No vomites (otra vez). Me senté en el borde. Mi espalda estaba tan recta que podría haber roto una nuez con las nalgas por pura tensión. Llevaba la blusa de cuello alto, y aun así, sentía un frío helado. Él no dijo nada. Solo me miraba. Y yo, como una estúpida, no podía dejar de mirarlo. Ahora que estaba más cerca, bajo la luz directa de su oficina, podía ver cosas que desde mi escritorio no se notaban. Tenía una pequeña cicatriz casi invisible en la ceja izquierda. Sus pestañas eran ridículamente largas para ser un hombre (y un ogro). Y sus ojos... sus ojos no eran negros. Eran de un café tan oscuro que parecían absorber la luz. Y en ese momento, estaban absorbiendo mi alma. El silencio se alargó. Un minuto. Dos. Estaba jugando conmigo. Estaba tensando la cuerda. Estaba disfrutando mi tortura. Di algo, pendeja, me gritó mi cerebro. Pide perdón. Llora. Finge un ataque epiléptico. —Señor Montenegro... —empecé, con una voz que sonó a ratón siendo pisado por un elefante. —¿Sabe, señorita Villalobos? —me interrumpió, su voz todavía calmada. Se reclinó en su silla de piel, uniendo las puntas de sus dedos. Parecía un puto villano de James Bond—. Tengo una política de eficiencia. Odio perder el tiempo. Y usted, en las últimas tres semanas, me ha hecho perder más tiempo que cualquier otro empleado en mi nómina. —Yo... yo lo siento, señor, el contrato de Unilever... —No me refiero al contrato —dijo, cortante—. Me refiero a esto. Deslizó su celular sobre la caoba pulida. No necesitaba acercarme. La pantalla estaba encendida. Ahí, en un verde tóxico de w******p, estaba mi mensaje. Mi lista de deseos. Con el número cinco brillando como un faro de humillación. Sentí que la sangre huía de mi cara. Creo que me puse verde. —Señor, yo... no sé qué decir... —Eso es nuevo —dijo él, con una sombra de... ¿ironía? ¿Era eso? —Estaba borracha —solté. Las palabras se atropellaron, tropezando unas con otras en su prisa por salir de mi boca—. Completamente borracha. Era tequila. Valeria y Damián... mis amigos... estábamos haciendo un juego estúpido y yo... me equivoqué de chat. ¡Le juro por mi título que jamás... yo no... no es que usted no sea... digo, no es que sea... ¡Dios mío! Enterré la cara entre mis manos. La mortificación era un ente físico, un monstruo que me estaba aplastando. —Lo siento tanto, señor. Fue un error imperdonable. Entenderé perfectamente si quiere despedirme. Es... es lo correcto. Esperaba el golpe. "Está despedida". "Recoja sus cosas". "Seguridad". Pero el golpe no llegó. El silencio volvió. Tan pesado que me zumbaban los oídos. Lentamente, levanté la mirada. Él ya no me miraba con enojo. Me miraba... diferente. Con una intensidad analítica, casi curiosa. Como si yo fuera un problema matemático que no lograba resolver. —¿Borracha? —repitió, paladeando la palabra. Asentí, miserable. —"Ogro sexy" —leyó en voz alta. Quise morir. Mi alma abandonó mi cuerpo y se fue a comprar un raspado a la esquina. —Fue el tequila... —susurré. —Y... "un revolcón de esos que te dejan sin habla " —continuó, sus ojos fijos en los míos, sin parpadear—. "Contra la pared de su oficina carísima". Estaba citando. Me estaba citando. Con una voz neutra, casi aburrida, que lo hacía mil veces peor. —Señor, por favor... —Lo que me parece... interesante, Villalobos —se inclinó hacia adelante, bajando la voz. El juego había terminado. Ahora hablaba en serio—, es la... audacia. O la estupidez. Aún no lo decido. —Estupidez. Definitivamente estupidez —aseguré, desesperada. —Ha creado un problema. Uno grande. —Lo sé. Renunciaré. Presento mi carta ahora mismo. No tiene que pagarme finiquito... —No. La palabra me golpeó. —¿No? —No va a renunciar. Mi cerebro hizo cortocircuito. —¿No... no voy a renunciar? ¿No me va a despedir? Él sonrió. Y el mundo se detuvo. No fue una sonrisa amable. No fue una sonrisa de "todo está bien". Fue una sonrisa diminuta, torcida, que apenas movió la comisura de sus labios. Era la sonrisa de un depredador que acababa de acorralar a su presa. —Despedirla sería... fácil, Villalobos. Sería lo que todos esperan. "Todos". La oficina. El chisme. Mierda. —Pero no sería... eficiente. —Se levantó de su silla. Mi instinto me gritó que corriera. Él era alto. Mucho más alto de lo que parecía sentado. Caminó desde detrás de su escritorio hasta el enorme ventanal que daba a Chapultepec. Mi oficina. La pared carísima. No mames, no mames, no mames. —Usted me ha puesto en una posición... incómoda —dijo, dándome la espalda. Observaba la ciudad—. Ha minado mi autoridad. Ha convertido mi piso de dirección en el tema de conversación de la máquina de café. —Señor, yo puedo mandar un mail... decir que me hackearon... —¿Y parecer doblemente estúpida? No. —Se giró. La luz de la mañana lo silueteaba, haciéndolo parecer una estatua imponente—. Usted va a arreglar esto. —¿Cómo? —mi voz era un hilo. —Usted me debe. Me debe su discreción. Y me debe su tiempo. Y va a pagarme. Esto sonaba... mal. Esto sonaba a secta. —¿Qué... qué tengo que hacer? —Esta noche —dijo, como si nada. —¿Disculpe? —Esta noche. Nochebuena. Hay una gala. El Consorcio Rivas. Un evento corporativo de la peor calaña, lleno de gente que detesto y que me detesta. Es obligatorio que asista. —Entiendo. ¿Y...? —Y usualmente voy solo. Lo cual, aparentemente, me hace ver como "El Ogro" —dijo, usando mi propia palabra contra mí. —Señor, yo no... —Pero esta noche, no iré solo. El aire se quedó atrapado en mis pulmones. Lo vi venir. Como un tren de carga en cámara lenta. —Usted vendrá conmigo. —¿Yo? ¿A la gala? ¿Como... como su asistente? —Como mi asistente. Se sentará a mi lado, sonreirá, será encantadora y le demostrará a todo el mundo que mi asistente no es una... ¿cómo decirlo?... ¿mujerzuela borracha? La palabra "mujerzuela" me golpeó como una cachetada. —Pero... ¡es Nochebuena! ¡Mi familia, mis amigos! —Sus amigos —dijo, con un filo en la voz— son los que la metieron en esto. Y su familia entenderá que su trabajo es importante. A menos, claro, que prefiera la alternativa. La alternativa. Despido. Humillación. Ser la "loca del w******p" por el resto de mi vida profesional. Estaba atrapada. Él lo sabía. Yo lo sabía. —¿Qué dice, Villalobos? ¿Tenemos un trato? ¿O prefiere que llame a Recursos Humanos? Lo miré. El hombre guapo. El Ogro. El tipo al que, en un delirio de tequila, había fantaseado. Y ahora me tenía por el cuello. Y la peor parte... la parte más jodida y retorcida de todo... es que una pequeña parte de mí, una parte oscura y estúpida, estaba... ¿emocionada? El terror y la adrenalina se mezclaban en un cóctel tóxico. —Yo... —tragué saliva—. No tengo la ropa adecuada. Alejandro Montenegro volvió a sonreír. Esa sonrisa que helaba la sangre. —De eso no se preocupe. Lucía tiene su talla. Le llegará un paquete a su departamento. Un auto pasará por usted a las ocho en punto. ¿Lucía tenía mi talla? ¿Qué clase de MI6 corporativo era este? —Ahora —dijo, volviendo a su escritorio y sentándose, como si acabáramos de discutir el clima—. Tengo trabajo que hacer. Y usted también. Revise la minuta de la junta de ayer. Está llena de errores. Puede irse. Me levanté. Mis piernas eran de gelatina. Caminé hacia la puerta. Puse la mano en la manija. —Ah, y Villalobos... Me detuve, pero no me atreví a voltear. —...Feliz Navidad. Salí de la oficina. Caminé por el pasillo. Pasé el escritorio de Lucía, quien me miró con una ceja levantada. No me detuve. Entré al baño de mujeres, me metí en el primer cubículo y vomité por tercera vez en el día. Saqué mi celular. Chat: "El Aquelarre". Yo (9:15 AM): "No me corrió." Valeria (9:15 AM): "¡¡NO MAMES!! ¿QUÉ TE DIJO?" Damián (9:16 AM): "¡¡CUENTA TODO!! ¿LE GUSTÓ LA IDEA? ¿TE DIJO 'OGRO SEXY YO'??" Yo (9:17 AM): "Es peor. Mucho peor. Tengo una cita con él esta noche."
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