MARIANA
"Camine, Villalobos, y sonría."
Y caminé y sonreí.
Bueno, "caminar" es un término generoso, fue más bien un deslizamiento aterrorizado sobre tacones de doce centímetros que eran básicamente armas blancas, y "sonreír" era una mueca rígida que, según yo, decía "soy profesional", pero que probablemente se veía como un caso agudo de parálisis facial.
Y todo el tiempo, su mano.
Su mano.
Estaba ahí, en la curva baja de mi espalda, en esa franja de piel que el vestido dejaba al descubierto, no era un toque casual, no era un gesto de caballero, era una marca, una huella de propiedad, "Usted es mía esta noche".
Mis nervios estaban tan alertas que podía sentir el calor de cada uno de sus dedos por separado, su palma era ancha, firme y ardía o yo ardía, o el infierno se había congelado y yo estaba en el epicentro, el escalofrío que me recorrió cuando me tocó por primera vez no se iba; se había instalado en mi columna vertebral.
Control, Mariana, me grité, regla número cinco: "Está encantada de estar aquí".
¡Encantada! ¡Estaba en Nochebuena, siendo la esclava de gala de un jefe tiránico que me había comprado un vestido para humillarme!
Entramos al salón.
Y el mundo se detuvo.
Yo, que vengo de una familia de clase media de la Narvarte, que piensa que "lujo" es ir a un restaurante con valet parking, no estaba preparada para esto, el salón del St. Regis era... irreal, era como si hubieran agarrado un palacio europeo, lo hubieran bañado en oro y lo hubieran llenado de flores blancas que probablemente costaban más que mi departamento, había candelabros que lloraban cristales, una orquesta de cuerdas tocando algo que sonaba caro, y un mar de gente, gente que olía a dinero, hombres en esmoquin impecables y mujeres que parecían cisnes, envueltas en seda y diamantes.
Y en cuanto entramos, se hizo el silencio.
No un silencio total, pero sí un "pico" en el murmullo, como cuando el depredador alfa entra en el territorio de caza, Alejandro Montenegro había llegado.
Y luego, todas las miradas se desviaron hacia mí.
Hacia la mujer desconocida en el vestido verde que iba pegada a su costado, con la mano del Ogro marcada a fuego en su espalda, vi las miradas, las de los hombres eran de curiosidad y apreciación y las de las mujeres... eran bisturís, me escanearon de pies a cabeza, calcularon el precio del vestido, la autenticidad de los diamantes (que yo esperaba que fueran falsos, pero con este loco nunca se sabe) y, sobre todo, quién carajos era yo.
Sentí el impulso de esconderme, de salir corriendo, de tropezar y desaparecer, pero su mano se apretó, apenas un milímetro, un recordatorio. "Regla dos: No se separa de mi lado". "Regla cinco: Sonría".
Así que sonreí más.
- Alejandro, qué gusto verte.
Un hombre que parecía un pingüino gordo y amable se acercó.
- Bernardo —la voz de Alejandro fue fría y sin emoción.
- Veo que no vienes solo esta noche —dijo el tal Bernardo, y sus ojitos se posaron en mí.
- Bernardo, le presento a la señorita Villalobos, mi asistente de dirección.
"Asistente". Hizo hincapié en la palabra, era una bofetada sutil. "No es nadie, solo la ayuda".
Estiré la mano.
- Mariana Villalobos, mucho gusto.
Bernardo me tomó la mano y la retuvo un segundo más de lo necesario.
- Vaya... qué... bella... asistente, Alejandro, no sabía que las hacían así ahora.
Sentí la bilis subir. "Las hacían". Como si fuera un producto, antes de que pudiera fulminarlo con la mirada (lo cual habría roto mi papel de asistente sonriente), la mano de Alejandro en mi espalda se movió, se deslizó un centímetro hacia arriba, sus dedos presionando mi columna, no fue doloroso, fue una orden. "Cállate".
- Bernardo, con permiso.
Y me guio. Me apartó de ahí, no me soltó, era como si fuéramos una sola entidad de ocho patas (contando mis tacones).
- Regla tres: Sea cordial, no amigable —me susurró al oído, su aliento era caliente y olía a menta, como el mío, estábamos tan cerca que podía oler su loción cara obviamente.
Estaba usando mis sentidos en mi contra, mi cerebro estaba catalogando todo sobre él, mientras él me catalogaba a mí como un accesorio, un mesero pasó con una charola de copas de champagne.
"Regla cuatro: No beba".
Miré las copas con anhelo, una, solo una, para calmar este temblor interno, Alejandro, sin preguntarme, tomó dos copas y me ofreció una.
Lo miré, confundida.
- Sosténgala —ordenó, en voz baja—. Es un accesorio, como su bolso, no quiero verla empinarse la copa, Villalobos. ¿O ya empezó su lista de deseos para Año Nuevo?
La humillación me golpeó de nuevo, mis mejillas ardieron.
- No, señor.
Tomé la copa, mis manos temblaban tanto que el líquido dorado se movió.
- Por el amor de Dios, Villalobos, ¿ni siquiera puede sostener una copa?
Y en ese momento, el tacón se atoró.
No en la alfombra, en el borde de una rejilla de ventilación casi invisible.
Mis 12 centímetros de dignidad se fueron al carajo, me tambaleé, el champagne voló hacia adelante.
- ¡Mierda! —grité, en un susurro ahogado.
Vi la escena en cámara lenta: yo cayendo de cara contra el hombre más gordo de México (el tal Bernardo), el champagne bañando a una señora con un peinado de los años 50, y mi vestido Balmain rasgándose por la mitad.
Pero no pasó.
El brazo de Alejandro se movió con la velocidad de una serpiente, su mano soltó mi espalda y se aferró a mi cintura, atrayéndome hacia él con una fuerza brutal.
Mi cuerpo entero se estrelló contra el suyo.
Mi pecho (sin bra, gracias, Damián) se aplastó contra la pared de acero que era su torso, la copa de champagne se estrelló contra su saco, derramando la mitad y mi cara... mi cara quedó enterrada en su cuello, estábamos abrazados, en medio del salón más lujoso de México.
Silencio otra vez.
Podía olerlo, menta, loción cara y algo más, algo que era solo... él, almizcle, poder, era... adictivo.
Mi corazón no estaba latiendo. Estaba intentando escapar de mi pecho a golpes.
- ¿Está bien? —su voz un gruñido, justo en mi oído.
Me quedé paralizada.
- Señorita Villalobos —repitió, y esta vez había un tono de advertencia.
- Sí... sí —me separé o lo intenté, sus manos ahora estaban en mis dos costados, sosteniéndome.
Levanté la vista, sus ojos cafés me miraban no había enojo, había... algo más, algo oscuro. ¿Confusión? ¿Deseo? No, imposible.
- Derramé... derramé champagne en su saco —balbuceé, viendo la mancha oscura en su esmoquin.
- No importa —dijo, cortante.
Y entonces, vi sobre su hombro.
Acercándose a nosotros, con una sonrisa que podría venderles hielo a los esquimales, estaba Emiliano Salgado, el amigo bromista, y a su lado, Rodrigo Herrera, el abogado, Rodrigo nos miraba a Alejandro y a mí (todavía sostenidos) con una expresión de "te lo dije", Emiliano, en cambio, parecía que acababa de ganar la lotería.
- ¡Alex, hermano! —gritó Emi, ignorando a todos—. ¡Qué bueno que llegas! ¡Ya me estaba aburriendo! Y... vaya, vaya...
Sus ojos se posaron en mí y no fue un escaneo, fue un recorrido de arriba abajo, lento, apreciativo y completamente descarado.
- No nos presentas a tu... acompañante.
Alejandro me soltó, como si quemara, el frío me golpeó al instante, pero su mano volvió a mi espalda baja, la marca de fuego.
- Emiliano, Rodrigo, ella es la señorita Villalobos, mi asistente.
- ¿Asistente? —Emiliano fingió sorpresa—. ¡No jodas! ¿Desde cuándo las asistentes se ven así? ¡Creí que todas usaban cuello de tortuga y zapatos ortopédicos!
Sentí la ira de Alejandro y como se tensó a mi lado como una cuerda de piano.
- Emiliano... —advirtió Rodrigo, con voz cansada.
- ¡No, en serio! —Emi me ofreció la mano—. Emiliano Salgado, el amigo con el que Alex se desahoga, encantado y déjame decirte, Villalobos... —me dio un beso en la mano, sus ojos fijos en los míos— ...ese vestido debería ser ilegal o celebrado, aún no lo decido.
- Señorita Villalobos, para usted —corrigió Alejandro.
- ¡Ay, qué Ogro! —se burló Emi—. Rodrigo, ¿no se ve espectacular? Alex tiene un gusto impecable para... el personal.
Rodrigo solo me dio un asentimiento de cabeza.
- Señorita Villalobos, qué... sorpresiva... noche.
Estaba en medio, el Ogro a mi derecha, emanando furia fría, el Payaso (Emi) al frente, devorándome con la mirada y el Juez (Rodrigo) a la izquierda, analizándome.
- Buenas noches, señores —dije, aplicando la Regla Cinco—. Estoy encantada de estar aquí.
Mi sonrisa se sentía como si estuviera hecha de cemento.