La tarde transcurría con la calma habitual de la casa, hasta que Miranda irrumpió en mi habitación con su energía de siempre. Ella era la hija de mi tía y mi mejor amiga, la única niña con la que jugaba cuando era niña a excepción de Mateo, pero no me gusta pensar en él, me hace daño.
—¡Ana, no sabes lo que acabo de descubrir! —dijo, dejando caer su bolso en mi cama y sentándose frente a mí.
Levanté la mirada del libro que apenas había estado leyendo. La sonrisa en su rostro me hizo dudar si rechazarla de inmediato o dejarme llevar.
—¿Qué pasó ahora?
—¡Tu banda favorita estará en la ciudad esta noche! Y ya decidí que vamos a ir. —Su tono no dejaba lugar a discusiones.
La idea me tentó de inmediato, pero recordé las advertencias de mi padre. Él siempre insistía en que no saliera de la casa sin escolta, que el mundo allá afuera era peligroso para mí.
—¿Crees que es una buena idea? —pregunté, tratando de razonar.
—¡Por supuesto! Vamos con los guardias. No va a pasar nada, Ana. Además, necesitas distraerte. Siempre estás encerrada aquí.
Sus palabras me convencieron. La idea de una noche fuera, aunque arriesgada, era demasiado tentadora.
El auto que nos llevaba era grande, blindado y con dos guardias acompañándonos. Miranda hablaba sin parar sobre la emoción de ver a la banda en vivo, mientras yo miraba por la ventana, tratando de ignorar la sensación de inquietud que me rondaba.
Entonces sucedió.
La camioneta se detuvo abruptamente.
—¿Qué está pasando? —pregunté, alarmada.
Uno de los guardias respondió con rapidez, sacando su arma.
—No se muevan.
Pero antes de que pudiera hacer algo, una camioneta negra bloqueó el camino. Cuatro hombres armados bajaron de ella y apuntaron directamente al auto. Miranda comenzó a llorar, y aunque yo quería mantener la calma, mi corazón latía con fuerza.
—Bajen del auto. Ahora —ordenó uno de los hombres, mientras otro rompía la ventana del chofer.
Nos sacaron a ambas con brusquedad. Los guardias intentaron resistirse, pero los neutralizaron en segundos.
Nos hicieron caminar unos metros hasta un lugar oscuro, donde los hombres comenzaron a discutir entre ellos.
—La prima no nos sirve —dijo uno de ellos, señalando a Miranda.
—Déjala ir, que no haga más escándalo. Pero a esta... —el hombre me señaló—. Ella viene con nosotros.
Miranda se aferró a mi brazo, sollozando.
—¡No! ¡No pueden llevársela!
Uno de los hombres la empujó hacia un lado.
—Llévatela de aquí. Que no diga nada, o la próxima vez no será tan afortunada.
Miranda me miró, aterrorizada, mientras la escoltaban de regreso a la carretera. Yo no podía moverme, paralizada por la incertidumbre de lo que estaba por venir.
Cuando llegamos a nuestro destino, supe que las cosas solo empeorarían. Me llevaron a una bodega oscura, con el aire pesado y un hedor que me revolvía el estómago.
Había otras chicas ahí, todas con el mismo rostro de terror. Algunas estaban llorando, otras simplemente miraban al vacío, resignadas.
Me dejaron en un rincón, con las manos atadas. Uno de los hombres se inclinó hacia mí, sonriendo de una manera que me hizo sentir repulsión.
—Bienvenida al infierno, princesa.
Las palabras me helaron la sangre, pero me negué a dejar que el miedo me consumiera. No sabía quiénes eran ni qué querían, pero estaba segura de una cosa: todo esto tenía que ver con mi padre. Y yo, al parecer, era solo una ficha en un juego mucho más grande.