¿Cómo complicar tu vida en un simple paso? Acepta hacer un posgrado que te llevará muy lejos de las personas que amas, de la cultura que conoces y que puede o no hacerte dar el giro que tu vida estaba esperando. Así fue como comenzó mi historia de amor y odio en Nueva York. Esta es la narración de como una persona me enseñó que los sueños pueden darse de las formas más raras que podemos imaginar, de como un neoyorquino me enseñó a amar y, sobre todo, a perdonarme. Entendí muchas cosas de mi misma en ese viaje a América, las que llevaré en mi alma hasta el día que me muera, y en el centro de ellas estará siempre un físico, Adam Harris.
Mi nombre es María Celeste Santillán, tengo 25 años y nací en una pequeña y sucia ciudad en el corazón de México, llamada Guadalajara. Estudié Química en la más prestigiada escuela del país, la Universidad Nacional de México en Ciudad de México. He estado viviendo en esa ciudad, la capital mexicana, la ciudad de mis amores, desde que fue aceptada en la academia. Para mí fue increíblemente fuerte dejar a mi familia atrás, porque aunque es chiquita, siempre nos hemos tenido a los cuatro. Mi padre, Pablo, mi madre Guadalupe, y mi hermana pequeña, Camila, somos muy unidos, como solo las familias rusas saben serlo.
Cuando decidí irme a estudiar a Ciudad de México, mis padres fueron los primeros en alentarme a eso. Pablo Santillán es un ingeniero químico ambiental, que ha servido durante varios años al gobierno mexicano, haciendo que lleváramos una vida bastante holgada. Lo primero que recuerdo es a mi padre yendo a trabajar a la capital, diciéndome que no llorara y que fuera buena con mi madre y mi hermana; siempre ha amado su trabajo y me enseñó que yo debía hacer lo que amara, no lo que el resto del mundo quisiera. Mi madre, Guadalupe Gómez, es profesora, y pasa sus días como directora de una escuela en nuestra ciudad natal, Guadalajara. Ella pasó una vida de miseria y pobreza, en la Habana, Cuba, trabajando incansablemente para salir adelante, hasta que tuvo lo que siempre quiso: una vida estable y tranquila. Guadalupe no era exactamente una madre amorosa o que expresara su cariño con facilidad, pero nos hemos ido entendiendo conforme el tiempo pasa. Después de todo, me veo reflejada en ella y en lo similares que somos al crecer. Yo nací primero, en una helada mañana de Noviembre, prematuramente pero, según mi padre, superé todas las adversidades para encontrarme en el lugar justo en el que estoy ahora. Él y yo tenemos una muy buena relación, mucho mejor de la que jamás tendría con mi madre. Mi hermana pequeña, Camila, que nació en Agosto, dos años después que yo,es la manzana de los ojos de mi madre .
Camila Santillán es una fuerza de la naturaleza. Nació gritando y así ha seguido durante sus 23 años en este mundo. Somos una mezcla explosiva, aunque yo suelo ser mucho más silenciosa al momento de expresar lo que me pasa. Siempre ha sido así, desde niñas, cuando estudiábamos en uno de los colegios más prestigiosos de Guadalajara, Camila solía meterse en más problemas que yo, Paola Durán, su directora, solía tener a mi madre siempre en la dirección por el comportamiento de mi hermana, terminando con una alabanza para mí por ser tan obediente.
Camila y yo peleábamos demasiado, poniendo a nuestros padres al limite, desde que ella nació hasta el día que yo decidí irme a Ciudad de México. Cuando era apenas una niña de cuatro años, le dije a mi padre que yo estudiara en la gran capital pues era una ciudad que me impresionaba con su Palacio de Bellas Artes imponente y su enorme zócalo, brillando ante el mundo. La ciudad donde habían pasado todas las cosas interesantes que nos narraban las profesoras en los libros de historia me llamaba desde que veía al presidente en turno decir las palabras para conmemorar la Independencia de México, cada año. Solo una vez fuimos a la ciudad capital, pero mi padre tenía trabajo y no fue posible hacer todas las cosa que yo quería, así que ese viaje solo impulso mis deseos de vivir en ella. En cuanto tuve la edad para hacerlo, me fui.
Después de toda una infancia en la que estaba segura de que quería estudiar en Ciudad de México, el problema es que no tenía idea de que demonios iba a hacer en aquel lugar tan grande. Mi mente pasó por tantas ideas hasta que se sostuvo en Química. Nunca me he sentido la mejor en las cosas que hacia, aunque me esforzaba por ser perfecta. La hija perfecta, la estudiante perfecta, la novia perfecta. Y fracasé monumentalmente, por lo menos en la última.
Mi talento me llevó a ser aceptada en la Universidad Nacional de México. La mejor del país, cosa que celebraron mis padres y mis pocos amigos, mientras que los profesores de mi antigua escuela juraban que era obvio que yo estaría en ese lugar. Sin embargo, nunca me lo creí por completo. Mi apariencia y mi marcado acento de la provincia me hacia resaltar entre mis compañeras. Yo era alta, flaca, de enormes ojos verdes y largo cabello pelirrojo y rizado; bastante distinta a las morenas y bajitas, chicas que me acompañaban, los prototipos de la belleza mexicana. Yo sabía que era bastante bella, pero nunca sería como mis compañeras. Si no me aceptarían por mi físico, me destrozaría las manos con tal de ser la mejor química que jamás se hubiese parado en un laboratorio mexicano. Estudié hasta casi matarme, con tal de lograr mi objetivo y estaba muy cerca de hacerlo, cuando conocí a Daniel Solorzano. Estudiaba ingeniera en el Instituto Tecnológico de Ciudad de México y venia de Guadalajara, como yo. De hecho, creía haberlo visto en alguna feria del pueblo.
Comenzamos a salir y pronto se volvió mi peor pesadilla. Daniel nunca fue un hombre violento, y creo hasta ahora que yo tengo una personalidad demasiado fuerte como para permitir que me pusiera encima, pero se dedicó a terminar con mi autoestima y a recordarme que yo lo tenía a él porque nunca podría aspirar a nada mejor. Nunca sería una mujer como mis compañeras de la escuela, o como ninguna otra. Poco a poco, comencé depender cada vez más de Daniel de manera emocional, pues me sentía sola en la gran ciudad. A pesar de que en la seguridad de mi pueblo había vivido todo y experimentado lo que un adolescente necesita saber en el ámbito de las fiestas, las drogas y el sexo; nada podía prepararme para un corazón roto. Al poco tiempo descubrí que Daniel me engañaba, y seguí con él, porque era lo único que tenía.
Fui cerrando cada vez mis sentimientos hasta volverme una cara dura que se negaba a aceptar a los demás o confiar en ellos. Estuve dos años con él hasta que Camila llegó a estudiar a la ciudad de Ciudad de México, siguiendo mis pasos, pero a algo completamente diferente. Con una generosa beca gracias a la gimnasia, Camila estudiaría física en la Universidad de Ciudad de México. A mi hermana la vino siguiendo desde Guadalajara el amor de su vida, y mi mejor amigo de la infancia, Franco Dávila. Camila y yo compartíamos un piso en el corazón de Ciudad de México e Pablo vivía cerca de allí. Juntos se dieron cuenta de mi estado anímico y lo que lo causaba e intentaron convencerme de que Daniel Solorzano era mi peor mal, pero lo cierto es que yo venía arrastrando muchas debilidades que mi personalidad me impedía reconocer. Fueron demasiadas las peleas que tuve con ellos porque yo no quería dejar a Daniel. Usando el sarcasmo como excusa me separé cada vez más de mi hermana y mi amigo, y de las pocas personas que conocí en la ciudad, creando una coraza en mi corazón y dedicándome a la danza con todo lo que era.
Terminé la escuela un año antes que aquellas compañeras que tanto me criticaban y me gradué con honores. También dejé a Daniel. Estaba harta de que controlaran mi vida, estaba cansada de obedecer; y deseaba más que nada volver a ser libre. Con Daniel pude reconocer todas mis debilidades y no me gustaron, yo era una mujer perfecta y no debía dejar que nadie me controlara, ni siquiera los padres a los que amaba tanto. Por eso, antes de graduarme comencé a trabajar como parte de un pequeño laboratorio experimental que conformaba mi escuela, dentro de un instituto de Investigación. Ganaba una miseria, pero era mi propio dinero y no me hacia depender de nadie, además, me daba toda la experiencia que necesitaba para adentrarme en el mundo internacional de la ciencia. Casi nada llena tu curriculum como esa clase de laboratorios en particular. Seguía viviendo en mi amada Ciudad de México y me estaba haciendo cada vez más adulta y responsable, aunque por dentro seguía siendo la misma niña que se negaba a llorar frente a nadie, incluso frente a su padre.
Cuando me invitaron a ser la directora del laboratorio fue toda una sorpresa para mi, e incluso dude en aceptarlo, pero Camila no aceptaría un “no” como respuesta y menos cuando se trataba de ver a su hermana brillar frente a todo el país y que le pagaran por eso. Recuerdo cuando gané mi primer salario real, fue cerca de Navidad. Quería llenar a todos con regalos, pero lo primero que hice fue comprarle unos audífonos del último modelo a Camila, quería agradecerle en silencio por permanecer leal a su hermana, a pesar de lo mucho que peleábamos y que queríamos matarnos a veces.
El lugar de directora de laboratorio me dio mucho más dinero del que esperaba y comencé a ahorrar para un pequeño viaje. Tenía muchas ganas de ir a América, porque soñaba con conocer la ciencia del país vecino. Su cuna era en Nueva York y las escuelas de aquella ciudad cada vez abrían más sus puertas a los estudiantes como yo. Las regulaciones migratorias habían cambiado y también las sociedades en las que vivíamos.
Yo me había graduado dos años antes de aquella idea, en los que había permanecido en el ensamble, y llevaba uno siendo directora, lo que de acuerdo con la página de internet de la Universidad de Nueva York era suficiente para hacerme candidata a su nuevo posgrado en Química Nuclear. Mordía mi pulgar con nerviosismo mientras leía, pensando en como enviar mi curriculum y mi ensayo de admisión. Tenía la ventaja de que mi padre había insistido en que aprendiéramos inglés para poder conseguir las metas que nos propusiéramos en la vida y yo había tomado esa frase lo suficientemente en mi pecho como para tener un certificado de aquel idioma al salir de la universidad, igualmente había aprendido francés por diversión, haciendo que mi madre dijera que si la danza fallaba podía poner una escuela de idiomas, pero jamás lo haría. Ni de idiomas, ni de química, odiaba ser maestra. Finalmente, decidí hacerlo en secreto porque no quería elevar las expectativas de nadie, era más que suficiente con las mías.
Un fin de semana en el que mis padres habían ido a visitarnos llegó la carta de aceptación. Franco había ido a comer con nosotros por insistencia de mi madre y nos encontrábamos disfrutando de mi platillo favorito, el pozole. Los cuatro se voltearon para verme mientras apretaba fuertemente aquella carta en la mano, conocían muy bien mis expresiones aunque me jurara no tener ninguna.
— ¿Qué es eso, Cel? — la voz de mi cuñado me hizo sonreír de lado.
— Nada, Fran… solo una pequeña carta de la Universidad de Nueva York.
— Espera… ¡Eso es América! — gritó mi amigo — ¿Qué quieren contigo?
— No lo sé. Justo ahora voy a averiguarlo.
— ¿Cómo consiguieron esta dirección? — preguntó mi padre con suspicacia.
— Les envíe una solicitud de admisión hace unos meses — confesé.
— ¡Pero ya terminaste la escuela! — exclamó mi madre algo indignada.
Yo sabía que ella tenía la esperanza de que yo volviera al pueblo en cuanto terminara la escuela, me lo decía cada vez que iba a pasar las navidades con ellos, quería que pusiera una escuela de danza en el local vacío de la casa y me quedara con ellos. Yo era la hija obediente y me iban a necesitar, porque la intempestiva Camila ya tenía planes de casarse e irse con Franco a donde él fuera. Pero mi padre no pensaba lo mismo, él siempre me había inspirado a volver tan alto que pudiera recolectar todas las estrellas con mis manos.
— Haré un posgrado — contesté, viéndola a los ojos, un tanto retadora — Si es que me aceptaron.
— ¿Qué esperas para leerla? — urgió mi padre, apretando un poco más su vaso de tequila.
Tomando aire, comencé a leer.
— La Universidad de Nueva York, con sede en Nueva York se complace en invitarla a usted, María Celeste Santillán, a completar el curso de posgrado en Química Nuclear, que iniciara en Agosto del año en curso, además se pide que llene el siguiente formulario para acceder al programa de becas porque ha sido acreedora a una que cubrirá el 100% de sus estudios…
Mi voz se volvió un susurro mientras leía el resto. Mi madre y mi hermana estaban prácticamente en mi espalda, leyendo la carta detrás de mi, mientras Franco y mi padre se veían con ojos desorbitados. Cuando terminé de leer todo quedó en silencio por unos buenos quince minutos. Mi madre sirvió la cena y todos nos sentamos, sin poder hablar.
— ¿Qué opinan? — pregunté en la cena, después de leer aquella carta en la que se me invitaba a continuar mis estudios con una beca completa en Juilliard.
— No lo sé, Lele… — la voz de mi madre estaba llena de duda.
— ¿Qué vas a hacer tan lejos? — reprochó Camila.
Mi padre solamente me miró fijamente a los ojos y supe lo que debía hacer.
— Es una oportunidad única y solo dura dos años. ¡Lo haré! — dije con decisión.
— Cel, ¿qué va a pasar con tu puesto en el Instituto? — se atrevió a preguntar Franco.
— Si ya lo conseguí una vez puedo volver a hacerlo.
— Te apoyaremos en todo — dijo mi madre con tristeza en los ojos, tomando la mano de Camila para hacer que mi hermana guardara silencio. Sabía que una palabra negativa de ellas sería suficiente para que yo pudiera echarme hacia atrás en mi nueva locura, y me amaban demasiado como para hacer eso.
Con esas palabras comenzaron todos los planes para mi mudanza semipermanente a los Estados Unidos de América. A pesar de que duraría dos años Guadalupe, como buena madre latina, insistía en que debía llevar de todo y más para estar segura de que no extrañaría mi tierra y sus tradiciones. Franco, maldecía mientras intentaba convencerla de que yo debería llevar dos o tres botellas de tequila porque los americanos no sabían hacer buen licor.
Camila y Franco pasaban todo ese tiempo molestándome e insistiendo en que debería comprar ropa interior de lencería para conquistar a algún americano y conseguirme de una vez la ciudadania de aquel país. A pesar de que los miraba con odio, no puedo negar que la compré. Mi vida s****l se hizo aún más activa desde que deje a Daniel, pero eso no me llenaba. Lo que yo necesitaba era a alguien que me amara más de lo que yo me amaba a mí misma, pero mientras me divertiría un poco con mis nuevos compañeros. Planeaba tener un cambio de vida completo en aquel país. Incluso decidí teñirme el cabello, eliminando el rojo que me había acompañado toda la vida y reemplazándolo con un rubio que según mi madre me hacia parecer Marilyn Monroe y según mi padre realzaba mis ojos verdes. La primera vez que me ví en el espejo no me reconocí y eso me hizo sonreír, justo lo que necesitaba.
Todos intentaban decirme que iba a necesitar en aquel país tan extraño para nosotros, pero yo creía firmemente que era suficiente con la ropa que llevaba y todos los sueños que me hacía falta por cumplir. Sin embargo, sonreía de lado y me dedicaba a hacer todas las cosas que iba a extrañar en México. Me dediqué a recorrer de nuevo todos los bares de Ciudad de México, sus calles y sus mercados, comiendo, bebiendo y tomando fotografías de aquella ciudad que me vió florecer. Cuando el invierno llegó, suspiré, pensando en lo que significaría no ver la nieve de nuevo cada año. El enorme Palacio de Bellas Arter era el signo del poderío que alguna vez tuvo México, pero también había sido mi primera imagen de libertad.
Mi padre, Pablo, nos ayudaba con la mudanza, porque Camila había aprovechado que yo me iba para mudarse definitivamente con Ivan Dávila, un poco para el disgusto de mis padres quienes creían que aún estaba muy pequeña para comprometerse con él, pero conocían su temperamento tan rebelde y sabía que lo haría con su permiso o no, así que por lo pronto, muchas de mis pertenencias quedarían resguardadas en un almacén y solo lo necesario se iría conmigo a los Estados Unidos de América. Franco conducía el automóvil con las últimas cajas de Camila y yo iba sentada a su lado, haciéndole compañía.
— ¿Estás seguro que estás bien con todo esto? — pregunté abruptamente.
— Siempre supe que te irías en cuanto pudieras, Lele.
— Eso no quiere decir que estás de acuerdo.
—Siempre apoyaré tus decisiones porque tienes que crecer.
— Te voy a extrañar.
— Y yo a ti, Cielo, pero sé que tarde o temprano volverás a México.
— ¿Mi corazón es le pertenece como esta tierra?
— Al contrario, mi pequeña, eres un alma y un espíritu de fuego, justo por eso necesitas tener un poco de casa en ti misma, un balance.
Finalmente llegó el día en el que me iría de México. Todo ese tiempo se me había pasado demasiado rápido y lento a la vez, pues el sueño de volar y hacerme un nombre en el mundo del ballet cada vez era más real y menos etéreo. Cerré la última maleta justo antes de irnos al aeropuerto, pues había trabajado en el Instituto hasta un día antes de partir, donde celebramos una fiesta por mi aceptación en la Universidad de Nueva York. Los chicos del trabajo estaban realmente felices por mi y, aunque podía distinguir algunas miradas de envidia, las ignoré. Había aprendido a ignorar la mala vibra.
Mi pasado en Guadalajara era algo de lo que no hablaba mucho con nadie que no fueran Franco y Camila. Cuando dije que fracasé siendo perfecta, no mentía. Tuve una época bastante horrible en la adolescencia, sobre todo cuando la hija de la directora de la escuela, Paola y yo decidimos inducirnos al mundo del sexo por dinero. Yo era una adolescente bastante inteligente y demasiado ambiciosa para mí propio bien. Paola y yo siempre nos habíamos llevado bien, pero en el último año de la preparatoria nos acercamos mucho más, porque ella me propuso un negocio. Mis padres tenían algunos problemas de dinero y yo buscaba poder mantenerme solo con la beca que me diera el gobierno, pero para eso necesitaba ahorros que no tenía.
— Piénsalo, Cel — me dijo un día mientras estábamos charlando detrás de las escaleras de la escuela. Mis compañeros me habían llamado Lele desde niños y yo me había acostumbrado a aquel apodo — Será dinero fácil. A tí y a mi nos gusta el sexo, ¿no?
— Nunca he tenido novio, no sabría que hacer.
— ¿Eres virgen?
— Por supuesto que no, sabes que en las fiestas de la escuela han pasado cosas. Me refiero a que solo fallábamos y se iban, no sé como hacerle compañía a un hombre.
— Irás aprendiendo — sonrió Paola — Será algo secreto y con gente de confianza. Disfrutarás y recibirás dinero.
— ¿Estás segura de que nadie dirá nada? — pregunté escéptica — ¿Qué pasará si nuestros padres se enteran?
— Te he dicho que ya tengo clientes de confianza.
Abrí los ojos como platos.
— ¡Somos menores de edad, Paola!
— ¿Y eso qué? Muchos de nuestros clientes también son menores de edad. Siempre y cuando tengan el dinero para pagarlo.
— No lo sé.
— Vamos — suplicó Paola — Necesito compañía, te juro que me han llegado a pagar hasta 7,000 pesos por noche.
— Acepto — dije al oír la cantidad de dinero.
Por supuesto, no fue como lo pintaba Paola. En general, muchos de nuestros “clientes” eran chicos ricos de otras escuelas y algunos hombres morbosos. Cada vez que conocía a alguien nuevo agradecía que mi papá trabajara en México y que no me tuviera que topar con él o con nadie cercano a nosotros, no teníamos tanto dinero para eso. Las cosas se fueron tornando cada vez más difíciles cuando se corrió la voz de que dos niñas adineradas de la escuela de Monjas se estaban prostituyendo. No decían quién era, pero no tardaron en ubicarnos. La prostitución es algo que en México se castiga con cárcel y sobre todo cuando se trata de menores de edad. Lo cierto es que yo había conseguido hacer bastante dinero, porque era bella y bastante más exótica que mis compañeras. Muchos de los clientes y mis compañeros me decían que el cabello pelirrojo los excitaba. Esta fue también una de las razones por las que me teñí de rubia antes de irme a América. No quería nada que me relacionara con esa época de mi vida de la que no me sentía para nada orgullosa. Todo se destapó cuando un cliente golpeó a Paola y llegó la policía al hotel donde siempre nos encontrábamos con ellos y supo que era menor de edad. Paola Durán, su madre, estaba fúrica y la sacó del país para terminar la preparatoria. Nunca volví a ver a mi amiga. Los únicos que supieron que yo participaba en eso fueron mis padres, mi hermana, Paola Durán e Franco, mi mejor amigo. Algunos chicos ricos de Guadalajara fueron mis clientes también, pero no dirían nada para no ir a la cárcel y, sobre todo, comprometer su estatus social.
Por todo eso, después de la partida de Paola, nadie dijo nada y el rumor fue muriendo para cuando yo me fui a Ciudad de México, pero la decepción de mi madre no lo hacia, por lo que nuestra relación era todavía más difícil. Mi padre y yo hablamos bastante acerca de lo que había pasado y me hizo entender muchas cosas, suficientes para avergonzarme de mí misma y querer comenzar de nuevo con una vida de alguien decente. Quería ser la persona perfecta de nuevo y esperaba que Estados Unidos representara una nueva oportunidad para lograrlo.
El Aeropuerto Internacional de Ciudad de México estaba repleto de gente cuando me fui, cosa no tan rara en el país. Logré documentar todo mi equipaje rápidamente, con todo y la inspección aduanal, y volví a reunirme con mi familia para irnos a comer algo antes de que abordara el avión. Veía a mis padres y a Camila verme con nerviosismo y yo misma no sabía que decirles. Solo había salido del país una vez antes de esto, para ir a un curso de dos semanas en París con el ensamble, pero ahora la expectativa era no volverlos a ver en dos años. No teníamos dinero para costear un viaje tan costoso como el vuelo de Ciudad de México a Nueva York que iba a tomar en unas horas.
— Ya debes abordar, Cielo—dijo mi padre cuando terminábamos de tomar algo en uno de los restaurantes del aeropuerto.
—Así es—corroboré tomando el pase de abordar entre mis manos.
—¿Tan pronto?—preguntó mi madre.
— Hemos estado aquí dos horas — dije con una sonrisa triste.
— Te voy a extrañar mucho, Lele querida — dijo mi madre poniendo sus brazos sobre mi cuello, en una expresión de cariño que me sorprendió. Ella no era muy dada al afecto.
Correspondí el abrazo con cariño y le prometí que me cuidaría y que estaría bien. No era nada a lo que no me hubiera enfrentado antes, y confiaba en que mi inglés me ayudaría a salir de todos los problemas en los que me metiera. Me recomendó mil cosas, haciéndome jurar que la llamaría en cuanto pudiera y que siempre les diría donde estaba.
— Te va a ir bien, Lele — rió Franco— Ya te extraño, amiga.
— Y y o a ti, Fran— reí — No dejes que Camila te vuelva loco.
— Lo intentaré — dijo abrazándome rápidamente antes de separarse.
Mi padre y yo nos abrazamos por tanto rato, sin decir nada, pues los silencios eran nuestra forma personal y privada de comunicación. Sabía todo lo que me quería decir con solo verlo a los ojos y deseé con toda el alma que los míos pudieran darle la seguridad que necesitaba para dejarme ir. Finalmente, me soltó y apretó mi mano antes de asegurarse por décima vez que mi mochila estuviera bien cerrada y que tuviera todos mis documentos migratorios a la mano.
— Si haces algo estúpido, te mataré — fue lo primero que dijo Camila.
Solté una carcajada y la abracé. Mi rubia favorita se aferró a mi como no lo había hecho en mucho tiempo. Sabía que Camila me extrañaría pero confiaba en que fuera capaz de hacer una vida independiente y que los demás fueran los que le enseñaran a controlar su temperamento, como lo habían hecho con el mío.
— Estarás bien,Milly. Lo prometo.
— No estás segura de eso — murmuro.
— Tienes a Franco y a mis padres.
— Pero no te tengo a ti.
— Siempre me tienes a mi, Camila.
— Cuídate ,Lele. Necesito que regreses para poder pelear a gusto.
Crucé la barrera de aduanas después de un último abrazo de Camila, quien se negaba a separarse de mi aún cuando tenía mi pasaporte sellado en la mano. Después de todo, iba a cruzar el atlántico y no sabía cuándo volvería a mi amada tierra de hielo. Giré y le di una última mirada a mi familia mientras alzaban las manos para despedirse de mí. Sentí mi pecho oprimirse, pero al mismo tiempo comenzaba a crecer una sensación de excitación en mi estómago. Moría por dejar de ver letras en ruso y comenzar a ver el alfabeto occidental, tan diferente al nuestro.
Desde mi país conseguí un pequeño apartamento de un solo ambiente en el corazón de Manhattan, donde solo tenía que cruzar el Central Park para poder llegar a Juilliard. Simplemente tendría que pedir un taxi y llevar todas mis cosas a aquel lugar. Para mí, la idea de vivir en Nueva York venía de las pocas series americanas que había visto a lo largo de mi vida. No tenía ninguna otra referencia de los Estados Unidos, todo era como una especie de sombra para nosotros los rusos. Al llegar al puesto de migración, me ceñí bien la chamarra blanca que me había regalado mi madre y, con un chocolate caliente en mano, me dediqué a observar las luces del aeropuerto en lo que pasaba la noche allí. Ya extrañaba mi casa, hasta el fríoera diferente aquí, pero la emoción crecía cada vez más en mi alma. Estaba oficialmente más cerca de Nueva York que de Ciudad de México. Entregué mi pasaporte y pude ver como la gente de migración me miraba intrigado. No era poco común ver a alguien de México, supuse.
— ¿Visa?
Asentí con la cabeza, odiando la forma en la que me veían. ¿Por qué era tan dificil para el resto del mundo entender que la mayoría de los mexicanos solo buscábamos mejorar nuestras vidas?
— ¿Qué te trae tan lejos de tu tierra?
— La escuela — respondí escuetamente, el hombre quería ligar conmigo y yo no tenía el menor interés.
Me sonrió de nuevo y me devolvió mi pasaporte, que ahora tenía dos sellos extras. Lentamente iba abriéndome paso en el mundo y solo necesité una carta, un poco de valor y un pasaporte. Subí, finalmente, al avión y esta vez no pude dormir, demasiado emocionada ante la perspectiva de acercarme a la ciudad que nunca duerme. Leí, cerré los ojos un rato, ví alguna película que estaba en la pantalla del avión, pero nada conseguía calmar mi excitación, que me hacia seguir viendo nerviosamente a la ventanilla mientras mis pies se ponían solos en puntas. Sentía que este era el vuelo más largo de todos y que probablemente nunca terminaría. El miedo comenzó a apoderarse de mi, haciéndome pensar que el avión caería y que todo esto era una muy mala idea, que debí quedarme en casa donde ya ganaba el suficiente dinero y pronto tendría lo que más deseaba: fama. Estaba a punto de vomitar, cuando una voz se escuchó en las bocinas del avión.
— Bienvenidos al Aeropuerto John F. Kennedy y a la ciudad de Nueva York. Comenzaremos el descenso para aterrizar.
Sonreí al escuchar esto, olvidando todos los lugares terribles a donde había viajado mi mente en las horas anteriores. La aventura me aguardaba en la gran manzana. No tenía ni la menor idea de todo lo que esta ciudad me iba a traer. Estaba a punto de conocer mi destino, mi futuro, mi libertad y a Adam Harris.