1. En la cima de la montaña
1- En la cima de la montaña
Este día era especial había comenzado con un buen desayuno hecho por Anastasia y luego su esposo dijo que podían hacer un poco de senderismo, pero para Anastasia este día era aún más especial porque era el tercer aniversario de matrimonio con Dorian, ella quería ir a una feria, pero Dorian había insistido por hacer senderismo y ella aceptó encantada, pero la caminata dejaba a la joven Anastasia al borde del desmayo.
—Cariño, necesito descansar.
—Espera un poco más, Anastasia —dijo con dulzura— ya casi estamos.
Al llegar a la cima su esposo la hizo posar cerca del acantilado y cuando ella quiso decirle la noticia de su embarazo él la empujó al vacío.
—Debes morir, Anastasia.
—¡No, Dorian! —su grito se corto de repente al caer.
Dorian Vescari observaba desde el borde del acantilado, donde había arrojado a su esposa.
—Por fin, esa gorda ya no es un estorbo —se ríe en voz baja.
Una sonrisa torcida se dibujó en su rostro al ver, entre los árboles, la silueta de una mujer despampanante. Su cabello cobrizo, recogido en una coleta alta, dejaba al descubierto un cuello delgado y tentador. Ella lo miraba como si fuera un dulce prohibido, y en sus labios se curvó una sonrisa de satisfacción.
—¿Ya está hecho? —cuestiona la mujer mirando sobre el hombro de Dorian.
—Ya está hecho, cariño. Pronto la fortuna de los Marfil será nuestra —murmuró Dorian con calma, como si acabara de cumplir un simple trámite.
A lo lejos, entre rocas y sangre, los últimos vestigios de vida de Anastasia Marfil se desvanecían, escuchaba como el hombre que había amado desde la universidad se jactaba de obtener la fortuna de los Marfil. El hombre al que había amado, en quien había confiado ciegamente, la había traicionado de la peor forma posible. Y el hijo que llevaba en su vientre… ni siquiera eso le pudo contar. Todo había sido un plan, cruelmente orquestado, para quedarse con su dinero y borrarla de la faz de la tierra.
Anastasia comprendió, en medio de su agonía, que la traición podía doler más que cualquier herida sangrante. Y mientras la oscuridad la envolvía, el eco de la voz de Dorian resonaba en sus oídos, quemando el amor que alguna vez le tuvo y transformándolo en odio puro.
—Uff, me alegra, amor —respondió la mujer, acercándose al borde y contemplando con frialdad el cuerpo destrozado de Anastasia—. Al final, todo salió bien.
—Sí… después de todo lo que le hicimos, esa tonta seguía enamorada —rió Dorian, rodeando con sus brazos a la mujer cobriza.
Y bajo la mirada borrosa de su esposa moribunda, ellos se abrazaron y besaron, sellando su pacto en medio de un escenario teñido de dolor, decepción… y un odio que no moriría con Anastasia.
Dorian Vescari se inclina un poco más sobre el acantilado, con la sonrisa aún fresca en los labios. La mujer se acerca despacio, el crujido de las ramas bajo sus botas acompaña el aire helado de la montaña. El cabello cobrizo recogido en una coleta alta resalta en el atardecer, y sus ojos verdes chispean con triunfo.
—Mírala… —susurra la mujer con rostro malicioso, observando el cuerpo ensangrentado de Anastasia, apenas consciente entre las rocas—. Toda rota, hinchada, gorda como un cerdo de feria, y todavía nos mira como si no entendiera nada.
Dorian ríe, bajo y cruel.
—Siempre fue ingenua. Una muñeca torpe, fácil de manipular. ¿Recuerdas su noche de bodas? —la mira con picardía.
Savannah suelta una carcajada, tapándose la boca con fingida delicadeza.
—¡Cómo olvidarlo! Estaba tan drogada que no podía ni abrir los ojos. Y ahí estabas tú… conmigo, a su lado, en la misma cama. Pobrecita, creyendo que te estrenaba como esposo… y ni cuenta se dio de que mientras ella dormía roncando como una cerca tú me hacías gritar de placer.
Las lágrimas resbalan por el rostro de Anastasia. Tiembla, sus labios quieren articular un “no”, pero la sangre en su boca apenas le deja emitir un gemido.
—¿Y qué decir de sus “dietas”? —añade Savannah, con burla venenosa—. Cada batido que le regalaba “para rebajar” estaba cargado de hormonas. Mientras ella rezaba por bajar de peso, yo me aseguraba de que cada semana se inflara más. Y lo peor es que venía a darme las gracias.
Dorian asiente satisfecho y Anastasia recuerda que desde la universidad esa mujer que estaba junto a su marido que decía ser su mejor amiga le daba abatido tras batido.
—Un manatí. Eso era lo que veía cada noche en mi cama desde que nos casamos. Y aun así me decía con ternura que quería complacerme. ¿Complacerme? —escupe la palabra con desprecio—. Ni mirarla podía sin sentir asco.
Anastasia deja escapar lágrimas de dolor, pero su llanto apenas se escucha entre el rugir del viento.
—Y el acónito… —Savannah sonríe, como quien revela un secreto delicioso—. Seis meses enteros envenenándola gota a gota, y la muy burra solo se debilitaba, se hinchaba, se cansaba más rápido… pero no moría. ¡Se resistía como una mula terca!
—Si aumentábamos la dosis, todo se habría descubierto —interrumpe Dorian con tono calculador—. Así que mejor dejarla marchitarse lentamente. ¿Quién sospecharía de que una mujer gorda, floja y enfermiza está siendo envenenada? Nadie.
Savannah se inclina un poco más, mirando con malicia hacia donde Anastasia trata de enfocar sus ojos borrosos.
—¿Sabes qué es lo mejor, querida? —su voz es dulce, venenosa—. Que ni siquiera sospechaste de mí. Me contabas tus “problemas de peso” como si fuera tu mejor amiga, que tu marido solo te tocaba una vez al mes, que te sentías triste por tus hermanos. Qué ciega fuiste, Anastasia… qué patética.
La respiración de Anastasia se vuelve superficial. Cada palabra es un cuchillo que la atraviesa.
Dorian acaricia el mentón de Savannah, complacido.
—Ahora solo nos quedan los viejos. Y entonces… toda la fortuna Marfil será nuestra.
Savannah ríe con él, un sonido agudo que corta la quietud del bosque.
—Al final, todo saldrá perfecto. Una mujer obesa, ingenua, ciega de amor, que nos entregó su vida y dinero sin cuestionar nada. Y ahora ni su maldito hijo servirá para detenernos.
—¿Hijo? —pregunta Dorian confundido.
—Sí, mis contactos dijeron que tenía dos meses de embarazo.
Los ojos de Anastasia se abren con espanto. Su vientre… su bebé… ella lo sabía.
El odio crece dentro de ella como un árbol que crece más rápido de lo que Ana podía manejar, un odio tan puro que quema más que el dolor de sus huesos rotos. La oscuridad la envuelve lentamente, pero lo último que graba en su memoria es la risa de los dos monstruos que se besan sobre su condena.
El cuerpo de Anastasia da un sobresalto. Se incorpora con un ruido áspero, como si se estuviera asfixiando. Sus pulmones arden, su garganta emite un jadeo desgarrado.
—¡Tranquila, tranquila, señorita Marfil! —la enfermera se apresura a sujetarla, acariciándole la espalda, como si con ese gesto pudiera calmar el caos que estalla dentro de ella.
Anastasia parpadea rápido. Todo es borroso, extraño. El olor a desinfectante, las paredes blancas, el pitido de una máquina médica. No está entre rocas y sangre… está en una cama de hospital. ¿Cómo…?
“No estoy muerta” piensa en su estupor.
Sus ojos se abren más al reconocer dos figuras a su lado.
Dorian. Ojos rojos, como si hubiera estado llorando. La mira con un aire preocupado, sosteniéndole la mano con afecto.
Savannah. Con gesto nervioso, los labios apretados, finge compasión.
—¿Dónde estoy? —pregunta de forma cautelosa.
Aun puede sentir el dolor espantoso en todo su cuerpo, en s
u boca el sabor a cobre de su sangre… ¿Qué paso?