22. Misión secreta

2404 Palabras
Al día siguiente de rescatar a los niños, don Emmanuel salió muy temprano rumbo al laboratorio para recoger los resultados de la prueba de ADN y confirmar si el pequeño era Max. Natasha y Alex le habían pedido ese favor, pues no se sentían con la fortaleza emocional para enfrentarse a la verdad. Él mismo quería ser el primero en leerlos para, en caso de una mala noticia, preparar a su familia antes de que se enteraran. Cuando abrió el sobre y leyó los resultados, sintió cómo un peso enorme se desprendía de su pecho. Eran negativos. No se trataba de Maximiliano. Una alegría profunda lo invadió; aún había esperanza, aún podían encontrar al verdadero Max. Guardó con cuidado los documentos y se dispuso a volver a casa para compartir esa maravillosa noticia. Estaba a punto de subir a su camioneta cuando el teléfono vibró en su bolsillo. Al mirar la pantalla, su expresión cambió por completo. —¿Detective Ortega? —respondió de inmediato. —Don Emmanuel… necesito verlo —dijo el detective, con un tono grave que le erizó la piel—. Encontré algo. Creo que al fin tenemos una pista sólida… sobre su hija. Por un instante, el aire pareció escapársele. Había buscado durante tanto tiempo, había rezado tantas noches, que escuchar esas palabras le estremeció hasta los huesos. —¿Mi hija? —murmuró incrédulo. —Sí. No quiero dar detalles por teléfono. ¿Puede venir ahora? —Voy para allá —aseguró sin pensarlo. Se quedó quieto unos segundos, intentando ordenar la avalancha de sentimientos que lo arrollaban. Por un lado, llevaba en la mano la prueba de que Max seguía perdido pero vivo. Por otro, recibía la primera pista real sobre su hija en años. Respiró hondo, cerró los ojos un instante y susurró: —Que sea lo que tenga que ser. Luego arrancó la camioneta, con el presentimiento de que ese día cambiaría su vida… y la de todos. Con todo el revuelo que había causado la noticia en los medios de comunicación, Max se enteró de lo sucedido y decidió regresar. Sentía que había llegado el momento de dar un poco de alivio a su familia. Había logrado encontrar paz dentro de sí mismo y estaba dispuesto, por fin, a escuchar a Natasha. Mientras caminaba por el camino que lo llevaba de vuelta, no esperaba cruzarse con nadie, pero desde lejos, don Emmanuel lo vio y aceleró el paso para interceptarlo. Apenas lo tuvo frente a él, lo tomó del brazo con fuerza, como confirmando que no era una ilusión. —¡Muchacho! —exclamó con el corazón latiendo de alivio—. Me alegra tanto que estés bien… pensábamos lo peor. Max bajó la mirada. —Lo siento mucho, don Emmanuel. Jamás quise causar tanto revuelo. —Supongo que planeas volver con Natasha para hablar —dijo el hombre, estudiando su rostro. —Así es, señor. Además debo terminar el trabajo en su casa. Don Emmanuel respiró hondo, como preparándose para algo importante. —Antes de que regreses… quisiera pedirte un favor. Uno muy grande. Y entiendo si decides no hacerlo. Respetaré la decisión que tomes. Max enderezó los hombros. —Lo escucho, don Emmanuel. —Como sabes, Nathalya ha estado desaparecida desde hace tiempo… —comenzó, su voz quebrándose apenas—. Y el detective justo me acaba de decir que encontró una pista. Pero necesitamos un infiltrado del que nadie sospeche. Y en tu situación… sería muy conveniente que fueras tú quien lleve a cabo esta misión. Max asintió lentamente, como si ya hubiera imaginado esa posibilidad. —Entiendo… para todos yo estoy muerto. Y el responsable no sospechará jamás que soy yo… el hermano de Alex. —Así es, muchacho. Pero como dije, respetaré lo que decidas. Max guardó silencio varios segundos. Miró el camino que llevaba a su hogar, imaginando la reacción de su esposa, de su hijo… y luego pensó en Nathalya, en todo lo que podría estar viviendo. —Me duele pensar en lo que mi familia sufrirá otra vez por mí… —admitió con voz baja—. Pero también sé que Nathalya podría estar sufriendo mucho más, muy lejos de todos. Allá afuera ella está sola… y a manos de un asesino. En casa, al menos, mi familia podría apoyarse entre ellos. Don Emmanuel bajó la mirada. —No es necesario que les muestre aún los resultados de ADN —dijo—. Puedo decir que todavía no llegan… así retraso la mala noticia. —Pero Ángel bajará la guardia si en las noticias se confirma mi muerte —reflexionó Max—. Me permitirá acercarme sin sospechar. —Sería muy valiente de tu parte —dijo don Emmanuel con solemnidad—. ¿Estás dispuesto a ayudarme? Max respiró profundamente. —Sí, señor. Yo aprecio mucho a su hija. Además, es la felicidad de mi hermano… y la mejor amiga de mi esposa. Yo también quiero que regrese. Don Emmanuel le puso una mano firme en el hombro. —Te compensaré por ello. Max negó suavemente. —No es necesario. Sólo… cuide de mi familia. No permita que Natasha caiga en depresión… ni que mi hijo sufra por mi ausencia. —Te lo prometo —respondió el hombre, con sinceridad absoluta. Sin perder tiempo, don Emmanuel comenzó a explicarle el plan. Con sus influencias, podría cambiar su apariencia y sus datos sin levantar sospechas; sólo era cuestión de esperar a que Ángel buscara nuevo personal. Cuando eso sucediera, Max estaría listo para infiltrarse… y acercarse, por fin, al paradero de Nathalya. Mientras tanto, Natasha y la familia de Alex recibían la terrible noticia. Según los reportes, Max había decidido quitarse la vida. Aquello cayó sobre todos como un balde de agua helada. Era difícil de aceptar: Max jamás había mostrado tendencias suicidas, nunca. Si algo lo caracterizaba era la calma con la que analizaba cada situación por complicada que fuera. La idea de que él hubiera llegado a ese extremo simplemente no encajaba. El padre de Alex casi sufrió un ataque al enterarse. Temblaba, negando con la cabeza una y otra vez, incapaz de asimilarlo. Don Emmanuel lo observaba desde la distancia, sintiendo que la culpa le quemaba el pecho; no quería provocar un nuevo dolor en la familia, pero tampoco podía permitir que el señor se consumiera por la angustia. Al final, decidió hablar con él a solas. La conversación no fue sencilla. Al principio, el padre de Alex reaccionó con furia, dolido por sentirse engañado. —¿Cómo pudieron hacer algo así? —reclamó, con la voz rota—. ¿Cómo pudieron permitir que todos creyéramos que mi hijo…? Don Emmanuel aguantó su mirada, firme pero comprensivo. —Lo hice para protegerlo —respondió—. Y para proteger a Nathalya. Es la única forma de que Ángel no sospeche… y de que Max pueda acercarse sin ponerlos en riesgo. El hombre respiró hondo, temblando. La ira quedó poco a poco reemplazada por alivio cuando comprendió que su hijo seguía vivo. —Prefiero… prefiero esto —admitió con un suspiro quebrado—. Prefiero saber que está vivo, aunque no pueda verlo. Nadie más debe enterarse. —Así será —prometió don Emmanuel—. Su silencio es vital. El padre de Alex asintió con los ojos enrojecidos. Era un precio emocional enorme, pero aceptó pagarlo. Mientras tanto, don Emmanuel ya había preparado todo para la nueva identidad de Max. No modificarían demasiado su apariencia, sólo algunos detalles estratégicos: un corte de cabello distinto, barba más marcada, un estilo de vestir más rudo, incluso un cambio en su postura y forma de caminar. Lo suficiente para no ser reconocido de inmediato, pero sin perder su esencia. Le dio también instrucciones precisas sobre cómo comportarse. Debía mostrar seguridad, dureza, una presencia intimidante. Ángel solía rodearse de hombres que inspiraban miedo y respeto, y Max debía parecer uno de ellos. —Recuerda —le dijo don Emmanuel—, tu mirada no puede titubear. No eres Max. No eres esposo, ni padre, ni hermano. Para ese mundo, eres un hombre frío, sin ataduras y sin nada que perder. Max asintió con determinación, consciente de que, si fallaba, no sólo pondría en riesgo su vida… sino también la de Nathalya. El plan estaba en marcha. Por otro lado, Nathalya seguía firme con su plan. La paciencia era su arma principal; debía ganarse un poco de la confianza de su raptor antes de intentar cualquier movimiento arriesgado. Y el accidente que había planeado estaba a punto de ocurrir. —Ángel… —Dime, Nathy. —¿Crees que pueda conocer el resto de la ca…? —no alcanzó a terminar la frase, pues en ese instante fingió torcerse el tobillo y cayó al suelo, soltando un grito lleno de dolor. Ángel corrió hacia ella de inmediato. —¡Nathalya! ¿Estás bien? —¡Ay, mi pie! ¡Me duele, me duele! —¿Puedes levantarte? —¡Nooo! ¡Duele muchísimo! —Voy a cargarte, ¿de acuerdo? —¡No! No me muevas… ¡me duele más! Ángel comenzó a gritar: —¡Auxilio! ¡Necesito ayuda aquí! Al ver que nadie acudía, corrió hacia uno de los empleados que estaba más cerca y le ordenó buscar apoyo. —Iré por ayuda, no me tardo —le dijo antes de alejarse. A pesar del dolor real causado por la torcedura, Nathalya se mantuvo enfocada. Aprovechó cada segundo para observar, memorizando cada detalle del entorno que pudiera servirle después. —Bardas muy altas… árbol de tronco largo… ventanales enormes… camino de piedra hacia un portón n***o… dos alas en la casa… dos pisos en una de ellas… una chimenea… lámparas altas… jardín grande con un pino al centro… —se repetía a sí misma, sin perder detalle. Al escuchar pasos aproximándose, comenzó a quejarse otra vez, esta vez más suave, para luego fingir un desmayo y así escuchar cualquier conversación que pudiera darle pistas. —¡Nathy! Aquí estoy con ayuda. ¡Nathalya! —Se ha desmayado, patrón —dijo uno de los empleados. —¿Es eso posible? —preguntó Ángel, inquieto. —Sí, señor. A veces el dolor provoca que las damas se desmayen. —¿Entonces sí se lastimó? —Su tobillo está muy hinchado. No hay duda, señor. Ángel frunció el ceño, desconfiado. —Temía que fuera una artimaña para escapar… Llévenla de regreso a su habitación y cúrala. Pedro, es una orden. —Sí, señor. Aquí le acomodaré el tobillo… pero necesitará medicamento para el dolor. —Que el mandadero vaya a comprarlo. Pedro tragó saliva antes de hablar. —Señor… el mandadero no vino hoy. Hace rato avisaron que está malherido… es probable que no la cuente. —Si no ha muerto, mátalo. Y buscaremos otro. Tendrás que ir tú por el medicamento. —Como usted diga, patrón. Nathalya fue llevada a su habitación. La información que obtuvo no era suficiente para descubrir dónde estaba ni cómo escapar, pero le confirmó algo fundamental: Ángel no era solo un secuestrador… era un hombre con poder, dinero y sin el menor respeto por la vida de sus propios sirvientes. Claro, dinero que ella misma le había robado a su propio padre. Pedro salió hacia el pueblo para comprar los medicamentos necesarios para Nathalya. Aprovechando el viaje, envió aviso a sus contactos: el patrón necesitaba un nuevo mandadero. Y con urgencia. Max, recién llegado bajo su nueva identidad, ya tenía una apariencia tosca que encajaba perfectamente con los hombres de Ángel. De inmediato llamó la atención de Pedro, quien se acercó a él con desconfianza. —¿Tú quién eres? —le preguntó con voz fuerte, evaluándolo de arriba abajo. Max levantó la vista, adoptando el tono y la postura que don Emmanuel le había enseñado. Y así iniciaba su infiltración. —Yo soy Aldo Monte, ¿algún problema? —respondió Max, imitando a la perfección el tono brusco de su interrogador. Pedro entrecerró los ojos, evaluándolo. —Nunca te había visto por aquí. ¿Qué quieres? —Dinero. Billuyo —dijo con total naturalidad, como si esa fuera la única razón por la que respiraba. —¿Y qué estás dispuesto a hacer para conseguirlo? Max se acercó un poco, mostrando confianza, pero sin exagerar. —Nada que no haya hecho antes… robar, vender, cerrar hocicos. Tú me entiendes, ¿no? Pedro soltó una risa seca. —El patrón necesita uno como tú. Vámonos. —Pa’ luego es tarde. Así, Max logró su primer objetivo con sorprendente facilidad. Demasiada, incluso. Pero ahora venía lo realmente peligroso: mantenerse con vida… y salvar a Nathalya. Durante el trayecto, Pedro se comunicó por radio con su gente. —Investíguenme al nuevo. Quiero saber quién es, de dónde salió y si sirve. Y si no sirve… ya saben qué hacer. La sangre de Max se heló por un segundo; sin embargo, Aldo Monte no se habría inmutado, así que Max tampoco lo hizo. Manteniendo la mirada dura y el cuerpo relajado, siguió interpretando a su personaje sin fallas. Respiraba lento, despacio, como si la muerte no fuera algo que le preocupara. Al mismo tiempo, Ángel acababa de recibir la notificación oficial: el cadáver hallado en la presa sí era Max. O al menos, eso decía el reporte manipulado. Con esa confirmación, el secuestrador no tendría forma de sospechar que el hombre que estaba por conocer era nada más y nada menos que el hermano de su riva en amores… y que se infiltraba en su propia casa. Mientras Pedro aguardaba la respuesta de sus contactos, continuó dándole instrucciones a “Aldo”. —Mira, acá nadie pregunta nada. Haces lo que se te ordena y ya. El patrón es de pocas palabras, y menos paciencia. Si te dice “ve”, vas. Si te dice “calla”, callas. Si te dice “desaparece a alguien”, lo haces sin preguntar. Max asintió despacio, en personaje. —Fácil. —Eso dices ahora —replicó Pedro—. Pero aquí caen los débiles. El patrón huele el miedo, ¿me oyes? Huele todo. Max mantuvo su rostro imperturbable, aunque por dentro sentía el peso de la misión, el riesgo… y la imagen de Nathalya, sola y herida, dándole fuerzas. —Pues que huela lo que quiera —contestó Aldo Monte—. No vine aquí a temblar. Pedro sonrió, satisfecho. Max estaba dentro.
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