Cuando la noche cayó, Natasha se dirigió a la habitación de los pequeños con la intención de ofrecerles la cena, pero se encontró con un vacío inquietante: no estaban allí. Un escalofrío recorrió su espalda mientras buscaba por toda la casa, pidiendo ayuda a Matilde, pensando que tal vez se habían escondido jugando alguna travesura. Pero pronto comprendió que no era un juego: hacía horas que los niños habían escapado, y el miedo la paralizó.
Con el corazón desbocado, informó a Alex y a don Emmanuel. Juntos comenzaron a extender la búsqueda por los alrededores, pero la oscuridad de la noche complicaba cada paso. La luz de la luna apenas iluminaba los caminos, y cada sombra parecía un peligro latente. Temerosa de que Ángel hubiera tenido algo que ver con la desaparición, Natasha no dudó en llamar de inmediato a los agentes de policía que seguían el caso de Nathalya.
El miedo se apoderó de ella, y las lágrimas brotaban sin control. La culpa por las desgracias recientes la consumía, y sus emociones se desbordaban a cada instante. Intentaron calmarla con un sedante, pero la preocupación era demasiado intensa; no había pastilla que pudiera silenciar la angustia que la mantenía despierta y temblando, mientras el tiempo corría en contra de los pequeños.
Don Emmanuel estaba exhausto. La búsqueda interminable de su hija lo había dejado al borde del límite, y ahora la noticia de la desaparición de los pequeños le calaba hasta los huesos. Nathalya jamás le perdonaría que algo le sucediera a su hijo, y él tampoco podría soportarlo. Sabía que debía cuidar su propia salud, pero el amor por su nieto y su hija era más fuerte que cualquier advertencia. Cada minuto que pasaba sin noticias lo consumía, y el miedo de no poder protegerlos lo oprimía. Sentía cómo el peso del mundo recaía sobre sus hombros, una responsabilidad insoportable, y solo le quedaba recurrir a aquello en lo que siempre había creído, aferrarse a la fe, esperando que su plegaria fuera escuchada.
Alex estaba serio y con el ceño fruncido, su angustia contenida apenas lograba sostener la calma. Cada pensamiento lo consumía, cada minuto sin noticias de sus hijos lo hacía sentir que el tiempo se desmoronaba entre sus manos. Sabía que debía mantener la mente fría, pero el miedo le nublaba los sentidos; sin embargo, era la única forma de aumentar sus posibilidades de encontrarlos con vida.
—¿A dónde pudieron haber ido? —se preguntaba, repasando cada detalle, cada acción reciente de los niños. Tras analizar la situación, llegó a la conclusión de que buscaban a Max y a Nathalya, pero ahora la interrogante principal era: ¿dónde podrían encontrarlos?
Los policías lo miraban expectantes, mientras le hacían preguntas sobre los últimos sucesos, conflictos familiares y cualquier pista que pudiera ayudar, pero nadie, ni siquiera él, parecía tener la más mínima idea del paradero de los pequeños. La tensión se palpaba en el aire; cada segundo que pasaba sin noticias hacía que la desesperación se apoderara más de su corazón.
La noche se hacía interminable. Sumidos en la desesperación y la impotencia, Natasha y don Emmanuel rebuscaban frenéticamente en la habitación de los niños, volteando cada cajón, levantando ropa, revisando debajo de la cama. Sus manos solo encontraban desorden: recortes de periódico con los que los pequeños habían estado jugando, juguetes dispersos, mochilas olvidadas, pero ninguna pista que los guiara hacia ellos.
El silencio de la casa, interrumpido únicamente por el leve crujir del piso bajo sus pasos, aumentaba la angustia. Cada minuto que pasaba sin noticias parecía alargar la noche, y con él, el miedo de que sus hijos estuvieran en peligro crecía como un peso insoportable sobre sus hombros. Natasha sentía que le faltaba el aire, y don Emmanuel, a pesar de su experiencia y fortaleza, comenzaba a temer que la situación se les escapara de las manos. La incertidumbre los envolvía, oscura y cruel, mientras afuera, la luna apenas iluminaba los contornos de un mundo que parecía haberse vuelto hostil.
Ya cuando la habitación quedó sola, Alex entró buscando refugio entre las cosas de sus hijos. Olía la ropa de los pequeños, tomaba sus juguetes favoritos y, limpiándose las lágrimas, trataba de calmar su corazón. Intentaba mantener la mente abierta, observando cada rincón con la atención de un niño de casi cinco años, tratando de ponerse en su lugar para descubrir alguna pista.
Se sentó en el piso, desconsolado, y sin querer tomó uno de los recortes de periódico que los niños habían estado usando para jugar. Al mirarlo detenidamente, notó que se trataba de la noticia del hallazgo del cuerpo en la presa, pero algo faltaba: la fotografía de la presa y la ubicación exacta. Su corazón se aceleró. Recordó entonces unas preguntas recientes de sus hijos, que ahora cobraban un significado aterrador:
"— ¿Si quieres ir a un lugar pero no sabes conducir, cómo le haces, papá? — preguntó Emmanuel.
— Tomas un taxi y le dices a dónde vas — respondió Alex.
— Aaaah, y si yo quisiera ir a un lugar, ¿el taxista me llevaría? —preguntó el pequeño Alex.
— No, sin un adulto que vaya contigo.
—¿Y suponiendo que es una emergencia? — cuestionó Emmanuel.
— El taxista llamaría a la policía.
—¿Y me llevarían a la cárcel? — preguntó asustado Emmanuel.
— No, sólo a tu casa.
— Entonces sólo debería conseguir a un adulto amigable que me ayude a llegar a donde quiero ir, ¿verdad? — inquirió Alex, hijo.
— Así es, campeón. Me da la impresión de que quieres ir a un lugar sin mí, si sabes que yo te llevaría hasta el fin del mundo, ¿verdad?
— Sí, papá. Sólo es que vimos en la televisión una película de un niño que se fue a otra ciudad sin sus papás y yo le dije a Alex que eso era imposible. ¿Lo ves, compañero?— respondió Emmanuel."
Alex sintió un escalofrío. Las palabras de sus hijos resonaban con fuerza en su mente; de repente, los recortes del periódico y las preguntas de los niños parecían formar un mapa, una pista que él debía seguir para encontrarlos. Su desesperación se mezclaba con la claridad: sus hijos habían pensado en la manera de moverse por su cuenta… y ahora dependía de él descifrar cómo y dónde.
Entonces, Alex logró descifrar la clave que lo llevaría hasta sus hijos. Sin perder un instante, comunicó a los agentes de policía lo que había descubierto y todos se dirigieron rápidamente hacia la presa.
Durante el trayecto, la oscuridad de la noche parecía devorar todo a su alrededor. A pesar de las lámparas reflectoras que iluminaban a ratos el camino, apenas podían distinguir sombras entre los árboles y la neblina que comenzaba a levantarse sobre el agua. El silencio era abrumador, roto únicamente por los pasos apresurados y las indicaciones de los agentes. Nadie sabía exactamente dónde podrían estar los niños, pero la esperanza seguía intacta.
Al llegar a la orilla de la presa, un grito agudo rompió la tensión. “¡Ayuda!”, clamaba uno de los pequeños. Era Emmanuel. Corrieron hacia él y lo encontraron aferrado con todas sus fuerzas a una rama que sobresalía del agua. Su pequeño cuerpo temblaba, el pánico en sus ojos era evidente: no sabía nadar.
Alex no lo pensó. Sin dudar, se lanzó al agua fría y profunda, moviendo brazos y piernas con determinación. La corriente empujaba, pero su entrenamiento y su instinto de padre lo guiaban. Llegó hasta Emmanuel, lo sostuvo con firmeza y comenzó a nadar hacia la orilla, mientras los agentes extendían las manos para auxiliarlo.
Cuando ambos estuvieron a salvo sobre la tierra firme, el pequeño Alex señaló algo en el agua con entusiasmo y alivio: era una gorra militar. “Papá, mira, esto estaba en el agua. Creo que pertenece al hombre de la presa”. Alex tomó la gorra y la examinó, notando que efectivamente podría concordar con la vestimenta del hombre hallado días antes.
Un alivio contenía el aliento de todos: esto confirmaba lo que sospechaban los niños. El hombre ahogado probablemente no era Max. Aun así, debían esperar los resultados de ADN para asegurarse.
Los niños, abrazados a su padre, sonreían con alegría y un brillo de esperanza en sus ojos. Para ellos, esa gorra era más que un objeto: era la prueba de que Max y Nathalya estaban vivos, y que aún había un hilo de luz en medio de tanta oscuridad.