CAPÍTULO 3

2090 Palabras
Me limpio una lágrima amarga y solitaria con el dorso de la mano, mientras pulo hasta dejar brillantes las baldosas del suelo de los sanitarios con agua, jabón, lejía y un estropajo. Mis manos están sumamente dañadas y las rodillas y la espalda me duelen de estar tanto tiempo arrodillada en el suelo, porque por cosas de la vida (de Ioan mejor dicho) yo tengo que hacerlo con las manos y estropajo, y no con la fregona como debe de ser. Ioan se ha encargado de humillarme tanto como se le ha antojado durante la semana que han pasado desde que terminó su relación conmigo. Y no nada más con las cosas indignantes que me pone a hacer, sino también porque cuando estoy frente a él, sin ninguna consideración alguna, sin importarle lo que hubo entre nosotros, se pone a coquetear con María. Lo ha hecho desde el día uno, frente a mis narices. Todo esto es indignante y quisiera tener el poder de hacer algo para cambiarlo, pero lastimosamente él tiene el poder en este mísero pueblo y yo necesito el dinero más que nunca y, desgraciadamente, este es el mejor trabajo que existe en este pueblo, después del del doctor Martin y el del mismísimo Ioan. Las medicinas de mi madre son caras y quiero darle una vida decente hasta su último día, en los que pueda disfrutar de todo lo que quiera y no entre limitaciones. La granja da más pérdidas que ganancias. He pensado en vender parte de sus terrenos pero, siendo realista, ¿quién va a querer comprar tierras sin mucho valor, en un pueblito donde las oportunidades son casi nulas? A los únicos que les interesaría sería a los mismos habitantes del pueblo, pero, al igual que yo y mi madre, todos viven del día a día, vendiendo lo que sus propias granjas producen. Ni modo. Me toca soportar mientras tanto. Al menos quizá hasta que mi madre deje de estar en este plano terrenal. Un nudo se forma en mi garganta y lágrimas pican en mis ojos con solo pensar en cuando ese día llegue, así que me obligo a pensar en otra cosa, aunque sea en este trabajo que se ha convertido en una pesadilla y que tanto estoy odiando ahora mismo. «¿Por qué la vida tiene que ser así de injusta? ¿Por qué Ioan tiene que ser así de nefasto? ¿Por qué yo me tuve que enamorar justamente de él?» Irritada, sumerjo el estropajo en el agua gris parduzca y lo escurro con furia en el soporte para luego volver a pasarlo por el suelo de baldosas. Froto impacientemente una mancha persistente. Parece una mezcla de café y vómito de bebé. —Mirena, no te olvides de lavar los inodoros hasta que queden blancos y relucientes —oigo gritar a Ioan, que ha venido a realizar su ronda de supervisión, mejor dicho, de supervisarme a mí para señalar mis errores y exigir que repita una y otra vez hasta que, según sus palabras «Está excelente». En resúmen, cuando a él se le canta que ya he tenido suficiente. —No lo haré —respondo amablemente en tono cantarín y pongo los ojos en blanco tan pronto como agacho la cabeza para seguir con la faena. Se acerca, se para en frente pero no levanto la vista para mirarlo. Sigo restregando y esperando que señale errores que se saca de la manga de su camisa. Extrañamente, no lo hace y se da la vuelta. Casi sonrío de felicidad porque pienso que quizá hoy no tiene ganas de fastidiarme la vida, pero demasiado pronto he cantado victoria. Al darse la vuelta, con la suela de su zapato le da vuelta al cubo de agua sucia y vuelve a ensuciar el piso que ya he limpiado. —Ups, perdón. Ha sido sin querer. Vuelve a limpiar eso —dice y se va. Gruño de la rabia e impotencia y, para qué mentir, también lloro. No puedo creer que esta sea realmente mi vida ahora. He trabajado tan duro para poder tomar un camino diferente, para obtener el trabajo que tenía y darle una mejor vida a mi madre. ¿Y adónde me ha llevado? ¿Solo por no entregarme a un tipo que no vale la pena? ¿Es que acaso de eso se trata la vida? ¿Tener que darle sexo a un hombre para que te trate con un poco de dignidad y respeto? Sorbo tragándome el llanto y me limpio con la manga de la camisa. Levanto la cabeza y miro hacia la puerta del baño porque siento una mirada sobre mí. Doy un ligero respingo cuando me encuentro con la mirada desconocida, intensa y penetrante de un hombre que no conozco. Vuelvo a limpiar el resto de mis lágrimas con rapidez y, nerviosa y avergonzada porque creo que ha visto lo que ha pasado, agarro un trapo y comienzo a secar el agua sucia. —Lo siento, señor. Los baños no están habilitados en este momento —le digo sin verlo. No dice nada y pienso que se ha ido, así que vuelvo a levantar la vista en su dirección y, ¡oh, sorpresa! Allí sigue; viéndome con cierta curiosidad, lo cual me desconcierta un poco. «¿Quién es? ¿Un turista? Porque nunca lo había visto en mi vida». Reparo en su pelo n***o, corto y bien peinado, unido a una barba espesa y bien cortada que se cierra como un candado alrededor de sus labios. Tiene unas facciones cinceladas; parece que un gran escultor ha tallado su boca a la perfección. Bajo ligeramente la vista hacia lo que parece ser un cuerpo tonificado debajo de esa camiseta azul marino. «Definitivamente no es de aquí». —¿Puedo ayudarle en algo? —le pregunto, regresando la vista a su rostro. —No —responde secamente y con la misma se da la vuelta y se marcha. «Qué hombre más extraño». Sigo en lo mío sin darle más importancia, a pesar de que me ha dejado algo intrigada y pensando en la belleza de su armonioso rostro. «¿De dónde habrá salido ese hombre y por qué razón se quedó mirándome de esa forma? Me obligo a eliminarlo de mis pensamientos y me concentro en volver a limpiar el desastre que Ioan ha provocado. [...] A media mañana, cuando ya he terminado con la limpieza de los susodichos retretes, voy a trabajar al museo. Tengo pendiente la restauración de uno de los cuadros que tenemos en exhibición y voy a inspeccionar al restaurador que ha llegado de Bucarest hace dos días atrás para realizar dicho trabajo. Además tengo que organizar la colocación de nuevas piezas de arte que un donante anónimo —uno de esos millonarios que tienen tanto dinero que no saben qué hacer con él mismo y compran piezas de arte valoradas en millones para luego no saber qué hacer con ellas— le ha donado al castillo. Lo primero que hago es inspeccionar las piezas donadas. Hay muy buenas obras allí: Esculturas y pinturas de Constantin Brâncuși, artista oriundo de aquí, de Rumanía; también hay una pintura de Rembrandt y otras obras interesantes. —El Rembrandt lo pondremos en el salón principal del ala este —le indico al personal— y montaremos un nuevo espacio especial para exponer las de Brâncuși. El encargado asiente y comienza a mover la de Rembrandt. Alguien me habla por mi nombre. Volteo a ver y me fijo que es el restaurador. Me hace una señal con la mano levantada para que me acerque y camino hacia donde él. —¿Dígame? —Necesito más acetato de etilo —dice—. ¿Puede conseguirme un poco de la bodega? —Claro. Ahora mismo lo traigo. Sin perder tiempo, salgo de la sala de restauraciones y camino por el pasillo que lleva a la bodega donde tenemos todo nuestro equipamiento necesario para las restauraciones: pinturas, disolventes, estuco, pinceles... Cojo el manojo de llaves para abrir, pero me doy cuenta de que la puerta no tiene seguro. Giro la perilla, abro la puerta y retengo el aliento, mientras una mezcla de sorpresa y confusión me invade cuando me encuentro con Ioan y María allí adentro. Con el corazón en un puño, que martillea a la velocidad del rayo, examino con acidez la escena. Están en una posición bastante comprometedora: A punto de tener sexo. Me noto un nudo en el estómago, la respiración acelerada y el cuerpo empapado por una fina capa de sudor. —¡Mirena! —exclama María al verme. Está avergonzada y abre mucho los ojos por el miedo de haber sido sorprendida en una falta al reglamento del trabajo. Ioan, todo lo contrario, aunque se separa de ella rápidamente y se sube los pantalones con prisa, se muestra furioso. Puede ser nuestro jefe y quien da las órdenes, pero no es el jefe absoluto. Tiene que rendirle cuentas a la Junta encargada y esa Junta le entrega cuentas al dueño del castillo, porque sí, tiene un dueño. Un Lord de no sé qué al que nadie conoce y que es dueño de varios castillos en toda la región de Valaquia, además de Bulgaria, Moldavia y Eslovaquia. Un hombre al que uno, como simple empleado, jamás va a conocer en su miserable vida. Sin mediar palabras, me vuelvo para alejarme de allí. Oigo que ruge mi nombre pero no me detengo. Ni siquiera volteo a verle. No quiero hablar con él; no puedo. El poco orgullo que tengo me ayuda a seguir andando, a no detenerme. Sin embargo, me alcanza, me agarra por el codo con fuerza, lastimándome, y me obliga a girar, a pesar de que intento zafarme. Me agarra la barbilla enterrando sus falanges en mi carne y me obliga a verle. —¡Ay de ti si se te ocurre contarle a alguien lo que has visto! —me amenaza. Algo brilla en sus ojos, algo que no me atrevo a cuestionar entonces. Nunca he visto esa expresión tan oscura y llena de venganza que me corta la respiración y me eriza cada vello de la nuca. —¡Debes callarte la puta boca! ¿Me has entendido? No respondo. Me quedo congelada viendo esa ira iracunda en su rostro y sintiendo cómo me lastima el brazo con cada jaloneo que me da. «¿Podría atreverse a hacerme daño?» Sé que si lo que he visto llega a oídos de los integrantes de la Junta Directiva del castillo su trabajo peligraría. Nuestra relación sentimental, aunque altamente conocida en el pueblo, se llevaba bajo una estricta reserva para no tener problemas con esas personas. Ahora me pregunto si solo se debía a eso o al hecho de que seguramente ya andaba calentándole la oreja a María, porque qué extraño que un día me termina y al otro andaba bien campante coqueteando con ella en mis narices. —¿Lo has entendido? —vuelve a preguntar, alzando tanto la voz que parece el rugido de un feroz león. —¡No! —exclamo indignada—. ¡Te has encargado de humillarme todos estos días como si yo te hubiera hecho algo malo a ti y ha sido al revés! ¿Por qué tendría que hacer algo que te beneficie? Antes de darme cuenta, él me clava contra la pared, con una mano agarrando mi cabello mientras que con la otra aprieta mi barbilla. Se pasa la lengua por el labio inferior y me estudia. —¿Qué es lo que has dicho? Aunque un pequeño grito es presionado en mi boca por el dolor punzante en mi cráneo, la respuesta gotea mientras la digo con una mueca de desprecio. —Lo que has escuchado. No me voy a quedar callada y voy a contarle todo a los de la Junta, incluso lo que has hecho conmigo. —A pesar que el miedo debilita mis miembros, una sensación de alivio y libertad se hace cargo, arraigándose en algún lugar profundo de mi interior. Suelta mi barbilla, flexiona el brazo para tomar envión, cierra el puño y yo cierro los ojos esperando el golpe que no llega. Cuando los vuelvo a abrir, me doy cuenta de que alguien lo ha detenido y lo arranca de mí, dándole un puñetazo en la mandíbula que lo envía al suelo. Llevo mis ojos a quien lo ha hecho y me encuentro con esos ojos intensos y penetrantes que me observaban antes, cuando limpiaba los baños.
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