CAPÍTULO 2

2814 Palabras
Un estremecimiento me recorre la columna vertebral cuando una corriente de frío choca contra mi cuerpo. Tirito y enrollo los brazos al cuerpo lo más que puedo para darme calor. Resbalo gracias al lodo en la carretera y me quejo por el dolor en mis talones por mi mucho que he caminado y la prisa que traigo. Casi corro, pues aunque Bran es un pueblo bastante tranquilo y el crimen es prácticamente nulo, uno nunca sabe con qué o con quién se puede encontrar en una carretera oscura y solitaria como esta. De todo lo que pasó con Ioan, le habría perdonado por casi todo, incluso el que haya terminado nuestra relación de esa forma tan mala; pero lo que jamás le voy a perdonar es que me haya abandonado a mi suerte en ese lugar tan alejado, solitario y peligroso, exponiendo mi bienestar. Puedo pasar por alto el que haya sido frío e insensible con respecto a mi dolor por la enfermedad de mi madre, pero no esto. Me puso en peligro, no le importó ni tantito que me hubiera pasado cualquier cosa allí y eso no es algo que un verdadero hombre haría. Mucho menos uno que era mi pareja y se supone que al menos un poco de estima debería de tenerme por ello. El alivio me atraviesa cuando finalmente llego a la entrada de nuestra propiedad y solo entonces me permito relajarme un poco y dejar la tensión a un lado. Le agradezco a Dios porque he llegado con bien y me apresuro a entrar a mi casa. Con los hombros caídos y el espíritu quebrantado, abro la puerta de la casa y cruzo el umbral. Una vez dentro, suspiro al sentir el calor hogareño atravesando mi cuerpo y disipando el frío en él. Una pequeña luz por encima de la estufa de la cocina lanza un débil resplandor a través de la sala de estar. Apaciguando mis pasos, para no despertar a mi madre, me dirijo a su habitación para revisar su estado. Continúa durmiendo calmadamente, como si no se hubiera dado cuenta de mi ausencia y, suspirando, me acerco a su cama, me siento en la orilla y le acaricio el cabello y la frente con suavidad. Todavía temblando, un manto de tristeza me envuelve cuando me levanto, doy la vuelta y salgo de la habitación para dirigirme al cuarto de baño. Enciendo la luz y me quedo mirando mi reflejo. Mis ojos azules, una vez intensos con esperanza, no admiten ninguna apariencia de vida en estos momentos. Paso mis dedos sobre mis mejillas, enturbiadas con rímel. Mi rostro está pálido. Peor aún, mi corazón está herido por todo lo malo que este día ha traído. Apoyo las palmas de las manos contra la superficie fría de mármol del lavabo, bajo la cabeza y lloro, tragando el aire mientras un dolor tan profundo cubre mi alma. Un remordimiento de la forma más brutal se aprieta como un nudo sin perdón alrededor de mi cuello. Trato de calmarme abriendo el agua caliente y salpicando mi rostro. Aprovecho a cepillar mis dientes. Después de alcanzar una toalla, me seco y apago la luz. La fatiga desacelera mis pies mientras me dirijo otra vez a la habitación de mi madre, me descalzo, me acuesto en su cama y me acurruco a su lado. Agotada, me hundo en el colchón, intentando obtener un par de horas de sueño. Pero eso no llega. Abrazo a mi madre, sintiendo su calidez y esa calma que me transmite con solo tenerla cerca. No importa la edad que tengamos, como hijas o hijos, siempre vamos a necesitar de mamá, sobre todo cuando todo a nuestro alrededor va mal. El consuelo que una madre brinda no lo encontraremos en nadie más, nunca jamás. Una lágrima amarga y solitaria se escapa de mis ojos cuando por mi cabeza se cruza la terrible realidad que me depara en un futuro: Pronto estaré llorando y sintiendo mucho dolor en el alma por su pérdida y entonces ella no podrá consolarme... De hecho, no habrá nadie que pueda consolarme, porque simplemente estaré completamente sola en este mundo. Durante las próximas horas, un oleaje de un desgarrador dolor ondula a través de mi corazón. Lo dejo a él deslizarse entre mis dedos y luego por todo mi sistema. [...] Con la luz de la mañana aspirando la última de las estrellas del cielo, y sin un minuto de sueño reclamado, me incorporo y me dirijo al baño para asearme y luego poder trabajar un poco en la granja y arreglar las cosas de la casa para que mi madre no tenga nada que hacer. Otra vez se ha despertado sintiéndose mal y le he ordenado quedarse en cama todo el día. Por más que quisiera quedarme con ella para cuidarla, hay cosas que simplemente no se pueden. Hay cuentas qué pagar —muchas— y tengo que trabajar para ello, porque el dinero no cae del cielo, ni crece en los árboles, mucho menos en los de la granja. Aunque siempre le he ayudado a mi madre con la granja, mi verdadero trabajo es en el enorme castillo que atrae a cientos de turistas a diario a nuestro pequeño pueblo. Gracias al famoso escritor Bram Stoker y al folclore de nuestro país con sus historias de los strigoii y moroii, los extranjeros y los fanáticos de las historias de vampiros creen que nuestro país está plagado de estas mitológicas y cautivadoras criaturas; lo que en parte es bueno, ya que atrae a turistas y esos turistas son los que me dan trabajo, pues desde pequeña me sentí atraída por la historia del castillo que, emplazado en el eje del precipicio que crea la alta colina en la que se encuentra situado, luce imponentemente espléndido otorgándole encanto a este pequeño y mísero pueblo, con su aspecto tétrico y su aura misteriosa, que encierra historia, leyenda y encanto, generando a su alrededor un halo de misterio y curiosidad gracias a la creencia popular que lo vincula con Stoker, pues la gente piensa que fue este castillo el que inspiró al escritor para crear la residencia ancestral de su famoso vampiro. Todos ellos están tan lejos de la realidad, pero curiosamente es gracias a este falso dato que Bran no se ha hundido en el olvido o en la miseria, pues los turistas son los que mueven nuestro comercio y nos mantienen a flote. Pensando que podría abrirme las alas y llevarme lejos de este pueblo casi olvidado por los dioses, entre grandes montañas de bosques frondosos que se alzan imponentes alrededor, ocultándonos del resto del mundo y de la modernidad, cuatro años atrás tomé el cargo de guía turístico y curadora del museo del castillo. Después del puesto como alcalde, curador y guía turístico son las profesiones más interesantes en este sencillo pueblo dónde abundan los granjeros y los pequeños comerciantes que venden los productos de sus granjas en las pequeñas tiendas de la avenida principal que cruza el pueblo. El problema es que después de cuatro años, dicho trabajo no me ha sacado de aquí y lo más interesante que he hecho es hablar con personas de distintos lados, entregarles folletos informativos y tratar de venderles los suvenires de la tiendita de recuerdos. Para mi absoluta desgracia, Ioan es mi jefe y aunque no quiera, tengo que verlo, hablar con él y aprender a convivir con él, manteniendo una relación de formalidad después de lo que pasó y que me hizo. Yo espero que al menos tenga la decencia de ofrecerme una disculpa por su actitud. Nada va a justificar lo que hizo, pero una disculpa de su parte logrará al menos que el trato entre los dos sea más cordial. —Mamá, ya me voy para el trabajo —le digo a mi madre cuando voy a su habitación a despedirme. Se gira en la cama para verme y me sonríe. Me siento en la orilla y le doy un dulce beso en la frente y acaricio su cabello. —Ten un magnífico día, hija. Cuídate mucho. —Cualquier cosa me llamas, por favor. No importa lo que sea, te juro que vendré corriendo. —Tranquila. Voy a estar bien —asegura. Le esbozo una sonrisa floja, pues su semblante pálido y desmejorado me augura que no estará tan bien como quiere hacerme creer. —Anda, ve rápido o llegarás tarde y Ioan se molestará contigo. Tuerzo el gesto y asiento. No le he querido contar lo que pasó con él la noche anterior porque lo que menos quiero es darle disgustos en su condición. Ya suficiente tiene con su enfermedad y los malestares que esta le ocasionan, como para también calarse este trago amargo. —Por favor, tómate las pastillas. Ya las he ordenado en tu pastillero, junto con las que el doctor Martin te recetó ayer —demando, levantándome de la cama. Suelta un suspiro de resignación y asiente, pero a la vez se queja. —Más pastillas. Estoy tan harta de ellas. —Mamá, debes tomarlas. Es por tu bien. Su mirada apesadumbrada me recuerda que he elegido muy mal mis palabras. —Solo tómalas, ¿sí? Por favor —musito y vuelve a asentir—. Te veo en la tarde. Te quiero, mamá. —Y yo a ti, hija. Su sonrisa dulce es lo último que veo antes de atravesar el umbral. [...] Con un hondo suspiro me doy valor para abrir la puerta de la oficina del castillo a la que tengo que ingresar para marcar mi llegada y tomar mis responsabilidades y agendas del día. Lo último que quiero es ver a Ioan, pero no hay nada que pueda hacer para impedirlo. «Bien dicen que no hay que mezclar el romance con el trabajo». Abro la puerta, cruzo el umbral y para mi buena suerte, ninguno de mis compañeros, ni Ioan están ahí. Al menos no por los momentos, así que me apresuro a hacer lo que tengo que hacer. Marco mi tarjeta de entrada, me quito la bufanda del cuello, el abrigo, los guantes de las manos y el gorro de la cabeza y los guardo, junto con mi bolso, en mi casillero. Lo único que llevo conmigo es mi teléfono, el cual pongo en vibrador y guardo en el bolsillo de mi pantalón, por si mi madre me llama con urgencia. Con pasos muy apresurados voy a mi escritorio, enciendo mi computadora y comienzo a buscar mi itinerario de visitas guiadas. Tengo siete en el día, lo cual es muy bueno. No es ni mucho, ni poco, es algo normal, pero al menos sé que saldré temprano de trabajar y podré ir a casa con mamá. —¡Buenos días! —Andreea, una de mis compañeras, entra en la oficina y me sonríe cuando volteo a verla. —Buenos días, Andreea —le digo. —¿Qué tal te va? —pregunta, mientras hace lo mismo que yo hice al llegar: marcar su tarjeta y guardar sus cosas en su casillero—. ¿Hay mucho trabajo hoy? —No. Solo tengo siete visitas para hoy —respondo, mientras voy llenando algunos informes en el ordenador. —Oh, eso significa que trabajaremos con normalidad hoy. —Sí, supongo que por ser jueves. Los días de más trabajo son de viernes a domingo. Nadie tiene libre en esos días, por la alta afluencia de turistas y la demanda de trabajo en el castillo. Este no se cierra ningún día de la semana y el miercoles es mi día libre. —Supongo —acota Andreea y camina a su escritorio—. Veré cuántas tengo yo. Comienza a encender su ordenador y yo me centro en lo mío y le pongo más velocidad a mis dedos, en especial cuando Ivantie entra y nos saluda. Pronto todos estarán aquí y Ioan también. Si puedo evitar verlo, será mucho mejor, aunque sé que tarde o temprano tendré que hacerlo, porque al menos dos veces a la semana tenemos reuniones y es él quien las preside y no podemos no asistir. Cuando Elena y María entran, yo ya he terminado y apenas las saludo, porque salgo de allí casi huyendo. Voy directo al museo, ya que mi primera visita es hasta las nueve y tengo una hora para adelantar algo de mi trabajo allí. Un camión llega para dejar algunos objetos que debemos investigar e inspeccionar para ponerlos en exposición, y me encargo de supervisar y firmar los documentos de recibido. Estoy organizando la colocación de los objetos en las bodegas, cuando el indeseado aparece. Me tenso, me pongo nerviosa y no sé cómo actuar cuando se acerca demasiado. Sin embargo, todo eso pasa al olvido cuando abre la boca y lo que me entra es una frustración terrible, pues se comporta como un gran idiota. Ni siquiera se toma la molestia de saludar y actúa como si al que le hubieran lanzado una terrible ofensa o le hubieran hecho un terrible mal fuera a él. —Ven aquí —ordena con su voz mandona cargada de brusquedad, soltando un chasquido como si fuera a un perro al que llama. Se me ponen los pelos de punta. Después de respirar hondo, camino hacia él y hablo educadamente, para que vea que soy profesional y que lo que ha pasado entre nosotros no va a afectar mi relación laboral con él. —Buenos días, Ioan. ¿Dime en qué puedo ayudarte? —El pasillo E-6 está sucio —informa, ignorando mi saludo y empleando ese tono hosco con el que parece que se ha empecinado en emplear conmigo. Mis cejas se fruncen porque no entiendo por qué razón me comunica algo que no concierne a mi trabajo—. Los clientes comenzarán a llegar pronto. Necesito que te hagas cargo de eso. Bato las pestañas para despejar el desconcierto. Desplazo los pies con inquietud y asiento. —Le diré a Ilinca que envíe a alguien a limpiar —resuelvo, pensando que se refiere a eso. Que le dé la orden a la encargada del equipo de limpieza. Una espesa ceja de su rostro se levanta. —Si quisiera que Ilinca lo haga, se lo habría dicho a ella —espeta. «¿Qué?», sacudo la cabeza. —¿Disculpa? ¿Qué me estás pidiendo? —¡Que vayas a limpiar el pasillo! —demanda, alzando la voz y señalando en esa dirección. Me sobresalto y mis ojos recorren la bodega; el personal que está aquí nos mira furtivamente. Devuelvo la vista a él y sonrío nerviosa. —Ese no es mi trabajo, Ioan. Y no es que me moleste limpiar, por supuesto que no. Pero, se supone que yo estoy aquí para cumplir otros roles, y para la limpieza hay otras personas. ¿Por qué razón, ahora, después de terminar conmigo, me trata con ese tono frío y casi violento, y me pone a hacer ese tipo de trabajo, cuando nunca antes lo ha hecho, como si quisiera humillarme? Porque eso es lo que yo siento. —Pero trabajas aquí, ¿no? Soy tu jefe y debes obedecer las órdenes que te doy. ¡Ve a limpiar ese maldito pasillo ahora mismo, o tendrás un grave problema si los clientes llegan y miran eso! Trago, sintiendo que mi cuerpo tiembla y casi me saltan las lágrimas. Me siento abatida y no sé qué pensar realmente al respecto. —Ioan, ¿qué te he hecho para que me trates de este modo y ahora quieras humillarme? —pregunto en voz baja que se tambalea solo un poco—. ¿Tienes algún problema conmigo? Me duele que me trate así, sobre todo después de lo que me hizo anoche. Creo que no lo merezco. Creo que si después de este año y de todo el tiempo que tenemos de conocernos, él tuviera siquiera un poquito de aprecio por mí, sería empático, pero tal parece que sus intenciones son todo lo contrario. —¿Humillarte? ¿Llamas humillar a exigirte que trabajes? —Suelta un resoplido y ríe, irónico, mientras me recorre con su fría mirada—. No vengas con estupideces. Ve a hacer lo que te pido y no pierdas tiempo. Se da la vuelta sin más y me deja con un nudo apretando mi garganta, mientras me pregunto si es así como será su trato de ahora en adelante, porque no creo posible poder soportarlo. Pensé que sería profesional y dejaríamos lo nuestro muy aparte, pero es evidente que él no lo está tomando de la misma forma y más parece que está tomando algún tipo de represalia en mi contra. «¿Es así, o yo estoy exagerando?» —Ah, y otra cosa —agrega, viéndome apenas por encima de su hombro en tanto sigue avanzando—. Limpiarás también los retretes... todos.
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