Capítulo 3

1434 Palabras
Yulian —Hijo de puta —gruño, cambiando el rifle a mi mano izquierda. La sangre carmesí empapa la tela blanca y rota de mi camisa, pintándola como un maldito bastón de caramelo en Navidad. Voy a matar a ese cabrón por arruinarme la camisa. —Sal de ahí, cobarde —grito, agachándome y disparando a las botas de cuero marrón que se mueven al otro lado de la camioneta. No puedo disparar a través del costado de la camioneta porque podría darle a alguien de la Familia Dragunov, pero tengo ganas de hacerlo. No me gusta que me disparen, especialmente cuando logran acertar. Duele más en el ego que en el cuerpo físico. Disparo otra vez bajo la camioneta, esta vez dando en el pie del tipo, quien se desploma en el camino de tierra. Hay suficiente espacio debajo del vehículo para que pase una persona entera, lo que me permite acabar con esto sin tener que caminar al otro lado. Aprieto el gatillo, disparando cuatro tiros al torso del hombre y uno a la cabeza. Es un trabajo fácil, pero trabajo al fin, y el trabajo no termina hasta que todo está hecho. El rifle rebota contra mi hombro izquierdo mientras lo giro. Mi brazo cuelga como un fideo flácido, con el dolor pulsando hasta las uñas llenas de tierra. Camino hasta la abertura de la camioneta y miro adentro para ver a los ocupantes tirados en el suelo, acurrucados como si eso los protegiera de las balas. —Levántense y dejen de comportarse como un grupo de putas —gruño. —¿Yulian? —pregunta uno de los hombres, levantando la cabeza cubierta con máscara. —Claro que sí, soy Yulian. Les dije a estos idiotas que no iba a dejar que los Romanos se adueñaran de Italia. Tenemos negocios que terminar aquí. Me acerco al que ahora sé que es Zakhar y le arranco la bolsa de arpillera floja de la cabeza, revelando su rostro sorprendido pero aliviado. —No, por favor, guarden los agradecimientos para después —digo sarcástico mientras me acerco a Artyom. —Los agradecerás cuando nos saques de aquí —dice Zakhar, poniéndose de pie y saltando fuera de la parte trasera de la camioneta—. Igual te invito a una bebida. —Una bebida, una chica italiana guapa, y luego otra bebida —respondo, arrancando la siguiente bolsa para mostrar el rostro golpeado de Artyom. No era guapo desde el principio. Creo que hasta le mejoraron la apariencia. —Oye, ¿por qué no desatas estas malditas cuerdas? Me están cortando la circulación —dice Zakhar desde atrás. —Hazlo tú mismo —le grito por encima del hombro—. Son solo cuerdas. —Fácil decirlo para ti, Houdini. ¿Cómo carajos escapaste, de todas formas? Sonrío con sarcasmo, moviendo la lengua sobre el sabor metálico de sangre en mi boca. —Venía preparado. Cuando Zakhar, Maksim y Artyom están alineados fuera de la camioneta, me dirijo a las otras dos personas que tiemblan con bolsas de arpillera aún cubriendo sus cabezas. Uno huele a orina y el otro parece no haber comido en semanas. —Salgan y corran —ordeno—. No miren atrás y nunca le cuenten a nadie lo que pasó hoy. —¿P-puedes quitarme esto de la cabeza? —tartamudea el que huele a orina mientras sale. —No —respondo seco—. Eso te toca a ti. —Maldita sea, ¿no crees que deberíamos … Levanto la mano, cortando a Zakhar antes de que sugiera revelar nuestras identidades a un montón de presos desconocidos que probablemente también son criminales—. Salimos sin demora —anuncio—. Necesito llegar a un maldito hospital o algo. No siento mi brazo. —Mierda, estás sangrando mucho —dice Artyom, inclinándose para mirar mejor mi hombro herido. —Gracias por la obviedad —respondo, negando con la cabeza—. Uno de ustedes, siéntese adelante. Los otros dos, atrás. Sacamos esta camioneta de aquí. —Y ustedes dos —digo, dirigiéndome a los dos hombres con máscara—. No veo otro auto a kilómetros. Empiecen a correr hasta que no escuchen la camioneta. Si se quitan esas bolsas antes, prepárense para recibir unos cuantos tiros. —Sí, señor —dice el que huele mal. Parece el más ansioso por escapar. El otro está muerto de silencio. No me sorprendería que le hayan cortado la lengua. No son mis hombres, no es mi problema. Mi lealtad está con la Mafia Dragunov y nadie más. Además, ratas como estas suelen dar la vuelta y apuñalarte por la espalda en cuanto pueden. Son afortunados de que incluso los esté liberando. Zakhar se sube rápido al asiento delantero de la camioneta, dejando que los otros dos vuelvan a subir atrás. No está tan mal ahí atrás cuando no está tan lleno y no tienes la cabeza cubierta, pero aún así no los envidio. Me meto al asiento del conductor, dejando a los prisioneros y a los muertos en un camino solitario de tierra en algún lugar al sur de Italia. No sé exactamente dónde estamos, pero no podemos estar lejos de la costa. Huelo la sal en el aire y no me importaría tomar unas copas en un bar un poco más adelante por la costa. Eso, claro, después de que me cosan el brazo. Las heridas de bala se complican rápido si no las atiendes, y quiero mantener mi brazo dominante intacto. Valoro mi dedo para apretar el gatillo casi tanto como valoro mi m*****o, aunque las mujeres en mi vida dicen que les gustan ambos. Aprieto el acelerador, haciendo que la camioneta avance de golpe mientras bajo la ventana. Mi cara está roja por el estrés y el insoportable calor de este lugar, y la luz del sol que entra por el parabrisas no ayuda en nada. —Estás perdiendo mucha sangre —dice Zakhar. —Estoy bastante seguro de que ya me di cuenta —respondo entre dientes apretados. El dolor empieza a subir por mi cuello y me da dolor de cabeza. —Asumiendo que no mueras antes de llegar al hospital, quiero agradecerte por sacarnos de ese lío. Nos atacaron y no estábamos preparados. —No jodas, no estaban preparados, y tuve que arrastrar sus culos de ahí —gruño—. La próxima vez los dejo con la Familia Romano. Zakhar se ríe. —Sigues tan gruñón como siempre. Deberías agradecer que siquiera vinimos a Italia. Recuerda, esto es por ti. —No hables de eso —advierto—. ¿Recuerdas lo que dije antes de salir? —Mis labios están sellados, pero honestamente, todos en esta camioneta ya lo saben —responde. —¿Ves? Esa es la diferencia entre tú y yo —digo entre los asientos mientras saco una radio de dos vías—. Yo presto atención a los detalles. —Oh mierda. ¿Está encendida esa cosa? Aprieto el botón naranja al costado. —Jódete —gruño hacia la rejilla de micrófono del auricular. Un torrente de insultos en italiano me responde. —Sí, está encendida —digo, lanzándola por la ventana—. La cuestión es que nunca sabes quién está escuchando. Ya conocen el plan y seguimos con él. No hay necesidad de más discusión. —Está bien, pero no creo que sigamos con el plan hasta que te pasemos por un hospital. —Cualquier clínica privada está bien —digo encogiéndome de hombros—. Solo necesito saber dónde diablos estamos. —A solo unas millas al norte de Sciacca —dice Zakhar con confianza. —¿Cómo sabes eso? —Uno de los guardias mencionó parar allí y, por la dirección del sol… —Se inclina para mirar por el parabrisas—. Un giro a la izquierda nos llevará ahí. —Quizá es bueno que no te haya dejado morir después de todo —digo con una sonrisa. —Estamos a mano —responde. Frunzo el ceño. —¿Cómo así? —También estoy aquí salvándote el culo —dice, recostándose y cruzando los brazos—. ¿Crees que hubieras encontrado una ciudad solo antes de desangrarte? —Ya estoy bien —digo levantando el brazo y haciendo una mueca cuando una descarga de dolor lo recorre—. Bueno, quizá no tan bien, pero al menos la hemorragia ha disminuido. Sobreviviré. Zakhar se ríe. —Solo la muerte puede detenernos. —Sí —digo bajando la voz mientras me concentro en la carretera—. Solo la muerte me detendrá.
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