Salomón aceleró, con sus manos explorando cada curva de su cuerpo, desde sus caderas hasta sus pechos, que apretó con una mezcla de rudeza y devoción. El placer crecía en Nina como una marea ardiente, con sus gemidos escapando sin control mientras él, percibiendo su cercanía al clímax, la sujetaba con más fuerza. Con un mordisco suave en su oreja, susurró: —Entrégate a mi. Eres mía ahora. Su cabalgata se volvió desesperada, con el sonido de sus cuerpos chocando llenando la cocina. Sus grandes manos, sorprendentemente ágiles, sostenían a Nina con una mezcla de firmeza y reverencia. Ella, menuda en comparación con él, se sentía como una pluma en sus brazos, pero su cuerpo vibraba con una energía que contradecía su fragilidad aparente. La subía y la bajaba con una cadencia lenta, casi tor

