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Amor de Invierno

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Descripción

En un pequeño pueblo cubierto por la nieve, Elena regresa tras cinco años de ausencia. Se marchó sin despedirse de Adrián, el hombre que fue su primer y único amor, dejando atrás promesas rotas y un invierno más frío de lo normal.

Lo que Elena no sabe es que Adrián nunca dejó de amarla, pero también nunca perdonó lo que creyó que fue una traición. La verdad es que alguien manipuló el destino: cartas que nunca llegaron, rumores inventados y secretos enterrados por personas que querían verlos separados.

Cuando el destino los vuelve a cruzar, el reencuentro no es dulce, sino un campo de batalla emocional. Entre discusiones, verdades que salen a la luz y el peso de lo que pudo ser, ambos tendrán que decidir si el amor que sienten es más fuerte que las heridas del pasado, pero el invierno trae consigo más que nieve.

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La última nevada antes de su regreso
La nieve caía con una delicadeza engañosa sobre las calles adoquinadas del pequeño pueblo que Elena había jurado no volver a pisar. Pero ahí estaba, con las manos enterradas en los bolsillos de su abrigo gris, caminando bajo un cielo plomizo que parecía advertirle que nada bueno la esperaba. Cinco años. Cinco inviernos lejos, tratando de olvidar. Y aun así, cada paso sobre la nieve crujía con el peso de los recuerdos: risas bajo un cielo estrellado, manos cálidas entrelazadas, besos robados detrás de la iglesia… y, sobre todo, el momento en que todo se hizo trizas. Su corazón se encogió cuando la vieja librería apareció en la esquina. La vidriera seguía igual, con las mismas guirnaldas navideñas mal puestas. No quería mirar, pero lo hizo… y lo vio. Adrián. Estaba saliendo con una caja de libros en los brazos, un gorro de lana n***o que dejaba escapar algunos mechones oscuros y esos hombros anchos que recordaba demasiado bien. El tiempo le había regalado más firmeza en el rostro, una barba ligera… y una mirada que, cuando se cruzó con la de ella, se endureció como el hielo bajo sus pies. Elena se detuvo, sintiendo que el aire se volvía más pesado. —Vaya… —su voz salió más baja de lo que esperaba—. Hola, Adrián. Él no dijo nada al principio. Solo la miró, como si estuviera decidiendo si ese reencuentro era real o solo una broma cruel de su mente. Luego dejó la caja en el suelo con un golpe seco. —Pensé que nunca volverías. —Su tono era áspero, sin una pizca de calidez. —Yo también lo pensé. —Elena intentó sonreír, pero sus labios temblaron. Hubo un silencio tenso. La nieve caía entre ellos como una cortina, pero no lograba ocultar la tensión que crepitaba en el aire. Elena sabía que no debía quedarse, que lo sensato sería seguir caminando. Pero sus pies se negaban a moverse. Adrián la miró de arriba abajo, como evaluando si era la misma mujer que había amado… o una extraña. Y en ese recorrido visual, sus ojos se detuvieron un segundo más de lo necesario en sus labios. Ella lo notó. —Tengo trabajo —dijo él al fin, recogiendo la caja—. Bienvenida, supongo. Se giró para entrar de nuevo a la librería, pero antes de cruzar la puerta, el viento levantó el extremo de la bufanda de Elena, y sin pensarlo, Adrián la atrapó con la mano. El gesto fue rápido, pero cuando sus dedos rozaron su cuello, un escalofrío distinto al del frío la recorrió por completo. Él lo sintió también. Lo vio en sus ojos. —Abrígate bien —murmuró, antes de desaparecer dentro. Elena se quedó allí, con la bufanda apretada contra su piel, intentando ignorar el calor que ese simple roce había encendido. Elena intentó recuperar el control de su respiración mientras caminaba hacia la casa de su tía Clara, donde se hospedaría. Cada paso que daba le pesaba más. No porque la nieve dificultara el camino, sino porque sentía que Adrián seguía ahí, grabado en su mente, con esos ojos que no perdonaban y esa voz que todavía la estremecía. La casa estaba igual que siempre: tejado cubierto de nieve, un porche de madera que crujía al pisarlo y el aroma de galletas recién horneadas escapando por la ventana de la cocina. Tía Clara la recibió con un abrazo fuerte, sin preguntas, como si supiera que cualquier palabra podía romperla. —Llegaste justo a tiempo para la tormenta —dijo Clara, sirviéndole una taza de chocolate caliente—. Vas a quedarte un buen rato, ¿verdad? Elena asintió, aunque en su interior no estaba segura. El pueblo podía ser pequeño, pero las miradas curiosas y las lenguas rápidas lo hacían sentirse aún más asfixiante. Y ahora, con Adrián ahí… Se pasó la noche entera pensando en ese momento frente a la librería. En la dureza de sus palabras. En el roce fugaz de sus dedos. Y, aunque odiaba admitirlo, en lo bien que le quedaba ese gorro n***o. A la mañana siguiente, la nieve cubría todo con una capa espesa y brillante. Elena decidió salir a dar un paseo para despejar la cabeza. Llevaba apenas unos minutos caminando cuando escuchó pasos detrás de ella. No necesitó voltear para saber quién era. —Sigues sin saber usar botas de invierno —comentó Adrián con un tono entre seco y burlón, alcanzándola. Ella giró la cabeza, arqueando una ceja. —Y tú sigues con la costumbre de aparecer sin que te inviten. Él sonrió apenas, esa media sonrisa que solía volverla loca. —Este camino es público. No todo gira alrededor de ti. —Claro. —Elena apretó el paso. La nieve hacía difícil avanzar rápido, pero él la alcanzó con facilidad. Por un momento caminaron en silencio, hasta que un trozo de hielo la hizo resbalar. Adrián la atrapó del brazo con una rapidez que la dejó sin aliento. Su mano se cerró firme alrededor de ella, y la proximidad repentina hizo que sus rostros quedaran peligrosamente cerca. Elena sintió su respiración contra su piel, cálida y cargada de algo que no era solo preocupación. Sus miradas se cruzaron, intensas, casi desafiantes. —Sigues siendo igual de torpe —murmuró él, pero su voz sonaba más baja, más grave. —Y tú sigues creyendo que puedes salvarme de todo. —Elena no apartó la vista. Él la sostuvo un segundo más antes de soltarla. —Tal vez no de todo. —Se dio la vuelta y continuó caminando. Esa tarde, la librería estaba más concurrida de lo habitual por la tormenta que se acercaba. Elena entró buscando un libro para matar el tiempo, aunque sabía que se estaba metiendo en territorio peligroso. Adrián estaba detrás del mostrador, revisando unas cajas. Levantó la vista cuando la vio entrar, y su ceño se frunció apenas, como si quisiera mantenerse distante. Pero sus ojos la siguieron mientras ella recorría los estantes. En un pasillo estrecho, Elena se agachó para tomar un libro de un estante bajo, y sintió que alguien pasaba detrás de ella, rozando su espalda de forma inevitable. Era él. El contacto fue breve, pero suficiente para encender un cosquilleo que subió desde su cintura hasta su cuello. —Perdón… —dijo él, aunque su tono no sonaba exactamente arrepentido. —No te preocupes —respondió ella, intentando que su voz no delatara nada. Cuando se incorporó, él seguía ahí, demasiado cerca, con esa mirada que parecía desnudarla sin tocarla. —Ese libro… —dijo señalando el que ella tenía en la mano—. Es de finales felices. No sé si creas en ellos todavía. —Supongo que depende de quién escriba la historia —contestó, y lo sostuvo con la mirada un segundo más antes de apartarse. La tormenta estalló esa noche. El viento golpeaba contra las ventanas, y la nieve caía con furia. Elena estaba en el porche de la casa de su tía cuando vio a Adrián cruzar la calle. Llevaba un abrigo oscuro y el cabello revuelto por el viento. No tocó la puerta; simplemente subió los escalones y se quedó allí, frente a ella. —La tía Clara me pidió que trajera leña. —Dejó un saco junto a la entrada—. No quería que pasaras frío. Elena lo miró, sorprendida por el gesto. —Gracias. El silencio se prolongó. La luz del porche iluminaba su rostro, y Elena notó una gota de nieve derritiéndose en su barba. Por un instante, pensó en estirar la mano y tocarlo… pero se contuvo. —Buenas noches, Elena —dijo él finalmente, pero su voz era más suave que la primera vez que se habían visto. Ella lo vio alejarse bajo la nevada, con el corazón latiendo demasiado rápido. Y supo que, por más que intentara negarlo, ese invierno estaba lejos de ser frío.

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