Capítulo 4 ⚔️

1997 Palabras
Había símbolos dorados dibujados en él, formando círculos, líneas y palabras en un idioma que Ariadna nunca había visto, pero que de alguna forma su mente era capaz de comprender. El rey apoyó su dedo índice en un círculo dorado. El pergamino absorbió su sangre rápidamente, de forma sutil, sin dolor ni cortes visibles. —Ahora tú —dijo Lorian, sin preguntar si estaba de acuerdo—. Coloca tu dedo en el otro espacio. Ariadna titubeó. No porque quisiera negarse, sino porque el gesto se sentía demasiado definitivo. Aun así, sabía que no tenía opción. Era absurda la idea de rebelarse en ese momento. Internamente, no era una niña caprichosa, y aunque estuviera aterrada, su cuerpo no podía expresar lo que su mente quería gritar. Extendió la mano, pero no alcanzaba bien el pergamino. —Permítame, mi rey —intervino el sacerdote. Tomó con suavidad la mano derecha de Ariadna y la guio hasta el círculo opuesto. Al contacto con el pergamino, unas diminutas gotas de sangre se filtraron a través de su piel y se estamparon sobre el papel. Ante los ojos de todos, las dos manchas—la de Lorian y la suya— comenzaron a extenderse, estirándose como serpientes líquidas hasta encontrarse en el centro del pergamino. Se entrelazaron, formando un diseño que parecía un nudo sin fin. El papel se endureció de inmediato. Lo escrito, lo sellado con sangre, no podría ser cambiado jamás. —Todo está en orden, mi rey —anunció el sacerdote, inclinando la cabeza. Ariadna clavó los ojos en el pergamino y luego en Lorian. Él le devolvió la mirada, sin una sonrisa clara, pero con una expresión que no era del todo fría tampoco. El rey de Asterfell la tomó en brazos de nuevo y la bajó del altar. Luego sacó algo envuelto en una tela blanca traslúcida: un medallón dorado con el símbolo de la montaña y la serpiente. Lo colgó alrededor del cuello de Ariadna. La cadena de plata rozó su piel con un leve frío. Lorian pensó, fugazmente, que jamás imaginó entregar ese símbolo a una niña. Pero tenía un presentimiento. Si esa pequeña criatura había sido capaz de herirlo, también podría, algún día, soportar su semilla. Él sabía esperar. No envejecía. Tenía todo el tiempo del mundo. Solo estaba cansado de intentos fallidos, de amantes muertos, de siglos sin heredero. —Primera princesa de Valmeren, Ariadna —declamó Lorian, apoyando una rodilla en el suelo frente a ella—. Desde este momento eres el segundo sol del imperio de Asterfell. Mi consorte y compañera. Tendrás todo lo que necesites, jamás pasarás hambre ni frío. Yo, Lorian Drakenhart Von Asterfell, te lo juro ante las estrellas sagradas, las lunas benditas y el sol que mi pueblo adora. Ariadna no supo qué responder. Tampoco era necesario. Sus cuerdas vocales seguían dormidas. Lo único que pudo hacer fue mirarlo a los ojos. —Ahg… —intentó decir algo, pero su voz volvió a fallar. “Deja de intentarlo”, se dijo a sí misma, frustrada. Pero cada vez que quería hablar, su garganta se llenaba de recuerdos de la Navidad en la que murió. Lorian se enderezó. —En unos minutos zarparás hacia las Islas de Aerion —explicó—. Es un viaje largo, habrá varias paradas. Allí estarás a salvo. Vivirás en un lugar bajo mi protección directa. Estarás a cargo de un mago de mi torre. Una doncella te atenderá. Y varios guerreros custodiarán tu vida. Nadie conoce quién eres ni lo que significas para Asterfell. Vivirás tranquila… hasta que llegue el momento de regresar a mí. ¿Realmente iban a separarse así de pronto? Acababan de unir sus sangres en un pergamino sagrado, de colgarle un medallón que la marcaba como “suya”, y ahora la enviaba lejos. Por mucho que entendiera la diferencia de edades, algo en el pecho de Ariadna se apretó. Se sentía abandonada, de nuevo. Estiró su pequeña mano y atrapó la mejilla del rey, como si quisiera detenerlo por un instante más. Sus dedos se veían diminutos sobre el rostro del dragón. Apretó los ojos dos veces, con fuerza, haciendo un esfuerzo casi heroico por sonreírle. Lorian se quedó boquiabierto unos segundos. Luego, algo cálido se reflejó en su mirada. Apartó con cuidado la mano del rostro, como si temiera romper algo delicado, y aclaró la voz para que el momento no se alargara demasiado. — Sevrin, acércate. Un hombre joven entró en la habitación. Vestía prendas sencillas de cuero y tela, y llevaba un bastón, no como apoyo, sino como herramienta. Sus ojos tenían la firmeza de quien ha visto demasiado en poco tiempo. —Ariadna, este es el mago Sevrin, aprendiz del mago principal de Asterfell —le explicó Lorian—. Será tu guardián y profesor. Te ayudará a controlar tus dones. ¿Dones? Ariadna parpadeó, sin entender. Sevrin se arrodilló frente a ella e inclinó la cabeza. —Es un honor servir al segundo sol del imperio de Asterfell —declaró—. Juro protegerle e instruirle lo mejor que pueda. —Harás un trabajo impecable —sentenció Lorian, sin dejar espacio a dudas—. Nada menos que eso será aceptable para mí… ni para ella. Sevrin se tensó. —¡Sí, mi rey! —Levántate. El mago obedeció de inmediato. —Andra. Una joven entró entonces. Llevaba un vestido sencillo de color amarillo y un delantal blanco. Tenía el cabello rubio como el trigo, recogido de forma práctica, y un rostro pecoso que transmitía seriedad más que dulzura. —¿No llevas tu daga, Armiara? —preguntó Lorian. La muchacha se llevó la mano al pecho y mostró una pequeña daga entre sus senos, escondida pero accesible. El rey asintió. Ariadna la miró con atención. No necesitó mucho para entender que esa chica no era solo una sirvienta cualquiera. Tenía una postura disciplinada, un cuerpo entrenado y una mirada firme. Ella parecía el tipo de persona que no olvidaba nada de lo que se le encomendaba. En el hospital, Ariadna había aprendido a “leer” personas. Diecisiete años escuchando conversaciones ajenas, observando doctores, enfermeras, familiares de otros pacientes. Había visto a quienes realmente se preocupaban por ella, a quienes solo la veían como trabajo y a quienes pensaban que su vida era un desperdicio de recursos. Había observado romances prohibidos, peleas ocultas, secretos a medias. Era buena leyendo corazones. Pero el de Lorian Drakenhart… era un laberinto que no podía descifrar. —Ariadna —continuó el rey—, ella será la doncella encargada de tus necesidades diarias. Cocina bien. Su madre trabaja en mi castillo. Tiene mi plena confianza. Andra se inclinó con respeto, como Sevrin. Ninguno de los dos se atrevió a mirarlo directamente a los ojos. No era solo respeto. Era miedo. —Mi señor —intervino Kaelrik—, los hombres que se presentaron para acompañar al segundo sol ya esperan frente al barco. Lorian asintió. —¿Desea que lleve a su consorte, mi rey? —añadió el capitán. —¿Me ves con dificultades para hacerlo tú mismo, Kaelrik? —replicó Lorian, con una ceja en alto. —En absoluto, señor —rectificó él, inclinando la cabeza—. Solo pensé que, vistiendo su traje ceremonial, quizás… Lorian lo miró de lado. Habían crecido juntos, aunque Kaelrik hubiera envejecido más rápido. Tres hijos, demasiadas campañas y responsabilidades dejaban huella en cualquier hombre. Aun así, nunca había dudado de su lealtad. —Estoy bien así —cortó el rey. Sin agregar nada más, tomó un velo traslúcido y lo colocó sobre la cabeza de Ariadna. No quería que nadie viera claramente su rostro. Cuantas menos personas conocieran la verdadera identidad del segundo sol de Asterfell, más segura estaría… al menos hasta que él terminara de aplastar a los tres reinos que aún no entendían que no se jugaba con la furia de un dragón. Salieron de la torre. Por el rabillo del ojo, Lorian vio a algunos habitantes de Valmeren recogiendo escombros y limpiando manchas de sangre con desesperación. Otros se apartaban cuando él pasaba, inclinando la cabeza. Valoraban más su vida que su orgullo. Y eso era lo que él esperaba. Valmeren ya no era un reino libre. Aldren seguiría siendo rey… de nombre. Pero desde ese día, esa tierra pertenecía a Asterfell. Si Lorian decidía convertirla en ceniza, así sería. Si decidía protegerla por causa de la niña que ahora llevaba en brazos, también lo haría. Todo dependía de él mismo. Porque lo que ese hombre quisiera… el mundo terminaría dándoselo. Ariadna quiso mirar alrededor, pero el velo solo le dejaba ver sombras y figuras borrosas. Aun así, podía sentir el movimiento, el frío del viento, el crujido de la madera al acercarse al muelle. Estaba exhausta. Parte de ella deseaba cerrar los ojos y dejarse llevar por el sueño, pero su mente seguía en alerta, como si estuviera en una sala de emergencias a punto de sonar otra alarma. Cuando llegaron al barco, Lorian se detuvo. Veinte hombres y una mujer se encontraban formados, expectantes. Algunos pertenecían al escuadrón de Kaelrik; otros, al de otro capitán, Voren, cuyo grupo no había acudido a la batalla pero cuyos soldados lucían impecables, con armaduras relucientes y el escudo de Asterfell en los antebrazos. —Andra —llamó el rey. La joven se acercó con las manos juntas a la altura del vientre, la cabeza inclinada, los hombros ligeramente encogidos. —Ayuda a la príncesa Ariadna a mantenerse en pie. Los pies descalzos de la niña tocaron la madera fría del muelle. A través del velo, solo veía siluetas difusas. Sentía las manos suaves de Andra sosteniéndola por los hombros, dándole equilibrio, mientras escuchaba los pasos de Lorian alejarse unos metros. El rey caminó entre las filas de guerreros, evaluándolos uno por uno. Su mirada era una mezcla de cálculo y juicio. Algunos hombres tragaron saliva cuando él pasaba junto a ellos. El poder que emanaba no necesitaba palabras. De reojo, Lorian vio a Rhydan, hijo de Kaelrik, enseñándole entusiasmado una espada nueva a su padre. El muchacho tenía el cabello castaño claro y los ojos café llenos de brillo juvenil. El rey avanzó un poco más, se detuvo y se giró hacia ellos. —Todos ustedes protegerán al segundo sol de Asterfell —anunció, con la voz resonando sobre el mar—. Se dividirán en dos grupos, viajarán en dos barcos distintos. No llevarán armaduras ni pieles. Vestirán como hombres comunes. Desde este momento, vuestra única función es mantenerlo con vida, y para eso no deben llamar la atención. —¡Sí, gran dragón! —gritaron al unísono, con el corazón henchido de orgullo. Lorian volvió la mirada hacia Kaelrik. —Kaelrik. —Mi rey —enderezó la espalda de inmediato. El dragón miró a Rhydan. —Tu hijo será el capitán de estos veinte hombres. —¿Yo? — Rhydan se sobresaltó, soltando la espada. El metal tintineó varias veces al golpear el suelo. —Eso he dicho —replicó Lorian, sin variar el tono. —Pe–pero yo… —balbuceó el joven. El rey arqueó una ceja. —Kaelrik —preguntó con calma—, ¿tu hijo acaba de cuestionar mi decisión delante de sus hombres? El capitán reaccionó de inmediato. Atrapó a Rhydan por la nuca y lo obligó a inclinarse. —Mi rey, jamás —respondió Kaelrik—. Mi hijo nunca se atrevería a llevarle la contraria. —Eso pensé —murmuró Lorian. Y así, sin más ceremonias, el destino de todos quedó sellado. Para los hombres reunidos en el muelle, era el inicio de una misión secreta en nombre de su rey. Para Ariadna Leclair, que había muerto una noche de Navidad en un hospital de otro mundo, era el principio de su vida como segundo sol de Asterfell. El comienzo de su segunda vida. Aunque todavía no entendiera… que nada de lo que había dejado atrás volvería a ser igual.
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