El sonido del agua hacía que los tímpanos de Ariadna se crisparan con una inquietud extraña. Reconocía ese ruido, pero no del todo. Había escuchado el agua caer en la ducha del hospital, había oído la lluvia rebotar contra los cristales fríos de su antigua habitación… pero esto era diferente. Esto era más grande, más profundo, más vivo. Tenía la certeza de que, para que sonara así, debía haber una cantidad enorme de agua moviéndose bajo ella.
Y no era lo único raro.
El suelo bajo sus pies o más bien bajo su trasero, porque estaba sentada parecía moverse todo el tiempo. Un vaivén constante, suave pero insistente, que le revolvía el estómago si se concentraba demasiado. Si seguía así, estaba segura de que terminaría mareada. Aún se sentía débil, aunque sabía que había mejorado mucho desde que abrió los ojos en ese nuevo mundo.
Por fortuna, no estaba de pie. La habían sentado sobre algo mullido, cerca de la mujer que le habían presentado como su doncella personal. No alcanzaba a verla claramente por culpa del velo blanco que cubría su cabeza, pero podía percibirla de una forma difícil de explicar: su presencia, su olor a jabón y harina, el roce discreto de sus manos cuando la acomodaba.
A la distancia se oían risas de hombres, el golpe metálico de armas y la voz grave de Lorian hablando con alguien más joven sobre formación militar, barcos, rutas y tipos de acero. Ariadna se sentía frustrada; quería mirar a su alrededor, ver el mar, entender dónde estaba… pero a través del velo solo distinguía figuras difusas y luces borrosas.
—Ya estamos lo bastante lejos de Valmeren —dijo de pronto la voz del rey, tan cerca que la pequeña dio un respingo.
No lo había escuchado acercarse.
Lorian se inclinó hacia ella y, con un cuidado que no combinaba con su fama sanguinaria, apartó el velo de su rostro. La luz la golpeó de lleno. Ariadna cerró los ojos con fuerza cuando el resplandor del amanecer se coló en sus pupilas virgenes. Durante unos segundos solo vio manchas blancas y destellos, pero entonces el aire fresco y salado le acarició las mejillas y el cabello n***o, obligándola a intentar mirar.
Abrió los ojos despacio.
Lo primero que vio fue azul. Muchísimo azul. El cielo era de un tono intenso, profundo, teñido de un azul oscuro que jamás había visto en la Tierra, salpicado aquí y allá por nubes blancas que parecían dibujos de un cuento infantil. Más allá, en la línea lejana, el mar se confundía con el cielo, como si no hubiese un final claro entre uno y otro.
Sus pupilas se dilataron aún más cuando vio criaturas volando sobre el barco. Aves negras con cuatro alas describían círculos sobre el agua, lanzando chillidos agudos que resonaban a kilómetros de distancia.
—Te ha deslumbrado —comentó Lorian. No lo preguntó; lo afirmó con calma. Era evidente.
Los ojos azul lavanda de Ariadna se giraron hacia él. El rey la observaba con una intensidad fría, evaluando cada gesto, cada parpadeo, como si estuviera memorizando sus reacciones. No dijo nada al respecto; en lugar de eso, levantó la vista y llamó a alguien.
—Sevrin, acércate.
El mago de túnica sencilla, con su bastón bien sujeto en la mano derecha, se aproximó de inmediato. Ariadna lo reconoció al instante: el hombre estaba junto al mago que la había dejado inconsciente con la luz del bastón, el que había examinado su cuerpo como si fuese un experimento raro, el que había dicho que recuperaría su voz con el tiempo.
—La salud del segundo sol está en tus manos —anunció Lorian, sin apartar la mirada de la niña—. Es frágil por ahora. Encárgate de todo. De fortalecerla. Yo debo regresar.
—Entendido, mi rey —respondió Sevrin, inclinando la cabeza con respeto.
—Confío en que será bien instruida —añadió Lorian—. No tengo dudas de tu capacidad, pero nunca sobra una advertencia.
El mago se inclinó aún más.
—No fallaré, mi señor.
Un rubor leve cruzó las mejillas de Sevrin al recordar por qué estaba en deuda. Hacía poco había explotado parte de su laboratorio al agregar demasiada raíz de aliz explosiva a una pócima de pólvora. Todo había quedado cubierto de hollín, frascos rotos y humo n***o. El mago principal lo había agarrado de las orejas y el rey de Asterfell había estado lejos de estar satisfecho con la pérdida de ingredientes raros y caros.
Por eso, ahora, Sevrin haría lo posible para no dar otro motivo de disgusto. Este encargo era su oportunidad de redimirse.
—Ariadna —dijo entonces Lorian, volviendo su atención a la niña—. En el camarote principal encontrarás las cosas que he ordenado para ti. Le he dejado telas a Andra. Cuando crezcas, ella te confeccionará ropa nueva.
Ariadna parpadeó. Quiso decirle que no era necesario, que sabía coser, que había tomado cursos por internet en sus días de hospital para aprender a tejer, bordar y diseñar prendas. Soñaba con hacer su propio vestido para una fiesta que nunca pudo tener. Pero no podía hablar.
Y además, él ya estaba decidiendo por ella.
—Y hay algo más —añadió el rey.
Hizo una seña con la mano y uno de los soldados se acercó cargando un canasto de mimbre. Lo depositó a los pies de la princesa. Ariadna lo miró con curiosidad. Se veía rústico, resistente, y durante un segundo temió aquellas escenas que había visto en series y películas donde abrían cajas y salían serpientes furiosas.
Tragó saliva, pero de todos modos extendió su pequeña mano para levantar la tapa. La textura áspera de las varillas se sintió extraña en sus dedos.
Dentro no encontró serpientes.
Vio pelo. Mucho pelo gris cenizo, apelmazado, como si fuera una bola de pelaje. Al principio pensó que era una especie de abrigo hecho con una piel extraña, pero cuando Lorian tomó el canasto y lo sacudió un poco, el bulto se movió y una cabecita asomó. Dos ojos oscuros y redondos parpadearon confusos, las pequeñas garras aferradas al borde interno.
Ariadna ahogó un jadeo.
Era un animal que no había visto en su vida. Se parecía un poco a un gato, pero tenía el cuerpo más alargado y la cola tan, tan esponjosa que parecía una nube comprimida. Y no era una sola cola.
Eran dos.
Dos colas largas, mullidas, que se movían nerviosas cuando la criatura se acomodó mejor.
Sin pensarlo, la niña estiró la mano para tocarlo. La sensación fue puro cielo.
Suave. Sedoso. Caliente.
—Es un gato ardilla —explicó Lorian—. Lo vi en otro barco esta madrugada. Por lo que me dijeron, su madre murió en la selva. Un mercader lo recogió y pensaba venderlo. Es todavía una cría.
—He escuchado, mi rey —añadió Sevrin, tratando de ser útil— que llegan a crecer muchísimo. Tanto como un tigre de dos colas.
—También lo he oído —admitió el rey, con indiferencia—. Precisamente por eso te lo obsequio, Ariadna. Si lo crías y lo alimentas bien, será leal a ti y te protegerá. Espero que consigas que viva mucho.
Los ojos de la niña se llenaron de lágrimas de inmediato. Quiso decir gracias, de verdad se quemaba por hacerlo. Toda su vida había deseado tener una mascota, algo pequeño y vivo que no estuviera conectado a cables, algo que se acercara a ella porque quería, no por obligación. Y ahora, en ese lugar incomprensible al que había llegado después de morir en Navidad, alguien le estaba regalando exactamente eso: la cosa que más había añorado.
Intentó hablar.
—G… s…
Lo que salió de su garganta fue ininteligible, una mezcla de aire atrapado y sonido roto que la frustró de golpe. Quiso maldecir, pero tampoco podía. Desesperada, se aferró a la única manera que encontró de expresarse: tomó la mano del rey y la llevó al centro de su pecho, presionándola allí con fuerza.
Lorian se sorprendió por el atrevimiento, pero no retiró la mano. Sintió el corazón de la niña galopar debajo de su palma, desbordado, vibrando con una emoción tan intensa que le erizó la piel. Había tanta vida, tanta energía contenida en ese pequeño cuerpo, que por primera vez en mucho tiempo algo se movió en su interior, algo que no era rabia ni hambre de guerra.
Apartó la mano con suavidad y le regaló un leve asentimiento.
—Limpia esas mejillas —dijo, volviendo a su tono usual—. Las princesas lloronas no le agradan a nadie.
Se incorporó, enderezó la espalda y miró hacia el cielo despejado, como si calculase mentalmente la posición de los astros. Era un buen día. Tenía que regresar a Asterfell, reorganizar a sus generales, preparar campañas… y pensar en lo que había hecho al declarar un segundo sol.
—Que el sol de Asterfell los guíe —sentenció.
—¡Y que lo acompañe a usted, gran dragón! —respondió Sevrin de inmediato.
El mago dejó el bastón apoyado a un lado, cerró los ojos y respiró hondo. Concentró su maná hasta que se hizo visible, reuniéndolo en sus manos. Dos esferas de energía azulada se formaron entre sus palmas, girando lentamente. Sus labios susurraron palabras en un idioma antiguo, incomprensible, y luego lanzó la energía al frente.
El espacio se rasgó.
Un portal ovalado, traslúcido, de un azul profundo, se abrió frente al rey. Lorian volvió a mirar a Ariadna. No dijo nada esta vez. Solo inclinó la cabeza en un gesto breve, un adiós silencioso.
Luego se volvió y atravesó el portal.
La niña lo siguió con la mirada hasta que el resplandor se cerró sobre sí mismo, dejando solo el aire vibrando. Quiso llamarlo, hacerle alguna pregunta, pedirle que no la dejara sola… pero no podía formar ni una palabra. No ese día. Tal vez tampoco al siguiente.
Finalmente, bajó la vista hacia el pequeño gato ardilla que se removía inquieto en su regazo.
No importaba. Podía cuidar de él. Podía enseñarle a confiar.
Y quizás, mientras lo hacía, aprendería a confiar un poco en ese nuevo mundo.
Los días siguientes pasaron tan rápido que se convirtieron en semanas. Las semanas se acomodaron unas sobre otras, hasta ser un montón de meses que quedaron atrás como una estela en el mar.
Los primeros días después de abandonar Valmeren, Ariadna se dedicó a entender dónde estaba. Había tardado un poco en aceptar que no era un sueño. Durante un tiempo, quiso creer que sí lo era: una fantasía larga, compleja, regalada por su mente justo después de morir. Pero el dolor, el hambre y el sueño eran demasiado reales. Y ningún sueño duraba tanto.
Respiraba. Se movía. Podía arrugar la nariz, fruncir el ceño, llorar, reír sin miedo a un monitor cardiaco. Podía tropezar y hacerse moretones. Podía caerse y sentir el impacto en los huesos. Estaba viva. No en la Tierra. No en el hospital. En otro lugar.
En otro mundo.
No había enciclopedia terrestre que hablase de ballenas moradas de tres ojos que emergían a lo lejos, o de serpientes marinas que golpeaban el casco del barco cuando éste les bloqueaba la luz del sol. No existían registros de aves rojas, enormes, con el cuello pelado que se lanzaban en picada para atrapar peces blancos y largos, tragándolos enteros ante la vista de todos.
Aceptarlo le dolió, pero también la liberó. Ya no tenía que pensar en terapias, en médicos, en diagnósticos. Sus padres no estaban allí. No podían buscarla. No podían abrazarla. Aquella parte la rompía un poco cada vez… pero también la empujaba a moverse.
Si estaba viva, tenía que hacer algo con esa vida.