Lo primero en su lista fue aprender a caminar sola. No es que no supiera; su mente recordaba la idea de estar de pie, pero su cuerpo nuevo no respondía como debía. Sus piernas no tenían fuerza suficiente, sus músculos temblaban, su equilibrio era una broma. Era agotador. Cada paso le drenaba la energía como si corriera un maratón.
Además, necesitaba nutrientes, masa muscular, coordinación. No iba a arriesgarse a caminar por todo el barco haciendo el ridículo, así que tomó un
a decisión: se quedaría en su camarote hasta que pudiera sostenerse sin ayuda.
El camarote era enorme. La primera vez que entró, se quedó quieta unos segundos, abrumada. Había una cama grande con sábanas limpias, un armario robusto, una mesa, varias lámparas que brillaban gracias a cristales que parecían diamantes incrustados. También había una tina y un retrete conectado al mar mediante un sistema que prefería no analizar demasiado.
Pero lo que más le gustó fue la alfombra peluda que cubría gran parte del suelo.
Esa alfombra se convirtió en su campo de entrenamiento.
Sevrin se sentaba en una silla de madera, apoyando el bastón a un lado, y la observaba avanzar, caer, levantarse, tropezar y volver a intentarlo. A veces se reía cuando se daba un golpe particularmente torpe. Eso la irritaba.
Pero no iba a rendirse.
Pronto, sus pasos dejaron de ser tan temblorosos. A la mitad del segundo mes ya caminaba sin aferrarse a las paredes. Se comía todo lo que Andra le preparaba y más, y eso se notaba en sus piernas. Los músculos comenzaron a definirse, a responder mejor. Por primera vez en su vida podía decir que su cuerpo le pertenecía de verdad.
También había usado cuerdas y retazos de tela para entretenerse, practicando movimientos con las manos, entrelazando dedos, haciendo nudos y formas complejas. Lo que un bebé aprendía en años, ella lo comprimió en semanas. No era solo necesidad; era una forma de demostrarse que podía.
Lo segundo en su lista fue entender a su compañero felino.
Había decidido llamarlo Kairo. No sabía por qué, pero ese nombre le daba la sensación de algo suave, bonito, ligeramente elegante. Y el gato ardilla le parecía lo más bonito que había visto desde que dejó su mundo atrás.
Ganarse su confianza no fue tan difícil. Bastó con comida, paciencia y muchas caricias. Para la tercera noche, ya dormían juntos en la misma cama.
A Andra no le agradó la idea.
La joven intentó apartar a Kairo una vez mientras cambiaba las sábanas, pero Ariadna le gruñó literalmente y lo abrazó con fuerza. La doncella retrocedió, confundida, y no insistió. Si había algo que la niña tenía claro, era que no iba a permitir que nadie se llevara a su mascota.
Kairo no le causaba alergias ni problemas. Al contrario, le brindaba calma. Ronroneaba de una forma extraña, vibrante, que le relajaba la mente y el cuerpo. Poco a poco, el animal se fue apegando a ella. Se acostumbró tanto a su presencia que, según Sevrin, compartían maná sin darse cuenta: una conexión natural entre amo y criatura mágica.
Eso preocupaba un poco al mago. Nunca había visto a un animal salvaje adaptarse tan rápido a una persona. Pero no pensaba mencionarlo. No era asunto suyo. Y definitivamente no quería decir nada que pareciera criticar un regalo que Lorian le había dado personalmente al segundo sol.
El rey dragón no era famoso por su paciencia.
La octava mañana del mes doce comenzó igual que muchas otras.
Andra, la joven de cabello castaño y ojos cálidos, entró en el camarote cargando una bandeja. Había preparado pan, una especie de avena especiada y carne frita en trozos pequeños. Como siempre, colocó una cuchara de plata al lado del plato.
Ariadna se había acostumbrado pronto a comer bien. Después de una vida entera con restricciones, aquella abundancia era un lujo casi abrumador. La carne, en particular, la hacía cerrar los ojos de gusto. Sus papilas gustativas, que en su otra vida solo conocieron alimentos de hospital, bailaban felices.
Un ruidito de Kairo llamó su atención.
El gato ardilla estaba sentado al borde de la cama, mirándola con ojos grandes, negros y brillantes. Había crecido mucho. Ahora tenía el tamaño de un perro grande, aunque sus facciones seguían siendo finas y su pelaje, impecable. Sus dos colas esponjosas se movían con impaciencia.
Ariadna cortó un pedacito de carne y se lo lanzó. Kairo saltó y lo atrapó en el aire con una agilidad admirable. Al masticar, dejó escapar un sonido satisfecho, casi como un ronroneo prolongado, y luego dio otro salto para recostarse sobre la cama, haciendo que la madera se quejara con un crujido.
—No… —murmuró la niña, inspirando, esforzándose—. Necesitas… una cama.
La frase salió algo cortada, pero clara.
Se sonrió, triunfante.
Había empezado a practicar a solas desde la segunda semana en el barco. Le desagradaba la idea de no poder comunicarse. Sin embargo, no había mostrado sus avances. La primera vez que intentó hablar frente a Sevrin, el mago se rió y dijo que sonaba como una mula con gripe.
Ariadna se había puesto furiosa.
En su primera vida, había tenido que soportar chistes, miradas de lástima y bromas a costa de su cuerpo. Había guardado silencio porque no tenía fuerzas ni voz para responder. Esta vez sería diferente. No estaba dispuesta a que nadie se burlara de ella sin más.
—Mi señora —llamó Andra desde la puerta, golpeando dos veces antes de entrar.
La joven se había ido adaptando a la princesa poco a poco. Al principio pensó que sería fácil: una niña enferma, callada, recién llegada, dispuesta a obedecer. Pero no. Ariadna no era dócil. Tenía un temperamento firme, una mirada que se endurecía cada vez que hacían algo que no le parecía.
No le gustaba que la ayudaran de más. Empujaba las manos ajenas cuando intentaban vestirla como si fuese una muñeca. Insistía en ponerse la ropa sola, aunque se tardara. Se despertaba antes que la sirvienta la mayoría de los días, y nunca permitía que le tocaran el cabello demasiado tiempo. Lo cuidaba como si fuese un tesoro sagrado.
Andra no entendía por qué.
Ella nunca había sido especialmente buena con niños. Sin embargo, el rey en persona la había escogido para esta labor. Entre las sirvientas del castillo, eso la había convertido en tema de envidias y chismes. No obstante, Andra no pensaba en eso; solo le importaba estar a la altura de la confianza de Lorian… y de su madre, que también había servido toda su vida.
—Estamos por llegar a un pueblo costero que tiene un mercado grande —anunció, acercándose con la bandeja vacía en las manos—. Vamos a comprar provisiones. Mi señora, ¿desea que le traiga algo?
Ariadna la miró, pensativa.
Hasta ese momento, siempre que necesitaba algo lo escribía. Sevrin había dicho que le enseñaría a escribir más adelante, sin saber que la niña ya sabía hacerlo. Los primeros días su letra había sido torpe y temblorosa, pero después fue ganando firmeza.
Andra esperaba verla coger la pluma.
En cambio, escuchó algo que la dejó helada.
—¿Venden… dulces? —preguntó la pequeña, con voz suave, un poco ronca, pero melodiosa.
La sirvienta soltó el jarro de madera que llevaba en la mano. El golpe seco resonó en la habitación. Sus ojos se agrandaron tanto que casi parecían salirse de las órbitas.
—Mi… mi señora… usted…
—Hablo —dijo Ariadna, asintiendo, con un orgullo palpable—. Y entiendo todo lo que dicen —añadió, ladeando la cabeza—. No me gusta que hables de mí con Sevrin. Es de mala educación, Andra.
La joven sintió cómo la sangre le subía al rostro.
Había comentado más de una vez con el mago lo difícil que le parecía tratar con la princesa; se había quejado de lo testaruda que era a veces y de lo mucho que se esforzaba… sin que nadie le pidiera tanto. Jamás pensó que ella la entendiera.
—Mi señora… —balbuceó, inclinando la cabeza—. Le ofrezco mis disculpas. Mi impresión de usted…
—No fue buena —terminó Ariadna por ella.
Andra se atrevió a alzar la mirada, esperando encontrar reproche. Sin embargo, vio algo que no esperaba: una sonrisa. Una sonrisa pequeña, torcida, que dejaba ver dientes que todavía no terminaban de cambiar, algunos más amarillentos que otros… pero una sonrisa sincera.
—Andra… me gusta tu comida —dijo la princesa.
La joven se llevó las manos al pecho, abrumada. Nadie solía elogiar su cocina. Su madre, mucho más hábil, era la que recibía las pocas palabras de aprobación del rey cuando se servía un banquete. Estaba acostumbrada a ser invisible, a ser “la hija de la cocinera”.
Ariadna continuó:
—Gracias por hacer todo por mí, Andra.
La sirvienta se quedó sin aire unos segundos. Los nobles no agradecían. No estaba en su naturaleza. A lo mucho, asentían. Esas palabras eran algo que uno esperaría de un caballero agradecido, no de la futura consorte del rey dragón.
—Es un honor servirle, mi señora —logró decir, con la voz quebrada.
—¿Estás… llorando? —preguntó la niña, torciendo un poco el gesto.
Andra llevó las manos a sus mejillas y notó que estaban húmedas. Se apresuró a secarlas, avergonzada.
—Lo siento, mi señora —se excusó—. No debería…
—Está bien. Llora —dijo Ariadna, y apartó la vista—. No miraré… si con eso te sientes mejor.
Se quedó viendo hacia la ventana, fingiendo estar muy ocupada observando a Kairo, que se limpiaba una pata con absoluta tranquilidad. Andra aprovechó para enjugarse las lágrimas con rapidez. El pecho le dolía, pero no de tristeza. Era otra cosa. Una mezcla de alivio, ternura y una lealtad nueva, inesperada, que estaba echando raíces en silencio.
En ese momento, la pequeña princesa no lo supo.
Pero acababa de ganar a su primera aliada incondicional en un mundo que, tarde o temprano, iba a exigirle demasiado.