Ariadna observó a Rhydan avanzar con pasos demasiado largos en comparación con los demás. Cada zancada parecía una declaración silenciosa de dominio sobre el espacio que ocupaba. Kairo se apartó instintivamente cuando la mano del alto guerrero pasó cerca de él, como si hubiera sentido el peso invisible de algo peligroso. Al mismo tiempo, la mujer jadeaba, doblada sobre sí misma, quejándose de un dolor que ya no podía ocultar.
El felino todavía joven no era un simple cachorro. Su tamaño y contextura revelaban una fuerza prematura, casi antinatural. Las garras habían desgarrado piel, dejando carne amoratada y abierta. La sangre manchaba el suelo del monasterio como una afrenta silenciosa.
—Ayúdeme… caballero, por favor… —gimoteó Madame Corvessa, con la voz quebrada por el miedo.
Ariadna pensó, por un instante ingenuo, que Rhydan iba a ayudarla a incorporarse. Extendió la mano, sí, pero no hacia el suelo ni con cuidado. Fue entonces cuando la niña vio algo que antes no había percibido en los ojos del guerrero.
Ya no eran castaños.
El color se había tornado amarillo, intenso, como ámbar vivo bajo el sol. Pero no fue eso lo que le heló la sangre. La pupila había cambiado. Se había estrechado, alargado… reptiliana. En la mente de Ariadna solo encontró una comparación posible: la pupila de un cocodrilo acechando bajo el agua.
Rhydan aferró la muñeca de la mujer con una fuerza brutal. Sin miramiento alguno, la alzó del suelo hasta que sus zapatos de tacón cuadrado quedaron suspendidos en el aire. El rostro de Madame Corvessa quedó frente al suyo, demasiado cerca. El guerrero tenía la piel enrojecida, como si algo ardiera bajo ella, amenazando con emerger. Sus cejas estaban fruncidas con tal intensidad que parecían talladas en piedra, y su mandíbula se tensaba como si fuese a quebrarse por la presión que ejercía sobre sí mismo.
—¿Qué pensaba hacerle a mi señora con ese látigo? —preguntó Rhydan.
Su voz no fue un grito. Fue peor. Grave, profunda, cargada de una amenaza depredadora que retumbó en el pecho de todos los presentes.
El rostro de la mujer perdió color de manera alarmante. Aunque humana, reconocía el peligro cuando lo tenía frente a ella. Aquel joven de cabello castaño y ojos de bestia no solo demostraba poder: era poder. Una presencia aplastante, como una montaña viva que temblaba con la promesa de destruir cualquier cosa que se atreviera a existir a sus pies.
—¿Qué señora? —replicó ella con dificultad—. Esa niña harapienta no es ninguna señora. Yo solo estoy educando al bastardo de la casa Vaelmir, tal como se me indicó. No es asunto suyo.
El sonido seco de un hueso resquebrajándose recorrió el lugar.
Algunos de los presentes se tensaron. Otros apartaron la mirada. Los guerreros, en cambio, observaron con una expectación casi reverente cómo su líder estaba a punto de impartir una lección a aquella mujer que había osado poner en peligro la integridad física de quien muchos ya consideraban el segundo sol de Asterfell.
Los guerreros salvajes de Asterfell no diferenciaban entre castigo para hombre o mujer. En su tierra, todos debían ser fuertes. Incluso los niños. El cuidado especial hacia una fémina solo existía en caso de enfermedad o gestación. En todo lo demás, no había concesiones.
Las mujeres cargaban leños, realizaban trabajos forzados y combatían. En una pareja salvaje no existía jerarquía: eran compañeros, colegas, iguales. Muchos forasteros incluso susurraban que las mujeres de Asterfell podían ser más feroces que los hombres.
Por eso, Rhydan no mostró piedad.
Gruñó, bajo, profundo. Sus hombres habían fallado. Habían permitido que Ariadna saliera sin protección. Si Lorian Drakenhart Von Asterfell se enteraba… la sangre correría. No habría perdón. Era una fortuna amarga que no estuviese allí.
—L-libéreme… —jadeó la mujer, pataleando en el aire.
Las monjas se alarmaron, aunque ninguna se movió. El niño rubio de ojos azules temblaba, paralizado.
—Princesa Ariadna —Sevrin se colocó delante de ella.
Ariadna tardó un segundo en reaccionar. Volvió en sí cuando el mago le habló y vio la sangre de la mujer caer en abundancia por su brazo, empapando el suelo.
—Sevrin…
Encontró en él una mirada distinta. No era solo preocupación. Era enojo. Miedo contenido. Emociones que la niña no alcanzó a comprender del todo.
—¿Cómo pudo irse sin decir nada? —la reprendió el mago, sin bajar la voz—. La hemos buscado durante treinta minutos. Pensamos lo peor. Mi señora, ha sido usted terriblemente irresponsable.
—Yo… —Ariadna no supo qué decir.
El tono de Sevrin subía y bajaba de forma irregular, delatando el torbellino emocional que intentaba controlar.
—Mi señora… —Andra se acercó, llevándose ambas manos a la boca al verla cubierta de lodo—. Está… está hecha un desastre…
—Yo solo salí a jugar —se defendió Ariadna, sabiendo que incluso para ella sonaba endeble.
Un chillido desgarrador cortó el aire cuando la mujer fue arrojada contra el suelo como si no pesara más que un trapo sucio. Ariadna volvió la mirada hacia Rhydan, sorprendida por una crudeza que no creyó posible en él.
—La atravesaré con la espada.
El guerrero ya tenía el arma desenvainada.
Las monjas observaban. No intervenían. Ariadna notó el detalle y algo se removió en su interior. Según lo poco que sabía, aquellas mujeres debían proteger la vida. Pero no lo estaban haciendo.
Su mente trabajó rápido.
Primera hipótesis: no eran verdaderas devotas. La descartó. Había sentido su amabilidad antes.
Segunda: miedo. Pero no temblaban. Solo estaban perturbadas.
Tercera… la más lógica.
No sentían aprecio por la mujer.
Las monjas de Velyria protegían a los niños. Y Madame Corvessa los despreciaba.
—Rhydan —llamó Ariadna.
Todas las miradas se posaron en ella. Incluso las del guerrero.
—Déjala —dijo con voz firme—. No me importa.
Kairo se colocó a su lado, mostrando los dientes en dirección a la mujer.
—La ha insultado, mi señora —replicó Rhydan—. La llamó harapienta. Plebeya.
Ariadna miró a la mujer. Lavanda en los ojos, miedo puro. Temblaba, lloraba, cubierta de suciedad, con el cabello destrozado y un olor extraño en el aire.
—No importa —repitió Ariadna—. Ella ya tiene suficiente castigo con existir así.
Sus ojos brillaron.
—Vivirá miserablemente si no cambia. Ese castigo es suficiente. Porque se lo impone sola.
Rhydan exhaló con frustración.
—Como ordene, mi señora.
—Hermana —Ariadna miró a la monja más cercana—. ¿Podría sanar las piernas de él?
—Como desee, Señora de las Flores —respondió la mujer, inclinándose.
La escena terminó ahí. Al menos en público.
Cuando Ariadna estuvo en la habitación prestada del monasterio, Sevrin no se contuvo. La regañó largamente. Le habló del peligro, de la irresponsabilidad, de la angustia. La hizo prometer que no volvería a salir sin escolta.
Cuando creyó que todo había acabado, Rhydan tomó la palabra.
Le dijo que se sentía ofendido. Que había fallado una vez y no volvería a hacerlo. Que juraba por los antiguos dragones protegerla. Enumeró peligros. Uno tras otro.
Ariadna terminó exhausta.
Se bañó durante largo rato, limpiando el lodo y el cansancio. Y aun así, pensó que había valido la pena. Ese recuerdo… lo guardaría.
Cayó dormida apenas tocó el colchón.
Los días siguientes pasaron rápido.
Conoció a Vaelene la santa de Velyria. Amable. Educada. Instruida en etiqueta. Ariadna quiso aprender. Vaelene prometió enseñarle.
Y cada día, una constante.
El niño rubio.
Aparecía en el pasillo. Nunca hablaba. Solo miraba. Y huía.
Ariadna no lo entendía. Quizás tendría que dar el primer paso.
Arrodillada sobre la alfombra, con Kairo dormido en su cama tallada, Ariadna seguía las instrucciones de Sevrin.
—Menos tensión en los hombros —indicó él.
Ella obedeció.
La magia no era fácil. Requería disciplina, concentración e imaginación. La concentración… era lo más difícil.
Entreabrió un ojo. Una pequeña luz flotaba entre sus manos. Insuficiente.
—Detengámonos aquí —dijo Sevrin al oír pasos.
—Come tú —respondió Ariadna sin abrir los ojos.
—No debe sobre esforzarse.
—Fue más grande el disparo que mató a esa bestia.
—Ese fue otro poder.
—Háblame de él.
—No es buena idea.
—Es parte de mí.
Ariadna no huía de lo que era.
—¿De dónde vienen? —preguntó Ariadna sin abrir los ojos—. ¿Por qué espinas? ¿Cómo se activan?
Sevrin guardó silencio.
Los pasos de Andra resonaron en el pasillo antes de que la joven entrara con una bandeja de metal. El tintinear suave de los vasos rompió la tensión por un instante.
—Mis señores, les he traído la merienda —anunció.
—Gracias, Andra —respondió Sevrin automáticamente.
Ariadna no se movió.
—No me has contestado —dijo con calma, pero sin ceder—. Siempre esquivas cuando pregunto por esto.
Sevrin suspiró, pasándose una mano por el rostro.
—No es algo sencillo de explicar, mi señora.
Ariadna abrió los ojos y lo miró directamente.
—No te lo pregunto como princesa —dijo—. Te lo pregunto como alguien que confía en ti.
El mago se tensó.
—Hay cosas que no deberían cargarse tan pronto —murmuró.
—Entonces dime por qué —insistió ella—. No soy una extraña para ti.
Sevrin la observó largo rato.
—Nunca me dejas escapar —admitió al fin.
Ariadna inclinó apenas la cabeza.
—Porque somos amigos.
Las palabras cayeron suaves, sin énfasis, pero el efecto fue inmediato.
Sevrin se quedó sin aire por un segundo, como si esa simple afirmación hubiera atravesado todas las defensas que había levantado desde que juró protegerla.
—Muy bien… —cedió finalmente, con una sonrisa cansada—. Entonces esto no será una lección de magia.
Tomó asiento.
—Será una lección de historia. —cedió Sevrin finalmente.
Habló de los elementales. De aquellos cuya conexión con el mundo no se aprendía, sino que se reconocía. De dones que no respondían a fórmulas ni a estructuras rígidas, sino a vínculos emocionales profundos. De poderes que se debilitaban cuando eran forzados y florecían cuando eran aceptados.
Ariadna escuchó en silencio.
A medida que las palabras se asentaban, algo dentro de ella comenzó a encajar. Sintió calor en el pecho, no brusco, sino constante. Luego en la cabeza, como un murmullo suave que no dolía.
Había estado resistiendo.