Capítulo 14 ⚔️

1771 Palabras
Ariadna había pasado toda la mañana sumida en pensamientos que no lograban ordenarse. Una y otra vez, las imágenes regresaban a su mente: los rostros emocionados, las manos alzadas, los gritos de gratitud dirigidos hacia ella como si fuese algo más que una niña. Como si no fuese simplemente alguien que había reaccionado por instinto para sobrevivir. Las personas se habían reunido frente al monasterio con una devoción que la incomodaba. No estaban allí por curiosidad, ni por obligación. Habían venido porque querían agradecerle el haber acabado con una criatura que, durante generaciones, había devorado humanos, ganado y cosechas con la misma indiferencia con la que el fuego consume la madera seca. Ariadna no sabía cómo reaccionar ante eso. Ella era sola una niña o al menos su cuerpo lo era. Nunca, en ninguna de sus dos vidas, había recibido un trato semejante. Podia tener una posición de poder, estar en el centro de la situación. Ni siquiera en la Tierra, cuando había sido una niña enferma postrada en una cama, había sido el centro de atención por algo positivo. Allí, la gente la miraba con lástima o con contrariedad, como si su fragilidad fuese un recordatorio incómodo de algo que preferían no pensar. Aquí, en cambio, la miraban con esperanza, con admiración… con fe. Eso la ponía nerviosa. Había intentado sonreír, pero su rostro se negó a obedecerle. Fue la Santa de Vaelmir quien le susurró que al menos levantara la mano, que los saludara. Ariadna lo hizo de manera automática, sin pensar demasiado, y el efecto fue inmediato: la multitud estalló en vítores, risas, palabras que se superponían unas a otras. El sonido fue demasiado. Retrocedió un paso, luego otro, hasta que el ruido quedó atrás. Solo entonces su respiración comenzó a normalizarse. Fue en ese instante cuando vio a Kairo. Sin darse cuenta de cuándo había empezado a correr, Ariadna cruzó la habitación y se lanzó hacia su compañero de pelaje gris oscuro. Lo abrazó con fuerza, enterrando el rostro en su cuello suave y cálido. El gato-ardilla emitió pequeños sonidos entrecortados, claramente inquieto, y se restregó contra ella como si necesitara comprobar que estaba allí, que estaba viva. El mundo dejó de girar. Solo entonces su corazón dejó de latirle con violencia. Ariadna notó la venda que envolvía una de las patas de Kairo y su pecho se apretó. Según le explicó la Santa, el animal había quedado atrapado bajo unos escombros durante el caos del ataque. Había logrado liberarse horas después y, guiado por un instinto que nadie supo explicar del todo, corrió directamente hasta el monasterio. La barrera sagrada le había impedido subir al segundo piso, así que se había quedado allí, en las escaleras, durmiendo, esperando. Esperándola. Ariadna cerró los ojos un segundo y apretó más el abrazo. Suspiró lentamente, relamiéndose los labios. Aún conservaban un leve sabor dulce, vestigio de la mermelada de frutos rojos que le habían dado más temprano, pero su mente estaba demasiado ocupada para prestar atención a eso. Le resultaba irónico y doloroso saber que tantas personas se alegraban de la muerte de otro ser. Ella no se consideraba una asesina. Nunca lo había hecho. Y que otros la llamaran así, incluso con gratitud, le resultaba profundamente triste. Había luchado toda su vida por seguir respirando, por existir un día más. Y ahora… había quitado una vida para conservar la suya. La ironía no podía ser más cruel. No había querido hacerle daño a la bestia. Su verdadero objetivo había sido proteger a los esclavos que todos habían abandonado en la tarima, como si sus vidas no importaran. Para lograrlo, había destruido al gigantesco Torvën, el toro del bosque que durante años había sido la pesadilla del pueblo costero de Velyria. El resultado había sido inevitable. Pero eso no hacía que doliera menos. ¿Siempre era así?, se preguntó. ¿Matar o ser asesinada? La criatura no le habría perdonado la vida. En su instinto no existían palabras como piedad o perdón. Sin embargo, Ariadna sí conocía esas palabras. Y eso era lo que la atormentaba. Se preguntó si había existido otra solución. Una mejor. Una menos sangrienta. No encontró ninguna. Bajó la mirada, sintiendo un peso en el pecho. Había tenido miedo de Lorian cuando lo vio decapitar a un hombre con una sola mano. En ese momento, había pensado que jamás podría parecerse a alguien así. Ahora no estaba tan segura. Sin importar que fuese una bestia, un monstruo o un animal, había arrebatado una vida. Eso no podía maquillarse ni justificarse del todo. La única forma de soportarlo era pensar que su acción había salvado muchas otras vidas. Que su decisión había traído alivio a Velyria. Ella sabía mejor que nadie lo que era temer a algo incontrolable. A una fuerza que podía aplastarte cuando quisiera. Por eso entendía la alegría de la gente. Lo que no entendía era por qué aquella criatura había salido del bosque de Torvën y atacado el mercado. Según la Santa, jamás había hecho algo así antes. Y entonces recordó al hombre. Aquel sujeto que le había erizado la piel. No era alguien común. No era alguien que pudiese ignorar. Pero no sabía quién era ni qué había hecho, así que pensar en ello solo le producía más inquietud. —¿Desea comer algo más, mi señora? Ariadna alzó la mirada. Sevrin la observaba con atención desde la silla cercana. Su expresión era distinta a la habitual: cansada, preocupada… humana. —No —respondió ella con suavidad, volviendo la vista hacia la ventana. El día estaba hermoso. La luz entraba con calidez, pero ella seguía atrapada en esa cama, y eso la frustraba más de lo que quería admitir. —¿Cómo está Armiara? —preguntó entonces. —Bien. Recibió un golpe fuerte en la cabeza, pero la Santa usó la luz del milagro en ella. No hay de qué preocuparse. Ariadna frunció el ceño. Sevrin parecía miserable. Culposo. —Sevrin… ¿te culpas? El mago se tensó. Inclinó la cabeza, incapaz de sostenerle la mirada. —Mis dones fueron inútiles, mi señora. Y por eso me disculpo. Fanfarreé, me burlé… incluso tuve la osadía de fijarme en Armiara. No soy digno. Presentaré mi dimisión para que envíen a alguien más capacitado. Ariadna lo observó en silencio. —¿Por qué crees que eso es lo que deseo? —No se trata de su deseo. Se trata de lo que usted necesita. Ariadna apartó las mantas y se sentó con cuidado. —No hay nadie más aquí, Sevrin. Quiero saber qué te angustia. El silencio se quebró. Y entonces él habló. Sevrin respiró hondo. El aire pareció atorarse en su pecho antes de salir, pesado, como si cada palabra que estaba a punto de pronunciar le arrancara algo desde adentro. Ariadna lo observó sin apurarlo, con esa paciencia silenciosa que no correspondía a una niña de su edad, sino a alguien que había aprendido, demasiado pronto, a escuchar el dolor ajeno. —Cuando tenía ocho años —comenzó él, con la voz quebrada—, vivía con mis padres y mi hermana mayor en una pequeña granja, en las afueras del Reino de Aurelorn. No éramos ricos, pero nunca faltaba comida. Había risas… olor a pan caliente… y dos perros que dormían frente a la chimenea. Ariadna no dijo nada. Solo apretó los dedos contra la sábana. —Vivíamos cerca del bosque —continuó—. Necesitábamos agua para los animales y los cultivos. Una noche… un ogro derribó la puerta. Recuerdo el ladrido de los perros. Intentaron protegernos. Murieron primero. La voz de Sevrin se quebró. —Mi padre intentó detenerlo. Fue aplastado como si no fuese nada. Mi madre… mi hermana… —tragó saliva—. Vi cómo se los comía. Cómo trituraba sus huesos. Yo… me oriné encima. No pude moverme. Me quedé allí, mirando. Las lágrimas comenzaron a caer sin permiso. —Un mago llegó. Estaba cazando con su señor. Escuchó los gritos. Peleó contra el ogro… y lo quemó vivo. Yo sobreviví porque alguien más fue fuerte cuando yo no pude serlo. Ariadna sintió que algo se le rompía en el pecho. —Ese mago me llevó con él. Me envolvió en su capa. No me dejó mirar atrás. Se convirtió en mi maestro. —Sevrin cerró los ojos—. Me evaluó. Dijo que tenía talento. Me llevó a la Torre de la Cúpula Rúnica. La Torre. Ariadna prestó atención. —Allí no fue fácil. Me despreciaban. Huérfano. Campesino. Decían que no llegaría a nada. Yo estudié. Memoricé hechizos. Pócimas. Juré que nunca más huiría. Que nunca más tendría miedo. Alzó la mirada hacia ella. —Y fallé. El silencio cayó como una losa. Ariadna ya no pudo contenerse. Las lágrimas rodaron por sus mejillas, silenciosas, pesadas. —No importa tu edad, Sevrin —dijo con voz temblorosa—. Yo también tengo miedo. Yo también perdí cosas. Y aun así… sigues aquí. Eso no es fallar. El mago la miró, desconcertado. —No quiero que dejes de ser mi mago —continuó ella—. No ahora. No cuando por fin me hablas con honestidad. Se inclinó hacia adelante y tocó su frente con dos nudillos, un gesto íntimo, casi ritual. —Quédate conmigo. Sevrin se derrumbó. Apoyó la frente contra la cama y lloró como no lo había hecho en años. Ariadna le acarició el cabello con torpeza, como alguien que no sabía exactamente qué hacer, pero lo hacía igual. Después de eso, pasaron dos días. Dos días de reposo forzado. Ariadna odiaba quedarse encerrada, pero obedeció. Hasta que no pudo más. Salió del monasterio con Kairo, riendo, ensuciándose, corriendo entre árboles como si quisiera recuperar todos los años que nunca había tenido. Rodó en el barro. Se dejó caer sobre la tierra. Respiró. Estaba viva. Fue entonces cuando escuchó los gritos. Una mujer. Furiosa. Cruel. —¡Eres un inútil! Ariadna se detuvo. Vio a una mujer elegantemente vestida golpeando a un niño rubio. Sus piernas estaban marcadas de rojo. El niño no lloraba. Solo apretaba los dientes. —¡No lo golpee! —gritó Ariadna. La mujer se volvió. —¿Quién crees que eres? —No lo golpee. —¿Un plebeyo dándome órdenes? Levantó la fusta. Kairo saltó primero. Mordió el brazo de la mujer con ferocidad. Ella gritó. Cayó hacia atrás. —¡Ariadna! Rhydan apareció con varios guerreros. El niño rubio miraba a Ariadna como si estuviera viendo algo imposible. Ella se quedó allí, firme, con las manos temblando… pero sin retroceder. Por primera vez, no era la niña que necesitaba ser protegida. Era la que protegía.
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