Capítulo 13 ⚔️

1464 Palabras
La bestia bramó de dolor y rabia, sacudiéndose, tirando con sus músculos enormes. Pero las zarzas no eran cuerdas: eran hambre vegetal. Sus espinas se abrieron en puntas, como sanguijuelas, y comenzaron a sorberle una sangre negra, viscosa, que olía a hierro y barro viejo. El Torvën tambaleó. Su fuerza era monstruosa, pero hasta los monstruos se caen cuando les roban la vida. —¡No…! —Sevrin murmuró, aterrorizado y asombrado, porque lo que veía no era magia aprendida. Era un dominio instintivo. Una invocación demasiado precisa para una niña. Ariadna, sin embargo, no tuvo tiempo de celebrar nada. El Torvën, atrapado, giró el torso con violencia y agarró un leño partido —un poste arrancado—. Se lo lanzó a ella. El poste venía directo. Pesado. Suficiente para romperle costillas, cráneo, existencia. Ariadna levantó la mano derecha por puro impulso. Sintió su estómago revolverse, como si la energía le arrancara algo interno. Sintió la frente tensársele. Y por un segundo creyó que iba a vomitar luz. No voy a morir. El trueno estalló. Un rayo azul turquesa salió de su palma con una violencia limpia, cortante. El poste se pulverizó en el aire, volviéndose astillas que se abrieron como lluvia. Y la energía no se detuvo. Golpeó al Torvën. La cabeza de la bestia se deshizo como si fuese arcilla húmeda, como si el mundo hubiese decidido que ya era suficiente. El cuerpo cayó. El impacto sacudió el suelo. Un silencio se tragó el mercado durante un latido. Y entonces la realidad volvió con un golpe: gritos, llanto, susurros, pasos corriendo. Las zarzas se extendieron por los postes, por los techos, por la madera quebrada, como si quisieran reclamar el lugar entero. Y como un gesto de victoria, florecieron: flores azul violáceas con pistilos blancos, delicadas y orgullosas, en medio del desastre. Ariadna cayó de rodillas. Tragó aire como si se estuviera ahogando. Su mano ardía; no sentía bien los dedos. El sudor le empapaba la nuca, el pecho se le movía como si hubiera corrido días. Las zarzas, como si tuviesen conciencia, se acercaron a ella. La cubrieron. La sostuvieron. Un tallo subió hasta su codo herido y una flor soltó una luz suave, tibia, con partículas diminutas que parecían vivas. El dolor se apagó poco a poco. La fatiga se hizo más soportable… hasta que el sueño le cayó encima como una manta. Ariadna se derrumbó de lado. Y aun así, sonrió. Era absurdo, era una locura, era demasiado para una niña… pero por primera vez en su vida sentía el mundo debajo de su cuerpo y no una cama de hospital. Por primera vez había luchado. Por primera vez había ganado. Una mano la agarró de la nuca con cuidado y la levantó. Sevrin estaba cubierto de polvo, con los ojos abiertos como si no supiera si gritar o rezar. Cerca, la joven rubia que habían llamado la santa de Vaelmir la miraba con una inquietud que era casi devoción. Ariadna intentó hablar. Su lengua se sintió pesada. No lo logró. Y antes de poder insistir, el mundo se le apagó. Cuando despertó, el olor a flores era lo primero que la abrazaba. No el olor agresivo del mercado, ni el humo, ni el barro. Flores. Hierbas. Limpieza. Ariadna abrió los párpados con lentitud. Rayos de luz entraban por una ventana, cayendo en diagonales sobre un techo de madera bien trabajada. La cama no se mecía. No había crujido de barco. Había quietud. Se incorporó con un bostezo sonoro y se frotó un ojo. Las raices… pensó. Bajó la mirada y vio flores brotando a los pies de la cama, tallos naciendo de la madera como si la madera se hubiese rendido a su voluntad. Un escalofrío le subió por la espalda: su magia, incluso dormida, seguía viva. Sintió algo sujetándole la mano derecha. Miró. Una monja mayor, vestida de blanco, dormía con la mejilla apoyada en el antebrazo. Un hilo de baba colgaba de su labio. Ariadna parpadeó dos veces, entre confundida y ligeramente horrorizada. Con cuidado, liberó su mano. La mujer no despertó. Ariadna bajó de la cama, estiró los brazos y sintió su espalda crujir agradablemente. Estaba… demasiado bien. Descansada. Como si alguien le hubiese recogido los pedazos internos. La habitación tenía estanterías con libros, frascos con líquidos de colores, hierbas secas, raíces, metales. Y un frasco grande con ojos blancos —ojos de sapo— que le revolvió el estómago. —Qué asco… —murmuró sin querer. Entonces miró la puerta. Estaba abierta. Fuera, recostado contra la pared, abrazando su bastón como si fuera lo único que lo mantenía en pie, estaba Sevrin. Tenía ojeras profundas, el cabello desordenado, la ropa aún manchada de polvo. Ariadna dio un paso. El piso no crujió lo suficiente para despertarlo, pero su presencia pareció tocarlo: Sevrin abrió los ojos de golpe, como si hubiera estado esperando ese sonido toda la noche. —Mi… mi señora… —susurró, y el alivio le aflojó la mandíbula. Antes de que pudiera decir más, alguien entró con una olla metálica con agua tibia. Era ella: la rubia de ojos marrones, piel limpia, expresión controlada. La Santa de Vaelmir. Dejó la olla en una mesa y se acercó a Ariadna con una calma que no parecía humana en un mundo tan cruel. —Permítame —dijo. No esperó permiso. Tocó la frente de Ariadna con el reverso de la mano, como lo haría una madre. Ariadna sintió dos cosas: una calidez naciendo en su pecho… y un recuerdo de su vida anterior, tan nítido que dolía. Su madre tocándola en Navidad, creyendo que dormía, comprobando si seguía allí. La santa retiró la mano. —Está bien. —Su voz era serena, firme—. Su cuerpo solo necesitaba reposo. —Gracias… señorita —dijo Ariadna, esforzándose por sonar educada. —No es necesario. Como santa, es mi deber velar por quienes lo necesitan, sin distinción. Ariadna la observó, notando lo contenido de su rostro. Había emociones escondidas detrás, como si le hubiesen enseñado desde niña que sentir demasiado era pecado o debilidad. —No conozco sus costumbres —admitió Ariadna—, pero agradezco lo que usted y las monjas hicieron por mí… y por los heridos. La santa asintió despacio. —Es lo mínimo. Usted… —pareció medir las palabras— usted dio muerte al Torvën. Lo que hizo… salvó vidas. Ariadna frunció el ceño. —¿Dio muerte? No… yo solo… No le gustaba la palabra “asesina”. Le parecía sucia. Pesada. —Lo sé —dijo la santa, como si entendiera—. Pero para este pueblo, usted es la diferencia entre seguir temiendo al bosque… y respirar. La santa tomó la mano de Ariadna con delicadeza, pidiendo permiso con la mirada antes de guiarla hacia la salida. Ariadna miró a Sevrin al pasar. Él se puso de pie torpemente, como si sus huesos fueran de madera vieja. —No me dejes —dijo Ariadna en voz baja, sin pensar. Sevrin tragó saliva. —No lo haré, mi señora. Caminaron por pasillos limpios, con paredes decoradas con flores pintadas. Había cuadros —retratos de personas—, y una quietud que se sentía consagrada. Al fondo, un rumor creciente, como olas humanas. La santa abrió una puerta hacia un balcón amplio. Dos guardias con lanzas y armaduras lustrosas inclinaron la cabeza con respeto. Y el ruido estalló. Una multitud abajo —humanos, semi humanos, rostros de todo tipo— levantó las manos. Gritaban como si el mundo se hubiese salvado en una tarde. —¡Es la Señora de las Flores! —¡La Señora de las Flores! —¡Gratitud a la Señora de las Flores! Ariadna se quedó inmóvil, abrumada. Nunca en su vida la habían mirado así. En su vida anterior la miraban con pena, con lástima, con paciencia forzada. La admiración era algo ajeno, casi irreal. Uno de los guardias murmuró: —Salúdelos, mi señora. Ariadna levantó la mano… a medias. La santa se inclinó hacia ella, con un brillo cálido por fin escapando de su máscara. —¿Cuál es su nombre, mi señora? Ariadna parpadeó. Por un instante quiso decir “Ariadna”, quiso afirmarse en su nueva existencia… pero la costumbre vieja, el nombre que aún flotaba en la boca de los otros, se le impuso. —Ariadna —dijo al fin, con firmeza. La santa asintió, como si guardara el nombre en un altar. —Preséntela adecuadamente —indicó al guardia. El hombre se enderezó, se llevó la mano a la garganta y su voz tronó, clara: —¡Saluden a Ariadna, la Señora de las Flores! La multitud rugió. Y Ariadna sintió algo extraño, algo peligroso: Que por primera vez… el mundo le estaba dando un lugar.
Lectura gratis para nuevos usuarios
Escanee para descargar la aplicación
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Autor
  • chap_listÍndice
  • likeAÑADIR