Sevrin corría como si el suelo fuese a tragárselo.
No era la primera vez que el mercado se convertía en un nido de caos, las multitudes eran así: un solo grito bastaba para desatar estampidas, pero aquella vez el pánico tenía un sabor metálico, un olor agrio en la lengua, como si el aire hubiese sido mordido por una bestia. La gente empujaba, tropezaba, lloraba; algunos tiraban canastas, otros aplastaban mercancía sin siquiera mirar atrás, como si el simple hecho de voltear fuese una sentencia.
Sevrin no veía puestos ni telas ni frutas. Solo veía una idea fija que le perforaba el cráneo:
Si algo le pasaba a Ariadna, él moría.
No era una exageración dramática, no era una frase bonita. Era un hecho. Si el segundo sol de Asterfell sufría un rasguño serio bajo su custodia, Lorian Drakenhart no pediría explicaciones. No daría oportunidades. No existiría “fue un accidente”, ni “la multitud”, ni “no pudimos impedirlo”. Solo existiría el castigo.
Y Sevrin conocía los castigos de Lorian como se conoce el filo de un cuchillo: sin necesidad de tocarlo.
Su bastón golpeó el suelo de piedra y barro mezclados.
Una sacudida de maná le atravesó los talones, una punzada eléctrica que le subió por la espalda. El hechizo de desplazamiento era tosco para usarse entre tanta gente demasiada masa humana, demasiada energía ajena, pero era eso o resignarse a quedar atrapado en un río de cuerpos.
El bastón golpeó otra vez.
Un metro adelante.
De inmediato recibió un codazo en el costado, una rodilla contra su muslo, un grito en la oreja. Sevrin apretó los dientes, tragándose el insulto. En otro momento habría maldecido en alto, habría apartado a cualquiera con un empujón y una sonrisa venenosa, pero el momento no era “otro”. El momento era un animal rugiendo. El momento era Ariadna demasiado cerca de ese rugido.
Volvió a golpear el bastón.
Dos metros.
Esta vez alcanzó un claro breve entre puestos derrumbados. Vio gallinas desparramadas, plumas por el aire, jaulas volcadas, un puesto de carnes destrozado como si una mano gigante hubiese arrancado la mitad del mundo para comérselo.
Y entonces la vio.
La bestia.
Una masa oscura, enorme, con cuernos que parecían troncos pulidos por la violencia. No era un toro común; los Torvën no eran “animales”, eran calamidades con hambre. Se decía que eran territoriales, que oían el corazón humano como si fuese un tambor, que aprendían rutas y reconocían olores. Se decía, también, que cuando probaban sangre… ya no volvían a comer otra cosa.
Carnívoros desde los pies hasta el alma.
Sevrin sintió el estómago dársele vuelta.
No entendía cómo un Torvën había terminado dentro de Velyria, atravesando callejones, destrozando puestos, rompiendo un mercado entero como si fuese de papel. Pero lo que “no entendía” era irrelevante. Lo que importaba era lo que sentía:
El maná de Ariadna, vibrando demasiado cerca.
Como una vela encendida junto a un barril de pólvora.
—No… —se le escapó, ronco, al tiempo que su visión buscaba entre cuerpos, madera partida y humo.
Una sombra se movió. Dos guerreros de los que se habían quedado cerca de ella intentaron frenar al monstruo con valentía que rozaba lo inútil. Corrieron hacia el Torvën con armas en mano, gritando algo que la multitud no escuchó. La bestia giró el torso, alzó uno de sus brazos gruesos y… los golpeó.
Fue como ver muñecos de trapo salir volando.
Los dos cuerpos impactaron contra un puesto donde aún había animales vivos. El chillido de las criaturas se mezcló con el estruendo, con el polvo, con los gritos humanos. Los hombres quedaron tendidos, quejándose, pero no volvieron a levantarse.
Un caballero, uno de los más disciplinados, alzo su lanza. La arrojó con precisión, clavándola en el pecho del Torvën. La madera se hundió, la punta desapareció bajo piel y músculo, y por un instante Sevrin creyó que tal vez…
El Torvën bramó.
No fue un bramido normal. Fue un sonido áspero, viejo, como una sierra atravesando piedra. Baba espesa salió disparada. Su pecho se infló. Sus ojos sin pupila, vacíos, monstruosamente quietos se enfocaron en el caballero.
—¡Ah! —exclamó el hombre cuando la bestia lo agarró por una pierna.
Lo levantó boca abajo, lo agitó como si estuviese sacudiendo polvo de una alfombra, y lo arrojó lejos. El cuerpo cayó en un lodazal con un golpe húmedo, grotesco, como si el barro hubiera devorado carne.
Sevrin sintió la garganta seca.
—Armiara… —murmuró, y por fin la encontró.
La doncella estaba a un lado del camino, entre restos de mercancía y una canasta rota. Tenía una herida en la esquina de la frente, una línea roja que había bajado hasta su ceja. Estaba inconsciente.
La culpa le mordió el pecho, pero no tuvo tiempo para alimentarla. Porque al mirar más allá…
Vio a Ariadna.
Pequeña. Demasiado pequeña.
Ariada estaba cerca de la tarima de la subasta, con los Khorai todavía encadenados detrás, gritando, temblando. Y frente a ella, el Torvën había girado su cuerpo entero, como si oliera algo distinto. Como si oliera lo que ella era.
Sevrin tragó saliva.
Buscó a Kairo con la mirada. No lo vio. Maldijo por dentro. Ese animal solía estar pegado a ella como una sombra cálida, pero en el caos se perdían incluso las sombras.
No quería usar magia. No allí. No en un mercado lleno de gente. No con puestos inflamables, no con madera seca, no con niños corriendo y ancianos cayendo. No era un campo de batalla diseñado, era una trampa de civiles.
Pero no había elección.
Sevrin plantó el bastón.
La gema en la punta se calentó hasta enrojecer.
El maná se le acumuló en los brazos como un peso vivo, como si un río se hubiese vuelto espeso dentro de sus venas. Sus labios pronunciaron las palabras antiguas de la torre de la Cúpula Rúnica: sílabas cortas, duras, que cortaban el aire.
Un ataque de nivel tres.
Debía bastar.
Debía.
El Torvën alzó una mano peluda hacia Ariadna.
La sombra de esa mano la cubrió. El mercado pareció apagarse por un instante, como si el sol también tuviese miedo.
Y entonces Sevrin gritó:
—¡Impacto!
La esfera de fuego nació con un rugido, giratoria, densa, y se lanzó directo al monstruo.
Ariadna, con el corazón golpeándole el pecho como si fuese una alarma, vio el ataque aproximarse y sintió, con una mezcla de alivio y humillación, que Sevrin había tenido que salvarla.
Su primer instinto fue apartarse, correr, esconderse. Pero sus piernas se negaron por un segundo, como si el terror aún recordara su vida anterior: la cama, los tubos, la imposibilidad de huir.
El Torvën reaccionó con una rapidez imposible.
Agarró el aire con su mano, como si el fuego fuese un objeto sólido.
Y desvió el ataque.
La esfera salió disparada hacia un costado, arrasando un tramo de locales. Madera, telas y mercancía estallaron. El humo se levantó, las llamas lamieron columnas, y un grito colectivo nació de donde antes había vida.
Sevrin soltó una maldición.
—¡Por los cielos…!
Ariadna respiró profundo, obligándose a sentir el aire. A no caer en el espiral.
Su pecho se subía y bajaba rápido. Demasiado rápido. Pero mientras el miedo la zarandeaba, un pensamiento duro como una piedra se le asentó en el centro de la frente:
No soy débil. Ya no.
Y no era solo orgullo. Era una necesidad.
Detrás de ella, los Khorai lloraban, tiraban de sus cadenas, abrazándose como si el abrazo fuese una muralla. Nadie los estaba defendiendo. Nadie iba a hacerlo. La gente huía, los guardias caían, los guerreros estaban lejos o heridos.
Si ella no hacía algo, el Torvën los aplastaría igual que aplastaba puestos.
Ariadna tragó saliva. El sabor de la tierra y el miedo se le mezcló.
Y entonces, como un susurro que venía desde un lugar sin paredes, escuchó una voz femenina, dulce y antigua. La misma voz que había oído antes de despertar en el agua, antes de tener cuerpo.
Cuatro palabras se le posaron en el oído como un beso frío:
Juicio del Bosque Hambriento.
Ariadna repitió el conjuro.
Lo dijo con voz de niña, pero con algo más detrás: una intención que no era infantil.
— Juicio del Bosque Hambriento.
El mundo respondió.
La tierra se quebró con un crujido. No fue un simple brote: fue un estallido vegetal, un llamado contestado con júbilo. Raíces moradas, gruesas como serpientes, emergieron con espinas azuladas que brillaban como si hubiesen sido mojadas en luna.
Subieron.
Envolvieron al Torvën.
Se le clavaron en el cuerpo.