Capítulo 11 ⚔️

1502 Palabras
No dejaría que esos niños murieran encadenados. Saltó entre dos hombres que peleaban por escapar. Se deslizó bajo una mesa caída. Kairo rugió atrás de ella, siguiéndola a toda velocidad. Y al fin llegó a la tarima. Los Khorai la miraron. Ojos azules. Llenos de terror. Llenos de súplica. Y detrás de ella… el Torvën giraba la cabeza hacia ellos. Ella tragó saliva. Y dio un paso adelante. Como si el mundo entero quisiera devorarla. La enorme sombra del Torvën cayó sobre Ariadna como una tormenta que devoraba la luz. Su aliento caliente y rancio le golpeó el rostro mientras el mundo entero parecía detenerse. Los gritos, la multitud corriendo, la madera astillándose… todo desapareció en un zumbido grave y profundo que le llenó los oídos. En su pecho, algo ardía. Un calor extraño. Denso. Como si una llama se hubiese encendido desde adentro. Kairo gruñó con toda la fuerza de su pequeño cuerpo, los dos mechones de su doble cola erizados como lanzas. La niña sintió su presencia pegada a su pierna, temblorosa pero firme. El Torvën bajó el hocico, mostrando sus colmillos manchados de sangre y espuma. Sus ojos negros, sin pupila distinguible, se fijaron en ella como si fuese un bocado exquisito. Y en ese instante… …la memoria de Ariadna se quebró entre dos vidas. El hospital. La cama estrecha. Los tubos conectando sus brazos. El sonido persistente de los monitores. La impotencia de no poder mover ni un solo músculo sin ayuda. Y ahora, allí, de pie… ¡De pie! Con piernas que temblaban, sí, pero que eran suyas. Con un corazón latiendo tan fuerte que parecía querer romperle el pecho. Con un aire que llenaba sus pulmones sin dolor. —No —susurró. El Torvën dio otro paso, resoplando. —¡No! —gritó esta vez. Kairo se lanzó delante de ella, como un rayo plateado. Pero el monstruo era demasiado grande. Un simple manotazo de la bestia bastó para que el gato ardilla saliera rodando varios metros, golpeando una pila de cajas de madera. Ariadna soltó un alarido desgarrador. —¡Kairo! El Torvën bajó la cabeza, listo para cargar contra ella. Y entonces la niña sintió que algo se desprendía bajo sus pies. Como raíces invisibles. Como un pulso subterráneo. Como un latido que no era suyo… pero también lo era. —No te acerques —dijo, con la voz quebrada por la adrenalina. Una vibración leve recorrió el suelo. El Torvën dudó. Solo un segundo. La multitud vio algo imposible: la tierra bajo los pies de Ariadna se abrió en pequeñas grietas luminosas, como si luz líquida se filtrara desde el corazón mismo de Elandor. Sevrin llegó corriendo en ese instante, sudoroso, pálido, el bastón en mano. —¡Mi señora, retroceda! ¡No puede enfrentarlo! Pero Ariadna no lo escuchó. El monstruo bramó, un rugido tan potente que las ventanas cercanas estallaron, y volvió a correr hacia ella. Ariadna apretó los dientes. Y el mundo respondió. La vibración se convirtió en un estallido. Una columna de energía brotó desde el piso, no de fuego, ni de agua, ni de tierra… sino de luz pura, una luz blanca con bordes lilas, idéntica al color de sus ojos. La energía golpeó el pecho del Torvën como un ariete divino, levantándolo casi medio metro del suelo. La bestia cayó de costado, derrapando por el suelo del mercado, destruyendo un puesto de melzanas y otro de vasijas. La gente chilló. Los guerreros se quedaron quietos, sin saber qué estaban viendo. Sevrin parpadeó, incrédulo, como si intentara recordar cada hechizo de la torre arcana para encontrar una explicación. —Esa energía… —balbuceó—. Eso no es magia elemental… ¡eso es magia de esencia! Andra temblaba, con las manos en la boca. —Mi señora… usted… Ariadna respiraba agitada. No sentía las piernas. Sus manos vibraban. El calor que había despertado dentro de ella no se calmaba; crecía, ardía, como si fuese un pequeño sol a punto de estallar. El Torvën se removió, sacudiendo la cabeza con furia. No estaba muerto, ni cerca. —¡CAPTURADLO! —gritó Sevrin a los guerreros. Pero ya era tarde. El Torvën volvió a levantarse con una velocidad imposible para un cuerpo tan voluminoso. Sus pezuñas golpearon el suelo con fuerza, dejando marcas profundas, y sus ojos se clavaron de nuevo en la niña. Y entonces, pasó algo peor. El Torvën embistió… …pero no hacia Ariadna. Sino hacia la tarima donde los niños Khorai seguían encadenados, llorando. —¡NO! —Ariadna extendió la mano. El monstruo levantó la tarima como si fuera un trozo de papel. Los gritos de los Khorai reventaron el aire, los más pequeños se enroscaron sobre sí mismos, temblando, sin poder escapar. El Torvën estaba a punto de aplastarlos. En ese segundo, Ariadna no pensó. No razonó. No tuvo miedo. Solo sintió. La energía volvió a brotar de su interior, pero esta vez con más fuerza, más caliente, más viva. Un círculo de luz se formó alrededor de sus pies, expandiéndose como una onda que desplazaba el polvo del mercado. Andra gritó su nombre. Sevrin extendió su bastón. Kairo, tambaleante, se reincorporó con un maullido ronco. Y Ariadna corrió. Corrió como nunca había podido correr en su vida pasada. Corrió con el corazón incendiado. Corrió sabiendo que sus piernas podrían fallar… …pero confiando en que no lo harían. El Torvën bajó la cabeza para embestir a los Khorai. Ariadna saltó. El tiempo se estiró. Una pluma flotó en el aire. Un vaso volcado cayó con lentitud. Un pétalo de melzana rodó por el piso. Y la niña, con su pequeña mano extendida, tocó la frente del monstruo. La luz explotó. Un estruendo sacudió Velyria entera. Los pájaros del puerto levantaron vuelo. El agua del Canal de los Tres Vientos se agitó como si un gigante la hubiese golpeado. Los edificios más cercanos retumbaron. La energía surgió en forma de un rayo expansivo, empujando al Torvën con tal fuerza que el monstruo fue lanzado como una flecha gigante, estampándose contra la pared de un almacén de piedra al otro lado de la calle. El choque hizo temblar el suelo. El silencio cayó en un instante. Ariadna cayó de rodillas. Su respiración era un hilo. Sus manos temblaban violentamente. Un cosquilleo doloroso recorrió toda su columna. Sevrin llegó primero, arrodillándose junto a ella. —Mi señora… —susurró, sin atreverse a tocarla—. ¿Qué… qué fue eso? Ariadna levantó la mirada, los ojos brillantes y húmedos. Pequeñas motas lilas flotaban alrededor de sus pestañas como cenizas luminosas. —No lo sé… —susurró ella. Kairo corrió hasta su lado, frotándose contra su pecho, sollozando con su peculiar ronroneo vibrante. Ariadna lo abrazó con ambas manos, hundiendo la cara en su pelaje para ocultar sus lágrimas. Sus hombros temblaban. —Pensé que… pensé que lo perdería —susurró. Sevrin tragó saliva, sintiendo un escalofrío que le subió por la columna. No tanto por el Torvën. Sino por ella. Esa niña… Esa niña tenía un poder que jamás había visto. Ni siquiera en los archivos protegidos de la torre. Ni siquiera en los grimorios del Consejo Arcano. Y solo había tenido nueve años. ¿Qué pasaría cuando creciera? Los guerreros llegaron por fin, espadas listas, mirando al Torvën aturdido e inconsciente al otro lado de la calle. El caballero que lideraba el grupo respiró profundo. —Mi señora… usted… nos ha salvado la vida a todos. Pero Ariadna no les prestó atención. Su mirada estaba fija en los niños Khorai, ahora temblando, jadeando, algunos con la mirada perdida, otros llorando. Ella se levantó, tambaleando. —¿Podemos… ayudarles? —preguntó, con voz temblorosa—. No quiero dejarlos así. El silencio entre los guerreros fue inmediato. Sevrin apretó su bastón. Los Khorai eran esclavos. Mercancía. Propiedad legal de alguien. Nadie podía liberarlos sin enfrentar consecuencias. Excepto alguien… Excepto el segundo sol de Asterfell. Ariadna apretó su capa y avanzó hacia ellos. Sus ojos violetas brillaban con una determinación que no correspondía a una niña. —Sevrin… ¿podemos comprarlos? El mago tembló. —Mi señora… son criaturas caras. Y usted es solo una niña, las leyes de Valmeren… Ariadna lo miró con una dulzura devastadora. —Por favor. Sevrin sintió una presión en el estómago. Como si hubiese sido golpeado por un hechizo de compasión pura. Suspiró, resignado. —Hablaré con el vendedor —dijo finalmente—. Pero… no será barato. Los guerreros murmuraron. Andra se arrodilló junto a uno de los pequeños Khorai, que temblaba como una hoja. Ariadna tomó la mano del niño. La piel estaba fría. Muy fría. El Khorai la miró con ojos azulados, dilatados por el terror. Y pronunció una palabra en su lengua. Una palabra que nadie entendió, excepto ella. —¿Qué dijo? —preguntó Andra. Ariadna sonrió débilmente. —Dijo… “luz”. La multitud estalló en susurros detrás de ellos. El segundo sol de Asterfell… Había brillado de verdad. Y Elandor entero temblaría por ese detalle.
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