Personas encadenadas por el cuello, muñecas y tobillos.
Vestidos con harapos.
Cubiertos de golpes.
Mosquitos rondando heridas frescas.
Y entonces…
la voz de un comerciante se elevó, orgullosa y cruel.
Ariadna sintió que el mundo se detenía.
—¿Qué… es esto? —preguntó, con el estómago retorcido.
Andra se arrodilló frente a ella, intentando cubrirle la vista.
—Mi señora, no mire…
Pero Ariadna ya había visto demasiado.
—¿Aquí… existe la esclavitud? —preguntó a un hombre mayor a su lado.
El anciano la miró con lástima.
—Sí, pequeña. Velyria permite el comercio de todo lo que pueda venderse… incluyendo personas.
Ariadna sintió arcadas.
Cerró los puños con fuerza.
Recordó hospitales, camillas, cuerdas, el sentimiento de estar atrapada en un cuerpo que no respondía.
Recordó la impotencia.
Y la impotencia siempre se parecía a una cadena.
El murmullo del mercado se quebró como un cristal. Ariadna no podía apartar los ojos de la tarima. La escena la perseguiría incluso si cerraba los párpados: cuerpos delgados y sucios, ojos vacíos, cadenas apretando piel herida. Sentía que un peso invisible le hundía el pecho, y un temblor que comenzaba en sus dedos se extendía hasta sus brazos. Una oleada de náuseas ascendió por su garganta, pero la niña contuvo el impulso.
—Mi señora… por favor, no mire —suplicó Andra, arrodillándose para bloquearle la vista con su propio cuerpo.
Ariadna no se movió. Como si sus pies se hubieran soldado allí.
Como si el mundo la obligara a verlo todo.
—¿Por qué los tienen así? —preguntó, su voz apenas un soplo.
Un anciano cercano, con manos curtidas de cargar sacos, le respondió sin dureza, pero con una resignación que parecía arrastrar décadas de injusticias a cuestas.
—Hija… aquí la esclavitud nunca desapareció. Velyria es un mercado de libre comercio. Si pagas el permiso, puedes vender lo que quieras… y ya ves lo que algunos consideran mercancía.
Ariadna sintió un escalofrío violento.
En su antiguo mundo había sufrido limitaciones, dolor, tratamientos… pero jamás había sido propiedad de nadie. Jamás la habían encadenado físicamente.
Pero emocionalmente sí.
Y su cuerpo recordaba ese tipo de prisión.
—¿Por qué son esclavos? —volvió a preguntar, forzándose a mirar al anciano a los ojos.
—Algunos nacieron siéndolo —respondió él—, otros fueron vendidos por sus propias familias, porque no tenían cómo alimentarlos. También están los que pidieron préstamos y no pudieron pagarlos. Cuando alguien no tiene tierra ni bienes para devolverle el dinero al prestamista… se entrega a sí mismo. Y se vende.
Ariadna sintió que algo se quebraba dentro de ella.
Una niña en un cuerpo pequeño, sí… pero su alma era la de alguien que había entendido muy bien lo que significaba ser impotente ante la vida.
—¿Y no pueden… escapar? —susurró.
—Las cadenas no los mantienen quietos —contestó el anciano, con voz grave—. Lo que los detiene es el miedo. Quien intenta huir suele ser castigado hasta perder la razón. O la vida.
Kairo gruñó suavemente, enojado, presionando su cuerpo esponjado contra la pierna de Ariadna, como si intentara reconfortarla. Su pelaje erizado advertía un peligro inminente, pero la niña estaba demasiado absorta para notarlo aún.
Los murmullos crecieron.
El subastador de piel bronceada levantó los brazos y gritó:
—¡Atención, señoras y señores! Hoy tenemos mercancía especialmente valiosa: niños Khorai, perfectos para servir en casa o calentar las camas de sus amos. ¡Fuerza para levantar costales, obediencia absoluta y larga vida útil!
Ariadna sintió que el aire se volvía espeso.
Los Khorai.
Niños de piel pálida con cabellos negros o plateados, ojos azules intensos y un cuerno oscuro sobresaliendo de la cabeza. Sus rostros eran casi angelicales, pero sus cuerpos estaban cubiertos de golpes, moretones y un temblor que delataba agotamiento.
A ella no le había importado su r**a hasta ese instante: eran niños como ella.
Niños que temblaban de miedo.
Un hombre de la multitud gritó:
—¿Es cierto que los Khorai tienen los dos sexos?
Ariadna abrió los ojos con sorpresa. No entendía qué significaba eso en ese mundo. No alcanzó a pensar en ello.
El subastador agarró brusco a uno de los Khorai, le tiró del brazo y casi lo dejó caer hacia atrás. Con una crueldad despreocupada, le levantó los harapos, exponiéndolo frente a todos.
El silencio fue espeso, inmundo.
Ariadna sintió que su cara ardía, no de vergüenza… sino de indignación pura.
Kairo emitió un gruñido profundo, tan grave que incluso un par de adultos retrocedieron un paso.
—¿Viste eso? —comentó un hombre—. Son… completos. Por eso los pagan tan caro.
—Servirán para todo… —respondió otro, con ojos brillantes de deseo.
Una nausea punzante agitó el estómago de Ariadna.
Sentía que si hablaba, vomitaría.
Los ojos del Khorai, enormes, azules y asustados, buscaron al público.
Se toparon con los de Ariadna.
Y en ese solo instante, la niña sintió una conexión brutal e indescriptible.
La desesperación en ese rostro era la misma que ella había sentido encerrada entre máquinas, incapaz de mover las piernas, incapaz de respirar sin ayuda.
El subastador siguió hablando.
—¡Comencemos la puja en cincuenta Anulls!
Ariadna abrió la boca.
Iba a decir algo.
Algo muy peligroso.
Pero un sonido extraño, como un zumbido oscuro, cortó la tensión.
—¿Qué… es eso? —susurró ella.
Un grupo de partículas negras cayó desde lo alto, como si alguien hubiese espolvoreado cenizas malignas sobre parte de la multitud. Ariadna rastreó el origen y lo vio entre la gente: un hombre sin camisa, con símbolos grabados sobre la piel, ojos delineados en n***o y pantalones amplios. Su presencia emanaba algo desagradable. Sevrin lo vio también y frunció el ceño.
El hombre murmuraba palabras en una lengua desconocida, sofocada, como si escupiera sombras.
Ariadna no sabía qué era, pero Kairo sí.
El animal bufó, erizando cada centímetro de su pelaje.
Y entonces, como si el destino hubiera estado esperando ese preciso punto…
Un estruendo sacudió el mercado.
—¡CORRAN! ¡TORVËN! —gritó alguien desesperado.
Ariadna giró hacia la izquierda en el mismo instante en que una tienda completa salió disparada por los aires, madera y telas volando como si fueran hojas secas de otoño.
Un rugido.
Un bramido gutural.
Un golpe que hizo temblar el suelo bajo sus pies.
Un Torvën.
Una bestia tan grande como dos bueyes juntos, de pelaje oscuro, cuernos retorcidos como fragmentos de roca volcánica y brazos gruesos como troncos de árbol. Sus ojos estaban inyectados en sangre, y espuma blanca caía de sus fauces.
—¡Por las lunas! —exclamó un guerrero, retrocediendo con la espada a medio desenfundar.
El Torvën embistió hacia adelante, arrollando puestos, carros, mesas, personas. La pandilla de mercaderes corrió en todas direcciones, gritando, empujándose entre sí. El caos estalló como una explosión.
—¡Al navío! ¡Protéjanla! —gritó Sevrin, sacando su bastón.
Ariadna sintió cómo Andra la sujetaba con fuerza por las axilas y trataba de levantarla, pero tropezaron. Ambas cayeron en la tierra dura, rodando. Un poste de madera se estrelló a centímetros de sus cabezas.
El Torvën volvió a bramar y lanzó por los aires un puesto entero de telas. Varias personas quedaron debajo, aplastadas.
Ariadna no podía respirar. El aire le quemaba los pulmones.
Andra forcejeaba para levantarla, pero la multitud se las venía encima, corriendo sin ver hacia dónde pisaban.
—¡Mi señora! ¡Mi señora, por favor! —suplicó Andra, desesperada.
Pero Ariadna ya no estaba escuchando.
Sus ojos estaban fijos en los Khorai.
Los niños seguían encadenados.
Gritaban, tiraban de los grilletes, intentaban huir, pero la cadena los sujetaba al suelo.
El Torvën comenzaba a cambiar su trayectoria, guiándose por los gritos más agudos.
Hacia ellos.
Y en ese instante, algo hizo clic dentro de ella.
Una chispa.
Un instinto.
Una certeza que nació desde lo más profundo de su alma renacida.
Ella sabía lo que era no poder moverse.
Ella sabía lo que era depender del mundo.
Ella sabía lo que era el terror absoluto de ser incapaz de salvarte siquiera a ti misma.
Pero ahora… ahora tenía piernas.
Ahora tenía aire.
Ahora podía correr.
Y lo hizo.
Soltó a Andra con un movimiento brusco.
Se puso de pie tambaleándose.
Y corrió.
—¡MI SEÑORA! —gritó Sevrin—. ¡No!
La multitud, en estampida, la golpeó desde todos los lados. Le empujaron los hombros, la chocaron, le hicieron perder el equilibrio. Sus manos se llenaron de lodo al caer, una y otra vez. Un codo ajeno chocó contra sus costillas, arrancándole un gemido.
Pero Ariadna se levantó.
Otra vez.
Y otra vez.
Y otra.
Pasó entre guerreros que trataban de alzar barreras mágicas, esquivó fragmentos de madera volando, sintió la vibración del suelo con cada pisotón del Torvën.
Andra lloraba detrás de ella, sin poder alcanzarla.
Sevrin gritaba órdenes.
Los caballeros intentaban contener a la gente para no perderla.
Pero Ariadna ya había tomado una decisión.