Al día siguiente Ariadna avanzaba con pasos cortos, casi tímidos, mientras sus ojos violetas se movían de un punto a otro con una curiosidad expansiva. La escena frente a ella era como una pintura viva: un muelle saturado de movimiento, voces superpuestas, mercancías coloridas y, sobre todo, criaturas que ella solo había imaginado en libros o ilustraciones de fantasía. La niña se detuvo un instante, apenas respirando; necesitó hacer un esfuerzo consciente para recordar que debía inhalar y exhalar. Había soñado toda su vida con caminar por el mundo como una niña normal… y ahora estaba allí, rodeada de vida.
No solo vio humanos: también notó a varios semi-humanos moviéndose de un lado a otro con total naturalidad. Algunos tenían orejas largas y puntiagudas, otros colas que se mecían suavemente detrás de sus cuerpos; incluso distinguió a dos enanos, bajitos, robustos y con barba trenzada. En la Tierra jamás había podido ver algo así. Cada r**a vestía de acuerdo a su vida y oficio: había quienes usaban simples pantalones de cuero curtido y camisas gastadas, mientras que otros, probablemente de mejor posición económica, lucían chalecos bordados y telas más finas.
Ariadna comprendió algo muy rápido: el dinero mandaba incluso allí, en ese mundo que parecía tan ajeno. Quien tenía recursos lucía mejor, caminaba más seguro y recibía más respeto. La desigualdad no era propia de un solo mundo.
—Mi señora. —La voz de Sevrin la sacó de su pequeña reflexión. El mago guardaba una bolsita de tela marrón en uno de los bolsillos de su túnica—. He contratado lavaderos para que limpien la cubierta del navío. También establecí turnos entre los hombres para que ninguno de ellos deje el barco desatendido. ¿Le parece bien?
Era extraño que un hombre de casi treinta años le pidiera aprobación a una niña de nueve, pero Ariadna sabía que eso tenía un motivo: su posición como segundo sol de Asterfell. Ella no lo había pedido, pero todos parecían estar conscientes del peso de ese título.
—Creo que puedo confiarte eso —respondió ella con serenidad, entrecerrando suavemente los ojos—. Solo asegúrate de que nadie entre en mi camarote. No quiero que toquen mis pertenencias.
Sus garabatos y dibujos eran importantes. Allí tenía diseños de ropa, bosquejos de recuerdos de su vida pasada y anotaciones sobre lo que iba aprendiendo de Elandor. No deseaba que nadie los viera ni los juzgara como garabatos sin sentido.
—No se preocupe, mi señora —aseguró Sevrin, inclinando ligeramente la cabeza—. El interior del navío está bajo responsabilidad exclusiva de nuestra tripulación.
Ariadna asintió, al tiempo que Kairo —el enorme gato-ardilla— se colocaba a su lado, presionando suavemente su cuerpo esponjado contra la capa negra de la princesa. Fue ese sonido grave, casi un ronroneo animal, lo que la hizo voltear. Pero antes de poder acariciarle la cabeza, escucharon pasos presurosos.
Andra descendía por la escalera del barco casi volando. Sujetaba su falda azul por los costados para evitar pisársela y caer. Las mejillas rosadas por la carrera hacían resaltar sus pecas, mientras que su cabello rubio dorado brillaba bajo la luz del sol matutino.
—Disculpe la demora, mi señora —exclamó la joven, respirando rápido—. No encontraba mi peine.
—No importa —dijo Ariadna, impaciente por ver lo que había más allá del muelle—. ¿Podemos irnos?
—Claro que sí —respondió Sevrin… aunque sus ojos siguieron a Andra con más detenimiento del que pretendía.
Ariadna lo notó, por supuesto. Todo lo notaba.
La pequeña ajustó su capa y se aferró a la emoción que la inundaba desde que puso un pie fuera del navío. Era la primera vez que, desde que despertó en ese mundo, saldría verdaderamente a explorar. Una parte de ella quería correr, gritar, reír, tocarlo todo… pero la otra parte se mantenía firme, recordándole que debía mantener la compostura, como alguien de su rango.
—En marcha —dijo ella, tratando de sonar solemne, aunque su tono traicionaba cierta explosión de entusiasmo infantil.
Entonces se detuvo en seco.
—Oigan… no tengo dinero.
Lo declaró tan seria que Andra tuvo que cubrirse la boca para no reír. Sevrin, en cambio, se inclinó un poco hacia ella.
—El rey Lorian Drakenhart dispuso una mensualidad generosa para usted —explicó el mago, con un deje de orgullo en su voz—. Puede comprar cuanto desee.
Ariadna parpadeó.
¿Qué pretendía ese hombre con ella?
¿Protección? ¿Un arma? ¿Afecto?
¿Una promesa a futuro?
Sacudió su cabeza. No quería pensar en Lorian todavía. No en la forma peligrosa en que ese pensamiento comenzaba a insinuarse.
—Vamos —insistió, queriendo enterrar esa sensación.
Andra le tomó la mano. Ariadna se sorprendió, pero la chica le sonrió con suavidad.
—Mi señora, habrá muchísima gente. No puedo permitir que se pierda.
La niña no quería ser tratada como un bebé… aunque sabía que, comparada con los demás, era minúscula. Así que aceptó el gesto.
—Gracias, Andra.
La rubia casi se derritió. Ariadna no lo entendía, pero la joven sirvienta encontraba adorable cada pequeño gesto, cada inflexión de voz y cada mirada de la princesa. Era difícil no hacerlo: esas pestañas largas, la piel fina y luminosa, ese cabello n***o azabache que parecía peinado por hadas… La niña era un pequeño prodigio de belleza complicada de ignorar.
Sevrin observó la mano entrelazada entre ambas, pero no comentó nada.
Pronto, se reunieron con los hombres que esperaban al final del muelle. Rhydan fue el primero en acercarse, agitando ligeramente las espadas cortas que llevaba a sus caderas.
—Mi señora, la aguardábamos.
—Gracias —respondió ella, mirando al grupo completo—. A quienes Sevrin les dio el día libre… diviértanse.
Los guerreros y caballeros se miraron entre sí, sorprendidos. Un noble dando días libres no era habitual, y mucho menos uno tan joven. Aun así, agradecieron con inclinaciones profundas.
Los caballeros ya fantaseaban con beber hasta perderse en la primera taberna. Los salvajes planeaban beber, pelear y buscar compañía carnal en los prostíbulos más ruidosos de Velyria. Ariadna no entendía del todo por qué estaban tan emocionados, pero le resultaba gracioso verlos casi saltar de alegría.
Cuando emprendieron su camino, la niña quedó atrapada en un torbellino de sonidos y colores. La calle principal estaba abarrotada: puestos de frutas (Melzanas y Pervelas), montañas de verduras, ropa, armas, artesanías, panes recién horneados e incluso pequeños frascos brillantes que parecían contener polvo de hada. Era tanta información que sus ojos iban de un lado a otro sin descanso.
Y entonces, sin aviso…
las lágrimas cayeron.
Ariadna se las limpió rápido, avergonzada.
Pero nadie dijo nada.
Ni siquiera Kairo, que solo apoyó su enorme cabeza esponjada contra su cadera.
Ella estaba conmovida: por primera vez en su vida podía caminar sola, respirar aire exterior, sentir el sol sobre su piel. Era libertad. Una libertad que jamás, ni siquiera en sueños, había creído poder experimentar.
—Mi señora, detengámonos un momento —pidió Miyer.
Ella miró las frutas en el puesto. Sonreía débilmente al ver Melzanas y Pervelas tan brillantes. Miyer compró varias sin dudarlo, pagando con dos monedas bronceadas. Luego un guerrero tomó las bolsas.
—¿Desea algunas frutas? —preguntó el mago.
Ariadna negó con la cabeza.
—Estoy llena aún.
Continuaron avanzando y la niña quedó maravillada con cada puesto: había cintas para el cabello, botas de cuero, túnicas bordadas, cuchillos decorativos y carne asada que chisporroteaba sobre parrillas metálicas.
Entonces, ocurrió algo extraño:
la gente empezó a apartarse.
Miyer extendió un brazo protegiendo a Ariadna y colocó a Andra delante para protegerla también. El grupo se abrió, abriendo un pequeño espacio.
A través del hueco, Ariadna vio a una joven avanzando por la calle.
Llevaba una cesta pequeña con frascos de colores. Su cabello rubio parecía elaborado de hilos de sol y sus ojos marrones brillaban de forma amable. Sus vestidos estaban adornados con encajes blancos y listones delicados.
—¡Salve a la Santa de Vaelmir! —gritaron los aldeanos, inclinándose.
Ariadna observó a la chica con fascinación. Era hermosa, y parecía irradiar una calma distinta. No caminaba como las demás personas: caminaba como si guiara una bendición invisible sobre los demás.
—¿Quién es? —preguntó Ariadna en voz baja.
—La hija del conde Vaelmir —respondió Miyer—. La llaman la Santa de Vaelmir. Dicen que posee poderes de sanación… aunque los magos no creemos en esos mitos. Las iglesias se aferran a leyendas de dioses que ya no responden. Nosotros nos guiamos por la magia real.
Ariadna quiso reír.
¿Magia real, decía él?
Dragones, portales, criaturas mitad humanos…
y aun así él aseguraba que eso sí era racional.
La niña suspiró y siguió andando, absorbiendo olores dulces, ácidos y salados, cuando de pronto un aroma intenso la golpeó.
—Huele delicioso… —murmuró.
Era Solear tostado.
Una mujer de piel morena movía ágilmente mazorcas doradas sobre brasas, girándolas con maestría. Sevrin compró dos de inmediato.
Ariadna le dio una mordida. El Solear estaba caliente, dulce y salado a la vez. Su boca ardió, lagrimeó un poco, pero siguió comiendo.
—Está delicioso —susurró.
De pronto, miró a Andra.
—Creo que te gustará uno de esos pañuelos que vi antes. Sevrin, deberías comprarle uno.
Andra quedó roja como amapola.
Los guerreros apretaron los labios, intentando no soltar carcajadas.
Sevrin se alejó calle abajo.
—Mi señora… ¿por qué…? —balbuceó Andra.
—Porque te gusta él —respondió Ariadna sin rodeos—. Y él también gusta de ti.
Andra casi se atraganta con su Solear.
La niña, satisfecha con la reacción, siguió caminando.
Y entonces…
un murmullo extraño nació entre la multitud.
Un sonido tenso, cargado, como cuando la tormenta está a punto de caer.
Uno de los caballeros habló:
—Mi señora, si lo desea podemos acercarnos.
—Sí, quiero ver.
Se abrieron paso entre la gente y Ariadna logró ponerse al frente justo cuando el aire se volvió más pesado.
Sus ojos vieron…
la tarima.