Cap 8: Capilla sangrienta

1798 Palabras
El amanecer napolitano no prometía paz. Julian y yo nos vestimos en silencio. Yo con el vestido sencillo de seda, él con el traje oscuro de corte napolitano. Éramos la imagen perfecta de una pareja elegante que había venido a cerrar un trato, no a sabotear una venganza. —No vamos a ir a rezar, Agustina —dijo Julian, asegurando una pistola bajo su chaqueta. —Lo sé. Vamos a ver cómo la familia de tu abuela le cobra a la familia de tu padre —repliqué, sintiendo el peso de la historia. Julian se giró y me atrapó por la mandíbula. Su mirada era pura amenaza, mezclada con la desconfianza que aún ardía por las cuentas robadas. —Si intentas negociar con los Conti a mis espaldas, si intentas usar ese dinero para comprar mi trono, te juro que... —No necesito tu trono, Julian. Necesito que sobrevivas para que yo sobreviva —dije, desafiándolo—. Y tu abuela es mi única coartada hoy. Soy tu esposa, tu escudo. Úsame bien. Él no me besó. Simplemente soltó mi rostro con un gruñido. La proximidad era una tortura. Llegamos a la Capilla de la Santa Sangre. No era una iglesia grande, sino un santuario privado, oscuro y opulento. El lirio de los Conti estaba tallado en la puerta de madera. La seguridad era invisible, pero se sentía. Entramos. El interior era una mezcla de santidad y poder. Estatuas antiguas, y en el centro, bajo un rayo de luz, una mesa de caoba donde se exhibía una pieza envuelta en terciopelo n***o. Solo había tres personas. Dos hombres altos, y entre ellos, una mujer de unos setenta años, con la piel curtida y una mirada de acero que reconocí de inmediato. Llevaba el mismo anillo de sello que había visto en la foto de mi abuela. —Julian. Qué sorpresa. Tienes el coraje de tu padre, pero no su estupidez —dijo la mujer. Su voz era áspera, pero tenía la cadencia pausada de la autoridad. —Nonna —dije, forzando el título. Ella era la Tía Abuela, la matriarca de los Conti. —No me llames así. Soy tu castigo. Te presento a Marcello Conti. El hombre que heredó la deuda de tu padre —dijo la Nonna. Marcello, un hombre duro y sin expresión, se acercó. —Los Vermilion deben un precio por el retablo del siglo XVI. Mi padre murió pagando la traición de Abietti. El precio es la venta de esta pieza a nuestro comprador. El dinero estabiliza a los Conti. —¿Y el envenenamiento? —preguntó Julian, ignorando la pieza. La Nonna se rió, una tos seca. —Abietti era un ratón,una rata negr* en realidad Descubrió que habíamos recuperado la pieza. Intentó robarnos el cargamento antes de la venta para venderlo él. Fue una ofensa a nuestro honor. Mi gente solo terminó lo que él empezó. No fue un acto de venganza, fue un acto de disciplina. —¿Y quién es el comprador? —preguntó Julian, directo al grano. —Un hombre con un hambre insaciable de arte y un resentimiento profundo contra los Vermilion. Un hombre que nos ofrece no solo dinero, sino una alianza en Venecia para tomar lo que queda de tu trono. La Nonna señaló a la entrada de la Capilla. Una figura entraba en la penumbra. Julian sintió un escalofrío que no tenía nada que ver con el mármol frío. —Te presento a tu nuevo rival, Julian. Y el hombre que nos reveló la ubicación de tu hermano, Nicolás. Narciso entró en la luz. El hermano sonriente, la imagen de Abietti. Estaba vestido impecablemente y llevaba una maleta pequeña de cuero. —Llegaste tarde, Julian. Ya cerré el trato. El retablo se va a Milán. Y tú y tu ladrona pierden su oportunidad de reinar. Julian estaba petrificado. No por el comprador, sino por la traición de su propio hermano. —Tú... —siseó Julian, dirigiéndose a Narciso. —Sí, hermanito. Fui yo quien le dio la información a los Conti. Y yo cerré el trato con el comprador. El precio es la cabeza de Julian. —¿Y el comprador? ¿Quién es? —preguntó Agustina, manteniendo la calma. Narciso sonrió, su cara de Abietti era idéntica a la traición. —El comprador no es de aquí. Es de tu tierra, Agustina. Un hombre que sabe de tu historia, de tus movimientos de dinero y de tu ambición. Un hombre que te estaba vigilando. La Nonna Conti habló, dándole el golpe final a Julian —El comprador es Luca Rossi. El hermano de Isabella, la antigua amante de Abietti. Un hombre que juró venganza contra la Famiglia por la humillación de su hermana. Agustina sintió el golpe. Isabella. El personaje que ella había descartado como una vieja amante era en realidad el eslabón a una nueva conspiración. Y Narciso había usado a los Conti para ejecutarla. Julian reaccionó. Su rostro, por fin, se rompió. No con rabia, sino con un miedo silencioso y peligroso, como un maldito golpe en las bolas. —No vamos a dejar que esto pase —dijo Julian, sacando la pistola que llevaba oculta. —Estás en mi capilla, Julian —dijo la Nonna Conti, sin inmutarse. La situación había pasado del ajedrez a la confrontación armada. La venganza de la abuela, la traición del hermano y la amenaza del comprador inesperado. —Agustina, el microfilm. Dámelo —ordenó Julian. Yo no dudé. Le entregué el cilindro. Julian se acercó a la mesa, ignorando a Narciso y a los guardias Conti. Apuntó la pistola al retablo envuelto en terciopelo. —Si no detienen el trato, disparo. Y este retablo vale más para ustedes que mi vida —dijo Julian. El retablo no era solo una pieza de arte; era su última oportunidad de detener el golpe de gracia de los Conti y de su hermano. El aire en la Capilla se había vuelto denso, cargado de plomo y resentimiento. Narciso, mi hermano, estaba allí, sonriendo con la cara de nuestro padre, un triunfo que yo, el heredero, nunca había permitido. —Llegaste tarde, Julian. El comprador, Luca Rossi, nos dio el dinero para pagarle a los Conti. Y a cambio, yo me llevo el control de Venecia —dijo Narciso, haciendo girar la llave de la maleta de cuero sobre la mesa. —La alianza de la Famiglia se romperá —dijo Julian, manteniendo el arma apuntando al Retablo envuelto. —Ya está rota. Yo se la rompí a Abietti. ¿Crees que no noté cómo te miraba? ¿Cómo te llamaba "peculiar"? Sabía que te perderías, Julian. Por eso usé el traje de Nicolás. Para culparte a ti, el "Don roto," y tomar lo que me merezco. La humillación era más fuerte que la rabia. Narciso no solo me había traicionado; había jugado con mi condición, lo que más temía. —Agustina, el microfilm. Dámelo —ordenó Julian. Le entregué el cilindro. Julian, con el arma aún apuntada, lo arrojó a los pies de la Nonna Conti. —Aquí está la prueba de la traición de Abietti. Es suya. Pero el Retablo se queda aquí. Si intenta cerrar este trato, la venganza de Luca Rossi los destruirá a ustedes también. La Nonna miró el cilindro con desprecio. —El honor Conti se limpia con esta venta. Y tu vida es el pago final. ¡Ahora! Los dos guardias Conti se movieron. —¡Agustina! —grité. —¡Voy por el Retablo! —respondió ella, con la rapidez de una depredadora. La lucha se desató. Julian no tuvo tiempo para la pistola. Tuvo que lidiar primero con los guardias Conti. El primero era grande, lento. Julian usó la furia contenida de la noche en Nápoles y el miedo a la humillación. Lo golpeó con una rabia animal, el golpe seco resonó en el mármol. El guardia cayó. Pero Narciso se abalanzó sobre Julian, con la furia reprimida de años. —¡Siempre fuiste el favorito! ¡El heredero! ¡Y yo soy el único que tiene la cabeza limpia! —gritó Narciso. La lucha de los hermanos era personal y cruda. Era técnica, un intento desesperado de destruirse. Narciso golpeó a Julian en la mandíbula, recordándole el dolor de la noche perdida. Julian respondió con un rodillazo que dobló a Narciso. La ira era su único motor. Mientras Julian y Narciso se revolcaban, el segundo guardia Conti intentó agarrar a Agustina, que estaba desatando el terciopelo del Retablo. Vi cómo Julian y Narciso se destruían. Era feo, desordenado, la culminación de una vida de competencia y resentimiento. La lucha de Julian era desesperada; la de Narciso, calculadora, parecían dos perros peleando. —¡Suficiente, perra! —gruñó el guardia Conti, agarrándome por el brazo. Yo ya había liberado el Retablo. Era una pieza de madera antigua, pesada. Sin pensarlo, giré y golpeé al guardia en la cara con el borde del marco. Él se tambaleó. Julian vio el movimiento, la brutalidad eficiente. Eso le dio la ventaja. Julian usó la distracción para patear a Narciso y arrebatarle el arma al guardia caído. —¡Ndie la toca! —gritó Julian. Julian apuntó a Narciso, que intentaba levantarse. —El juego se acabó, Narciso. El trono es mío. —No tienes el estómago, Julian. Te perderás. Lo harás de nuevo —dijo Narciso, escupiendo sangre. La Nonna Conti se acercó. —No lo mates, Julian. La venganza familiar requiere que él sufra. Vete. Lleva a tu... socia. Yo me encargo del resto. Julian no dudó. No podía matar a su hermano allí, frente al matriarcado Conti. Pero tenía que llevarse el Retablo. Agarró a Agustina por el brazo, su agarre era firme y poseedor. —¡El Retablo! ¡Cógela! —ordenó Julian. Agustina tomó la pesada pieza de arte. La Nonna Conti y sus hombres no los detuvieron. El trato ya estaba roto. Salimos de la Capilla. Julian y yo corrimos por las calles estrechas y ruidosas de Nápoles. Llevábamos el Retablo, el símbolo de la deuda de Abietti, el motivo del asesinato y la traición. Una vez a salvo en la lancha, Julian encendió el motor. Su rostro estaba cortado, su labio sangraba. —Lo que Narciso dijo... ¿es verdad? —pregunté, refiriéndome a su "condición." —Narciso está fuera. Luca Rossi está sin Retablo y sin alianza. Hemos ganado el asalto, Agustina. Y ahora tenemos el botín. Julian me miró. Su ropa estaba rasgada, su rabia y su miedo estaban expuestos. La brutalidad en la Capilla había cimentado algo entre nosotros, algo más profundo que la pasión. Éramos cómplices en la sangre. —¿Qué hacemos con el Retablo? —pregunté. —No vamos a venderlo. Vamos a usarlo para reclamar nuestro trono en Venecia.
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