—Sí, un amigo y camarada… Muy bien. —Me aventuro a suponerlo. Y no es posible que me equivoque. Yo estaba presente cuando Peter Ivanovitch le anunció su llegada a la señorita Haldin y vi el alivio y el agradecimiento que ella sintió al oír su nombre. Después me mostró la carta de su hermano y leí las pocas palabras en las que alude a usted. ¿Qué otra cosa podía ser sino un amigo? —Evidentemente. Es bien sabido. Un amigo. Muy cierto… Continúe. Hablaba usted de cierto efecto. Pensé entonces: «Adopta la crueldad del revolucionario implacable, la insensibilidad a las emociones comunes propias de un hombre consagrado a unas ideas destructivas. Es joven, y su sinceridad se transforma en pose ante un extranjero, un desconocido, un hombre mayor. La juventud necesita afirmarse…». Con la mayor co

