LÍA Dalton me había llamado a su oficina luego de que hubiera aceptado ser su falsa prometida. Teníamos aún que hablar sobre ciertas reglas, pero la invitación a cenar era un primer paso de hacer formal lo que este hombre me estaba pidiendo. — ¿Se le ofrece algo, señor Keeland? —Le pregunté a mi jefe que se encontraba parada en el ventanal viendo la vista de la ciudad. Verlo ahí me hizo darme cuenta de lo que injustamente guapo que era. — Para esta noche, quiero que te compres algo decente —. Dijo Dalton sin mirarme, mientras revisaba su reloj carísimo, como si fuera a cerrarse la bolsa de valores en cualquier momento. Yo parpadeé, confundida. — ¿Perdón? Él alzó la vista, y esa sonrisa torcida suya apareció como si supiera que iba a darme un golpe emocional que ni siquiera dolía. . .

