UN ADIOS DOLOROSO

1543 Words
🌟 TIFFANY 🌟  Ingresé a la ducha, me envolvió en una nube de vapor, un bálsamo reconfortante que lavaba los últimos vestigios de una pesadilla. Sentía cómo el calor del agua me devolvía a la vida. Planifiqué mentalmente el desayuno, saboreando el café que estaba a punto de preparar. Quizás, después, llamaría a las chicas para cerrar los últimos detalles de la fiesta. ¡¡Quizás!! Esa palabra se quedó suspendida en el aire, un eco de la incertidumbre que siempre se asoma al borde de la esperanza. Quizás, si la pronunciaba las suficientes veces, la realidad se alinearía con mis deseos. Mi sala estaba inundada de personas entre conocidos y desconocidos. Mi sonrisa se congeló en el espejo, una máscara inútil. La pesadilla de la que intentaba escapar no era un sueño, sino una sombra que se había instalado en mi casa, en mi vida. Y yo, la princesa de la torre dorada, estaba a punto de descubrir que algunos sueños terminan, que la vida real puede ser mucho más aterradora. Mi pecho se contrajo con un dolor físico tan intenso que me doblegó. Las piernas me temblaron mientras bajaba las escaleras, cada paso un acto de supervivencia. Tía Betty se levantó al verme, sus brazos extendiéndose hacia mí como si quisiera protegerme de la realidad. Lloraba desconsoladamente, y su dolor era tan tangible que podía saborearlo en el aire. —Sobrina, cuánto me duele lo que se nos ha venido encima… No hay palabras de consuelo. No hay palabras de consuelo. —Tía.… No sé qué está pasando. ¡Esto es un mal sueño! ¿Verdad? Mi voz sonó aguda, desesperada. Como la de una niña perdida en la oscuridad. —Cuentas conmigo para lo que sea, eres mi sobrina querida. Sé que sobrellevarás este dolor. Dolor. Otra palabra que se clavaba en mi pecho como un clavo ardiente. —Gracias —susurré, aunque no sabía por qué le agradecía. Era extraño. Todos lloraban a mi alrededor, pero mis ojos permanecían secos. Como si mis lágrimas se hubieran congelado en algún lugar profundo de mi ser. —Hija, ¿estás bien? —Mamá me abrazó con una fuerza desesperada, como si temiera que yo también fuera a desaparecer. —Mamá, esto no es real. Dime que no es real. Yo estoy dormida aún, es una pesadilla. —Ven aquí, preciosa —me susurró, y noté que ella tampoco lloraba. Quizás estaba tan rota como yo, tan perdida en este nuevo mundo sin papá, que ni siquiera sabía cómo reaccionar—. Sabremos salir adelante. Todavía me tienes a mí. ¡¡Todavía me tienes a mí!! Pero lo que ninguna de las dos sabíamos era que pronto, muy pronto, descubriría que incluso eso era una mentira. ¡El momento en que los muertos regresan para destruir a los vivos! Mamá desapareció por unas horas, y cuando regresó, traía consigo algo que cambiaría mi percepción de la muerte para siempre. Una urna. Elegante, antigua, como esos jarrones que antes admirábamos en las casas de antigüedades. Pero esta no contenía flores ni agua. Tambien su mirada había cambiado, como si algo dentro de ella rompió en mil pedazos. En ese momento pensé que fue por la muerte de papá. —Aquí está tu padre —susurró mamá, sosteniendo el recipiente con una reverencia que me heló la sangre. No un cuerpo. No un hombre. Solo.… Cenizas. Polvo gris que una vez había sido la persona más importante de mi mundo. El hombre que me llamaba princesa, que me alentaba con los números, que prometía estar en mi cumpleaños. Ahora cabía en una vasija. La realidad me golpeó con la fuerza de un tren descarrilado. Papá se había ido. Para siempre. No habría más llamadas, no más “mi princesa”, no nada más Y yo… yo no estuve ahí cuando me llamó. No contesté su última llamada. Fue entonces cuando algo caliente comenzó a quemarme las mejillas. Me toqué la cara, confundida, como si esas gotas ardientes fueran ajenas a mi cuerpo. Agua salada, espesa como miel amarga, se deslizaba por mi rostro, dejando rastros de fuego en su camino. Lágrimas. Finalmente, las lágrimas salieron como una gran ola que había estado guardada detrás de una pared que acaba de romperse. El mundo se desplomó conmigo. Mis piernas se volvieron gelatinas y caí al suelo como un títere al que le hubieran cortado los hilos. El dolor en mi pecho no era solo emocional; era físico, real, como si alguien hubiera metido la mano dentro de mi costillar y estuviera exprimiendo mi corazón hasta convertirlo en pulpa. Cada latido era una punzada, cada respiración un cristal atravesando mis pulmones. Pensé que me moriría ahí mismo, en el suelo frío de la sala, rodeada del olor a café que papá nunca más volvería a tomar. Y por un momento terrible, infinito, deseé hacerlo. —¡¡Papi!! —El grito salió de lo más profundo de mi ser, desgarrando mi garganta. Mi propia voz me resultaba extraña, irreconocible, como el alarido de un animal herido—. ¡Llévame contigo! ¡No quiero vivir! ¡No puedo vivir sin ti! Las palabras se estrellaron contra las paredes de la casa que ahora se sentía vacía, hueca, como un cascarón sin alma. El eco de mi desesperación rebotaba en cada rincón donde su risa había resonado alguna vez. —Tiffany, ¿qué dices? —La voz de mamá llegó como desde muy lejos, atravesando una niebla espesa. Se arrodilló a mi lado, sus propias lágrimas cayendo silenciosas sobre mi cabello lo único que deseaba era morir—. No puedes pensar de esa manera, mi cielo. Él nos cuida desde el cielo. Sus manos temblaron al tocar mis hombros, como si tuviera miedo de que yo también fuera a desvanecerme, de que fuera a seguir a papá al lugar donde ya no podía alcanzarnos. —¡Mi padre murió por mi culpa! —Las palabras salieron como vómito emocional, amargas y punzantes—. ¡Soy una mala hija! ¡La peor hija del mundo! Si hubiera estado ahí… si hubiera contestado el teléfono… —No, cariño, eso no es así —mamá intentó abrazarme, pero yo me retorcía en el suelo como si el dolor fuera una serpiente enroscada en mis entrañas—. ¿Por qué dices tal tontería? Él siempre estará con nosotras, en nuestros corazones. Pero sus palabras de consuelo se desintegraban antes de llegar a mí, como copos de nieve tocando pavimento caliente. —¡Mami, me duele el pecho! ¡Siento un dolor horrible! —Me aferré a mi camisa, tirando de la tela como si pudiera arrancarme esa agonía del pecho—. No pude hablar con él… La última vez que llamó, no estaba. Estaba con mis amigas, riéndome, siendo feliz, mientras él… mientras él… La culpa me golpeó con la fuerza de un tsunami. Recordé vívidamente esa tarde de hace tres días: el teléfono sonando, la pantalla iluminándose con “Papá”, y yo, sin pensarlo dos veces, rechazando la llamada porque estaba en el centro comercial probándome ropa con amigas. “Ya lo llamaré después”, había pensado. —Era su último intento de hablar conmigo, mamá. Su última oportunidad de decirme que me amaba, y yo… yo estaba demasiado ocupada siendo una adolescente egoísta para contestar. Mamá se dejó caer completamente al suelo, atrayéndome hacia su regazo como cuando era pequeña y tenía pesadillas. Pero esta pesadilla era real, y no había manera de despertar de ella. —Mi amor, escúchame —su voz se quebró, pero siguió hablando—. Papá, sabía cuánto lo amabas. No necesitaba esa llamada para saberlo. Lo supo cada día de tu vida. —¿Cómo puedes estar tan segura? —susurré entre sollozos que sacudían todo mi cuerpo—. ¿Cómo sabes que no murió pensando que no me importaba? El silencio se extendió entre nosotras como un abismo. Afuera, la vida continuaba: los pájaros cantaban, los carros pasaban, y el mundo giraba como si nada hubiera cambiado. Pero dentro de esta casa, dentro de nuestros corazones, todo se había detenido para siempre. —Tenemos que ir al cementerio mañana para el servicio —murmuró finalmente mamá, su voz, apenas un hilo de sonido—. Para dejar reposar sus cenizas en el lugar que él eligió, bajo el roble donde nos llevaba a hacer pícnic cuando eras pequeña. La imagen me partió en dos: papá empujando mi columpio que colgaba de esas mismas ramas, papá enseñándome a reconocer los diferentes tipos de hojas, papá extendiéndose en la hierba mientras yo perseguía mariposas. Ahora él sería parte de esa tierra, de ese árbol, del viento que movía sus hojas. —No estoy lista, mamá —confesé, aferrándome a ella como un náufrago a un salvavidas—. No estoy lista para decirle adiós para siempre. —Nadie nunca está listo, mi amor —susurró, besando mi frente—. Pero lo haremos juntas. Siempre juntas. Mamá, con los ojos hundidos en un pozo de lágrimas silenciosas, intentaba sostener un castillo de naipes a punto de derrumbarse. Y yo, aferrada a la tibieza de su falda, éramos pequeños náufragos en un mar de incertidumbre.
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