🌟 TIFFANY 🌟

IngresĂ© a la ducha, me envolviĂł en una nube de vapor, un bálsamo reconfortante que lavaba los Ăşltimos vestigios de una pesadilla. SentĂa cĂłmo el calor del agua me devolvĂa a la vida. PlanifiquĂ© mentalmente el desayuno, saboreando el cafĂ© que estaba a punto de preparar. Quizás, despuĂ©s, llamarĂa a las chicas para cerrar los Ăşltimos detalles de la fiesta.
¡¡Quizás!!
Esa palabra se quedĂł suspendida en el aire, un eco de la incertidumbre que siempre se asoma al borde de la esperanza. Quizás, si la pronunciaba las suficientes veces, la realidad se alinearĂa con mis deseos.
Mi sala estaba inundada de personas entre conocidos y desconocidos. Mi sonrisa se congelĂł en el espejo, una máscara inĂştil. La pesadilla de la que intentaba escapar no era un sueño, sino una sombra que se habĂa instalado en mi casa, en mi vida. Y yo, la princesa de la torre dorada, estaba a punto de descubrir que algunos sueños terminan, que la vida real puede ser mucho más aterradora.
Mi pecho se contrajo con un dolor fĂsico tan intenso que me doblegĂł. Las piernas me temblaron mientras bajaba las escaleras, cada paso un acto de supervivencia.
TĂa Betty se levantĂł al verme, sus brazos extendiĂ©ndose hacia mĂ como si quisiera protegerme de la realidad. Lloraba desconsoladamente, y su dolor era tan tangible que podĂa saborearlo en el aire.
—Sobrina, cuánto me duele lo que se nos ha venido encima… No hay palabras de consuelo.
No hay palabras de consuelo.
—TĂa.… No sĂ© quĂ© está pasando. ¡Esto es un mal sueño! ÂżVerdad?
Mi voz sonó aguda, desesperada. Como la de una niña perdida en la oscuridad.
—Cuentas conmigo para lo que sea, eres mi sobrina querida. Sé que sobrellevarás este dolor.
Dolor. Otra palabra que se clavaba en mi pecho como un clavo ardiente.
—Gracias —susurrĂ©, aunque no sabĂa por quĂ© le agradecĂa.
Era extraño. Todos lloraban a mi alrededor, pero mis ojos permanecĂan secos. Como si mis lágrimas se hubieran congelado en algĂşn lugar profundo de mi ser.
—Hija, ¿estás bien? —Mamá me abrazó con una fuerza desesperada, como si temiera que yo también fuera a desaparecer.
—Mamá, esto no es real. Dime que no es real. Yo estoy dormida aún, es una pesadilla.
—Ven aquĂ, preciosa —me susurrĂł, y notĂ© que ella tampoco lloraba. Quizás estaba tan rota como yo, tan perdida en este nuevo mundo sin papá, que ni siquiera sabĂa cĂłmo reaccionar—. Sabremos salir adelante. TodavĂa me tienes a mĂ.
¡¡TodavĂa me tienes a mĂ!!
Pero lo que ninguna de las dos sabĂamos era que pronto, muy pronto, descubrirĂa que incluso eso era una mentira.
¡El momento en que los muertos regresan para destruir a los vivos!
Mamá desapareciĂł por unas horas, y cuando regresĂł, traĂa consigo algo que cambiarĂa mi percepciĂłn de la muerte para siempre.
Una urna. Elegante, antigua, como esos jarrones que antes admirábamos en las casas de antigĂĽedades. Pero esta no contenĂa flores ni agua. Tambien su mirada habĂa cambiado, como si algo dentro de ella rompiĂł en mil pedazos. En ese momento pensĂ© que fue por la muerte de papá.
—Aquà está tu padre —susurró mamá, sosteniendo el recipiente con una reverencia que me heló la sangre.
No un cuerpo. No un hombre. Solo.… Cenizas. Polvo gris que una vez habĂa sido la persona más importante de mi mundo. El hombre que me llamaba princesa, que me alentaba con los nĂşmeros, que prometĂa estar en mi cumpleaños.
Ahora cabĂa en una vasija.
La realidad me golpeĂł con la fuerza de un tren descarrilado. Papá se habĂa ido. Para siempre. No habrĂa más llamadas, no más “mi princesa”, no nada más Y yo… yo no estuve ahĂ cuando me llamĂł. No contestĂ© su Ăşltima llamada.
Fue entonces cuando algo caliente comenzĂł a quemarme las mejillas. Me toquĂ© la cara, confundida, como si esas gotas ardientes fueran ajenas a mi cuerpo. Agua salada, espesa como miel amarga, se deslizaba por mi rostro, dejando rastros de fuego en su camino. Lágrimas. Finalmente, las lágrimas salieron como una gran ola que habĂa estado guardada detrás de una pared que acaba de romperse.
El mundo se desplomĂł conmigo. Mis piernas se volvieron gelatinas y caĂ al suelo como un tĂtere al que le hubieran cortado los hilos. El dolor en mi pecho no era solo emocional; era fĂsico, real, como si alguien hubiera metido la mano dentro de mi costillar y estuviera exprimiendo mi corazĂłn hasta convertirlo en pulpa.
Cada latido era una punzada, cada respiraciĂłn un cristal atravesando mis pulmones. PensĂ© que me morirĂa ahĂ mismo, en el suelo frĂo de la sala, rodeada del olor a cafĂ© que papá nunca más volverĂa a tomar. Y por un momento terrible, infinito, deseĂ© hacerlo.
—¡¡Papi!! —El grito salió de lo más profundo de mi ser, desgarrando mi garganta. Mi propia voz me resultaba extraña, irreconocible, como el alarido de un animal herido—. ¡Llévame contigo! ¡No quiero vivir! ¡No puedo vivir sin ti!
Las palabras se estrellaron contra las paredes de la casa que ahora se sentĂa vacĂa, hueca, como un cascarĂłn sin alma. El eco de mi desesperaciĂłn rebotaba en cada rincĂłn donde su risa habĂa resonado alguna vez.
—Tiffany, ¿qué dices? —La voz de mamá llegó como desde muy lejos, atravesando una niebla espesa. Se arrodilló a mi lado, sus propias lágrimas cayendo silenciosas sobre mi cabello lo único que deseaba era morir—. No puedes pensar de esa manera, mi cielo.
Él nos cuida desde el cielo.
Sus manos temblaron al tocar mis hombros, como si tuviera miedo de que yo tambiĂ©n fuera a desvanecerme, de que fuera a seguir a papá al lugar donde ya no podĂa alcanzarnos.
—¡Mi padre muriĂł por mi culpa! —Las palabras salieron como vĂłmito emocional, amargas y punzantes—. ¡Soy una mala hija! ¡La peor hija del mundo! Si hubiera estado ahĂ… si hubiera contestado el telĂ©fono…
—No, cariño, eso no es asà —mamá intentĂł abrazarme, pero yo me retorcĂa en el suelo como si el dolor fuera una serpiente enroscada en mis entrañas—. ÂżPor quĂ© dices tal tonterĂa? Él siempre estará con nosotras, en nuestros corazones.
Pero sus palabras de consuelo se desintegraban antes de llegar a mĂ, como copos de nieve tocando pavimento caliente.
—¡Mami, me duele el pecho! ¡Siento un dolor horrible! —Me aferrĂ© a mi camisa, tirando de la tela como si pudiera arrancarme esa agonĂa del pecho—. No pude hablar con Ă©l… La Ăşltima vez que llamĂł, no estaba. Estaba con mis amigas, riĂ©ndome, siendo feliz, mientras Ă©l… mientras Ă©l…
La culpa me golpeĂł con la fuerza de un tsunami. RecordĂ© vĂvidamente esa tarde de hace tres dĂas: el telĂ©fono sonando, la pantalla iluminándose con “Papá”, y yo, sin pensarlo dos veces, rechazando la llamada porque estaba en el centro comercial probándome ropa con amigas. “Ya lo llamarĂ© despuĂ©s”, habĂa pensado.
—Era su Ăşltimo intento de hablar conmigo, mamá. Su Ăşltima oportunidad de decirme que me amaba, y yo… yo estaba demasiado ocupada siendo una adolescente egoĂsta para contestar.
Mamá se dejĂł caer completamente al suelo, atrayĂ©ndome hacia su regazo como cuando era pequeña y tenĂa pesadillas. Pero esta pesadilla era real, y no habĂa manera de despertar de ella.
—Mi amor, escĂşchame —su voz se quebrĂł, pero siguiĂł hablando—. Papá, sabĂa cuánto lo amabas. No necesitaba esa llamada para saberlo. Lo supo cada dĂa de tu vida.
—¿CĂłmo puedes estar tan segura? —susurrĂ© entre sollozos que sacudĂan todo mi cuerpo—. ÂżCĂłmo sabes que no muriĂł pensando que no me importaba?
El silencio se extendiĂł entre nosotras como un abismo. Afuera, la vida continuaba: los pájaros cantaban, los carros pasaban, y el mundo giraba como si nada hubiera cambiado. Pero dentro de esta casa, dentro de nuestros corazones, todo se habĂa detenido para siempre.
—Tenemos que ir al cementerio mañana para el servicio —murmurĂł finalmente mamá, su voz, apenas un hilo de sonido—. Para dejar reposar sus cenizas en el lugar que Ă©l eligiĂł, bajo el roble donde nos llevaba a hacer pĂcnic cuando eras pequeña.
La imagen me partiĂł en dos: papá empujando mi columpio que colgaba de esas mismas ramas, papá enseñándome a reconocer los diferentes tipos de hojas, papá extendiĂ©ndose en la hierba mientras yo perseguĂa mariposas.
Ahora Ă©l serĂa parte de esa tierra, de ese árbol, del viento que movĂa sus hojas.
—No estoy lista, mamá —confesé, aferrándome a ella como un náufrago a un salvavidas—. No estoy lista para decirle adiós para siempre.
—Nadie nunca está listo, mi amor —susurró, besando mi frente—. Pero lo haremos juntas. Siempre juntas.
Mamá, con los ojos hundidos en un pozo de lágrimas silenciosas, intentaba sostener un castillo de naipes a punto de derrumbarse. Y yo, aferrada a la tibieza de su falda, éramos pequeños náufragos en un mar de incertidumbre.