La luna no es blanca, es dorada como sus ojos que me miran desde hace una eternidad, o quizá apenas unos segundos después de dejarme al lado de la cama. La rodea como un animal al acecho y al mismo tiempo se desata el corbatín, piensa en lanzarlo al suelo, pero antes se le atraviesa una idea deliciosamente pervertida por la cabeza y me sonríe de medio lado. Lo pone encima de la cama, es una visual promesa de lo que pretende hacer.
Suelta botón por botón de su chaleco, está jugando conmigo, quiere prolongar esto lo más que pueda y estoy dispuesta a seguirle el juego. O eso espero. Lo tira al suelo y sigue con su camisa, estiro mis manos para ayudarle y apresurar el tormento, la comisura de sus labios se estira de manera traviesa y niega con la cabeza. Yo solo me limito a hacer un mohín en
