La figura borrosa comienza a definirse ante mis ojos, y en cuanto logro enfocar bien, me doy cuenta de quién es. Sarah. La chica salvaje. Se ha despertado—o al menos eso es lo que quiere aparentar—con su cabello completamente alborotado, enredado en mechones desordenados que caen sobre su rostro como una maraña indomable. Sus ojos, sin embargo, siguen cerrados. Por un instante, me pregunto si realmente está despierta o si simplemente está atrapada en ese estado nebuloso entre el sueño y la vigilia. En un intento desesperado por abrirlos, se los talla con ambas manos, frotándolos con fuerza como si quisiera despegarse el cansancio de encima. El gesto es torpe, casi infantil, y antes de que pueda decir algo, deja escapar un fuerte bostezo que resuena en el pasillo. Y

